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Opinión
Columna
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La mudanza de Bryan Colágeno y el masoquismo mexicano

Nuestra historia sucede (está sucediendo) en Guadalajara, pero me parece que puede ser extrapolada a cualquier punto de nuestra geografía. Porque somos como somos y lo sabemos

Un camión de mudanzas
Un camión de mudanzas.Cortesía
Antonio Ortuño

Soy mexicano. Entiendo que solicitar un servicio en este país, cualquier servicio, ya sea ofrecido por una megaempresa o por una familiar y diminuta, equivale a ponerse en manos del azar. O, de plano, tentar a la aventura. Aun así, lo que está sucediendo con mi mudanza ha rebasado todas mis (ya elevadas) expectativas. Nuestra historia sucede (está sucediendo) en Guadalajara, pero me parece que puede ser extrapolada a cualquier punto de nuestra geografía. Porque somos como somos y lo sabemos.

Debo confesar que me asombré un poco cuando el gerente de la empresa que contraté para mover un par de camas desde mi estudio a mi casa (como parte de una operación de reacomodo de muebles mayor, que no viene al caso detallar) me envió el nombre del operador de los sábados, que estaría encargado del servicio. “Bryan Colágeno”, decía el contacto telefónico. “Él va a atenderlo. Cualquier problemita, el muchacho lo resuelve”, prometió el gerente. No me atreví a cuestionar el origen del apodo, si es que lo era, y acepté la llegada de Bryan Colágeno a mi vida tal y como los héroes de las tragedias griegas recibían los golpes del destino: con un escalofrío y un nudo en la garganta.

La unidad de la mudanza debía llegar a las 2 de la tarde al punto de encuentro. Bryan Colágeno, muy servicial, llamó media hora después de ese término para informar que el camión se encontraba camino a Santa Anita, en la dirección opuesta y alejándose. “Traemos otro jale, pero nomás descargamos y nos lanzamos con usted, jefe”, dijo con voz segura y juvenil. Avanzó el reloj. Serían casi las 4 cuando le pregunté en qué punto de progreso iban sus maniobras. “Terminamos, jefe, nomás estamos echándonos un taquito porque apretó el hambre”. Así descubrí una de las características más destacadas del alma de Bryan Colágeno: es uno de esos tipos duros que no proporcionan ninguna clase de información hasta que se les requiere por ella. Como ya estaban, él y los cargadores, por finiquitar el almuerzo, me avisó que en cosa de media hora llegaría, al fin, la unidad.

Huelga decir que eso no ocurrió y volví a comunicarme a eso de las 5 con el joven Colágeno para solicitarle actualizaciones. “¡Cómo que no han llegado con usted, jefe! Yo ya estoy en la central y venía de donde mismo”, dijo, al parecer consternado. Ahí me enteré de que el encargado de mi mudanza no iba a estar presente en la misma. “Orita se los pongo en línea”, gruñó. Y, con presteza, enlazó la llamada con el sistema de intercomunicación de la empresa. Respondió otra voz no menos juvenil. “¿Dónde andas?”, indagó Colágeno. “Ya voy llegando a la central”, notificó el operador. Sobrevino el caos. Colágeno y su contraparte se dijeron cosas como “¡Baboso!” y “¡No: baboso tú!”. El operador instruyó al colega para que, ahora sí, se dirigiera a mi casa y me facilitó su teléfono para estar en comunicación directa. “El Pinche Cristian”: eso decía el contacto que me hizo llegar. “Esta gente se tiene mucha confianza entre sí”, pensé.

El Pinche Cristian era otro tipo duro. Lo supe porque no contestó ningún mensaje a lo largo de una hora. Y como tampoco apareció en mi puerta, pues llamé a Colágeno. “Orita nos enlazo”, brincó él, todo dinamismo. “¿Dónde andas?”, preguntó a El Pinche Cristian cuando tuvo a bien tomarle la llamada. “Ya voy llegando a la central de nuevo”. A mí se me heló la sangre. En medio de las mutuas acusaciones de “¡Baboso!” y “¡No: baboso tú!” quedó claro que Colágeno había enviado mal las señas de la recolección de los muebles y le dio a El Pinche Cristian la ubicación en donde debían ser entregados y no la que correspondía. Como allá no había nadie, El Pinche Cristian decidió volver al punto inicial sin tomarse la molestia de preguntar. La central estaba al otro lado de la ciudad, desde luego. Ya no tenía caso esperarlo.

