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MACHISMO
Columna
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Humor y machismo

No hay chistes aislados en una sociedad que normaliza el maltrato a las mujeres; si no estaríamos en un problema de ser un país sencillamente con un mal sentido del humor

Machismo
Una mujer, durante una manifestación feminista en Ciudad de México.Emilio Espejel (NurPhoto via Getty Images)
Brenda Lozano

“Ya no se puede bromear con nada porque de todo se ofenden”, es una frase que escuchamos mucho últimamente. De unos años para acá, diversas voces se han pronunciado en contra del machismo, del racismo, del clasismo, de la homofobia y la xenofobia en espacios de todo tipo. Hemos crecido en un contexto que normaliza este tipo de bromas, chistes, expresiones cotidianas y no se cuestionaron durante mucho, muchísimo tiempo. Hasta hace unos cuantos años. En fechas recientes, un comediante fue cuestionado en redes sociales por construir sus personajes con base en estereotipos de mujeres y a otro por agredir sexualmente a una compañera, lo cual suscitó una discusión en torno a la relación que hay entre el humor, el machismo y el abuso sistemático en contra de las mujeres. El humor que podríamos decir con nombre y apellido, de los stand-ups hasta los chistes populares, que se repiten en uno y otro lugar con variaciones que pasan de voz en voz. En un país en el que la violencia en contra de las mujeres crece, en donde siete de cada diez mujeres han sido víctimas de violencia machista, vale la pena detenerse en esta, una de las formas de violencia que se ejerce todos los días desde lo verbal y que tantas veces podría parecer inofensiva. Con tal, es una broma…

Cuando era niña, en las reuniones familiares, un tío tomaba el micrófono durante un rato –en este caso el micrófono era una cuba o un tequila–, y acaparaba contando chistes de pie en esas conversaciones en círculo, entre sillones y sillas. Era sí, carismático. Tenía un espacio entre los dientes frontales que me parecía que lo hacía una persona aún más carismática. En ese stand-up familiar solía contar chistes populares que no tengo idea de donde pescaba cada semana, pero rigurosamente los domingos tenía material nuevo. Conforme fui entrando a la adolescencia, recuerdo haberme sentido incómoda. En el mundo, sí, pero me sentía especialmente incómoda cuando mi tío contaba chistes en las reuniones familiares. No entendía muy bien qué era lo que me incomodaba por qué a juzgar de su público –algunos miembros de mi familia– parecían ser chistes graciosos. Incluso había quienes replicaban sus chistes en la semana o en la cocina para quien se hubiera perdido de alguno contado en la sala.

Alguna navidad entendí que no me hacían gracia en parte porque mis tías o mi madre eran, en todo caso, sujeto de algunos de esos chistes sobre suegras y matrimonios. No que él los inventara, eran los chistes que corrían, como corren los chismes de los actores o actrices famosas, que llegan a las reuniones familiares como si alguien pudiera dirigirles mejor la vida. Fue hasta la universidad que alguna vez, después de una fiesta, una amiga me dijo: “Qué hacemos la próxima vez que nuestros amigos hagan esos chistes machistas, ¿les decimos algo? Ya no quiero hacer como que no los escuché.” Entendí hasta entonces qué era lo que me incomodaba, lo que no me causaba gracia de esos llamados chistes. Chistes machistas, chistes misóginos, chistes homófobos, chistes racistas, chistes clasistas, violencia disfrazada de humor. Que ni mi tío ni aquellos amigos inventaron, sino que como sociedad convenimos que esos eran un juego para interactuar, algo divertido que decir y que puede ser gracioso para muchos ponerse en un lugar superior con respecto a alguien más.

A raíz de la polémica reciente, me pareció incluso más evidente lo tanto que crecimos expuestos a esa idea del humor, como mirando programas en televisión abierta que normalizaban esta forma de violencia en donde las mujeres son objeto. Objeto de burla, objeto de deseo el cual se puede dominar. Un objeto siempre inferior, en cualquier caso. En los chistes populares sobre las suegras se refuerza el estereotipo de la bruja. Los chistes sobre el matrimonio heterosexual, por ejemplo, coinciden en que la víctima es el pobre hombre que cayó en esa trampa, quedándose sin libertad, sin dinero, sin tiempo, sin algo que antes le pertenecía.

Los chistes sobre mujeres son un tiradero de estereotipos. Tontas, celosas, furiosas, interesadas, incapaces, etcétera. Lo mismo que pasa con los llamados chistes racistas, clasistas, homófobos o xenófobos, un tiradero de estereotipos que si algo hacen es daño, porque al contarlos, reírse o participar en el acto que consiente que una de las partes –aquella que cuenta y ríe– está por encima del sujeto del chiste. Normalizan que oprimir está bien. Y el humor, desde ese ángulo, es una de las manifestaciones de la violencia. El peligro es que una vez normalizada la violencia es capaz de tomar otras formas. No hay chistes aislados en una sociedad que normaliza el maltrato a las mujeres; si no estaríamos en un problema de ser un país sencillamente con un mal sentido del humor, y hasta cierto punto, eso podría solucionarse con risas grabadas. El tema es que así, la violencia desde sus diferentes formas, es como se perpetúa. Así, en esa escalera que parece ir de lo inofensivo, que muchas veces es, de hecho, muy ofensivo, es como se llega a sus más atroces consecuencias.

Qué nos hace reír y por qué reímos es un temazo que da para largo, pero quizás valga la pena detenernos brevemente en preguntarnos ¿por qué podemos reír con chistes que ponen a alguien en una postura superior? Podríamos decir que la comedia, desde su origen griego, es la otra cara de la moneda, la tragedia. Mientras que la tragedia toca los grandes temas de la vida, los grandes problemas y algunos terribles destinos, la comedia es sátira, el lado ligero y hasta feliz. Aristóteles ocupa poco tiempo hablando de la comedia con respecto a la tragedia, y refiere a lo inferior, lo feo, lo defectuoso que, sobre todo, no nos produce dolor. En otras palabras, algo interesante que todavía hoy proyecta de esa brillante e irrepetiblemente es que no podemos reírnos de aquello que nos conmueve, sino por el contrario: nos reímos gracias a la distancia. Incluso con la distancia que establecemos con uno mismo o con una misma al momento de hacer una broma de algo en que nos hemos equivocado. El problema es cuando esa distancia establece una jerarquía de poder sobre el que ríe en contra de otro. Cuando ese humor es, en realidad, violencia.

Ahora, en retrospectiva, me parece justo decir que mi tío era gracioso cuando no buscaba ser gracioso, cuando contaba, por ejemplo, una ida al súper y le daba treinta vueltas a una bolsa de plástico sin poderla abrir o una proeza entera con un carrito de súper que tenía una de las cuatro llantas tiesa, trabada, casi imposible de arrastrar entre los pasillos. Con ese tipo de cosas pequeñas siempre me he reído muchísimo. Traje aquí a mi tío con una cuba en mano y a Aristóteles de paso porque creo que ambos tienen mucho que decirnos sobre lo que hoy nos causa risa. Quizás descubrimos que al contrario de ese dicho común en el que “no se pueden hacer chistes sin ofender”, como decía el gran humorista Jorge Ibargüengoitia, el humor es como unos lentes con los cuales podemos ver las cosas y reírnos. Que nada tiene que ver con violencia ni con las jerarquías de poder. Con tal, ¿qué?, es una broma...

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