“No se apure, jefe, que ahorita le consigo otra unidad”, atajó Colágeno, porque yo estaba a punto de poner en mis oraciones a todos sus ancestros. Y unió a la llamada a un nuevo operador. “¿Yordi? Qué onda, qué haces”. “Ando viendo la tele en mi casa”, aceptó el aludido. “Necesito que te lances “en fa” a hacer un servicio”. Recibí esta vez, el contacto de “Yordi Muebles” y la promesa de que en menos de veinte minutos lo tendría a disposición.

Pasó media hora más antes de que fuera evidente que eso no iba a ocurrir. Le marqué a Colágeno, quien ya daba muestras de angustia. “Nunca me había pasado esto, jefe”, confió. “Pero va a ver que queda todo y hasta con un descuento”. Localizó al gerente para informarle la situación. El hombre nomás resoplaba. “Es que esto no es justo, hijo. Estas cosas las paga el negocio”, se lamentó. Así me enteré que Colágeno era el heredero y el gerente, en realidad, el dueño y su padre. “Resuelve, por favor”, sentenció el hombre y cortó.

Colágeno volvió a comunicarnos con Yordi Muebles. “¿Dónde andas, carnal?”, preguntó, esperanzado. “Ando viendo la tele en mi casa”, contestó Yordi, quien no había movido un músculo. Se escuchó un grito ahogado. “¡Baboso!”, “¡No: baboso tú!”, etcétera.

“Yo me lanzo ahorita con un chalán, jefe. Y le resuelvo”, ofreció Colágeno, heroico, cuando Yordi Muebles cortó la llamada. Consultó los mapas virtuales y concluyó que en un periquete llegaría a mi estudio. “Para que se asegure, le comparto mi ubicación en tiempo real”. Y así lo hizo. Nunca había seguido el avance de un auto en un mapita con tal interés. Bryan Colágeno se puso en marcha en la dirección apropiada. Avanzaba con velocidad. Sucedió entonces lo más maravilloso del día. El vehículo se pasó del sitio donde debía dar vuelta y tomó camino por el Anillo Periférico. No hay semáforos allí. El vehículo prosiguió hasta alcanzar una carretera y se perdió por los campos. La última vez que se registró su ubicación, ya andaba por llegar al Lago de Chapala. A mí, de plano, me dio un ataque de risa.

El dueño-gerente-padre se puso el susto de su vida cuando le avisé que eran las 10 de la noche y mi mudanza no se había consumado. “Mañana a las 9 de la mañana estamos en su casa”, se comprometió. “No sé qué les pasó a estos muchachos, pero no hay derecho. No voy a cobrarle un centavo”.

He de decir que esta vez todo se cumplió al dedillo. El domingo, con apenas cinco minutos de retraso, Bryan Colágeno y El Pinche Cristian aparecieron en mi estudio. Jovencísimos, ágiles, expertos, con unas caras de cansancio o de resaca más bien inocultables. Bryan era de la edad de mis hijos, pero habló como si fuera un caballero andante en pos de defender su palabra a cualquier precio. “Anoche se complicó jefe. Pero de que cumplimos, cumplimos. Ahora va a ver”. Tardaron menos de media hora en cargar la unidad con mis cachivaches y nos fuimos con dirección a mi casa, raudos y animados.

“Déjenos invitarle un tejuino, jefe, para que nos disculpe”, declaró Bryan a las dos cuadras. Y se frenó. Bajamos de la unidad a beber tejuino enfrente del consulado americano. Llegó el momento de las confidencias. “Mi peor día en esta chamba fue cuando mudamos a una muchacha muy guapa y resultó que se estaba robando las cosas de un departamento amueblado”, relató Colágeno, con la mirada fija en el horizonte. A mí me apuraba terminar con el trámite de una vez, pero Bryan y Cristian sabían que ante ellos se extendía un domingo entero, agotador e infinito a la vez, y sus vidas no debían limitarse al trabajo. “¿No se le antoja un aguachile, jefe? Nosotros se lo disparamos”, me propusieron. Decliné, por supuesto. Si no, andaríamos camino a Chapala.

En fin. Los muebles ya están en su sitio. Y Bryan y Cristian siguen empeñados en sus mudanzas sin fin, por toda el Área Metropolitana de Guadalajara. Ustedes pensarán, quizá, que este es un texto de denuncia. Nada de eso. Soy mexicano. Tengo algo irrenunciablemente masoquista en mí. El próximo martes, los muchachos me mandarán otra unidad para mover unos muebles que necesito llevar a otra parte. Habrán cumplido un día después de lo acordado, pero cumplieron, al final, como los grandes. Con honor. Y hasta me regalaron el tejuino.

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