Graciela Iturbide: “El realismo mágico es una etiqueta colonial y racista”
La pionera de la fotografía moderna en Latinoamérica repasa su larga trayectoria y ajusta cuentas con Breton, Flaubert, Cartier-Bresson y los lugares comunes asignados a su obra
Graciela Iturbide todavía llama “amigas” a las mujeres que conoció hace más de 40 años trabajando por las comunidades indígenas de México. Una de aquellas amigas zapotecas le pidió una vez que fotografiara a su novio. El hombre la estaba engañando con otra y quería la foto para agujerarle todo el cuerpo con alfileres. Iturbide le dijo que no y prefirió seguir tomando retratos de sus amigas de Juchitán, en el sur de Oaxaca, mientras iban al mercado, tomaban cerveza o se miraban al espejo. La pionera de la fotografía moderna en Latinomérica no solo no cree en la brujería. La artista visual más internacional de México tampoco soporta el cliché del realismo mágico que todavía pesa sobre la obra de su generación.
Tanto lo detesta que cuando va a exponer al extranjero, museos, galerías y curadores ya saben que la dichosa etiqueta está prohibida. La carga simbólica, el juego entre realidad y fantasía, entre una mirada documental y experimental, la fuerte presencia de personajes femeninos e indígenas son las constantes de su obra, que le ha valido por ejemplo el premio Hasselblad (el Nobel de la fotografía) o ser parte de las colecciones permanentes del Museo Getty en Los Ángeles o el Museo Pompidou en París.
Iturbide (Ciudad de México, 79 años) acaba precisamente de volver de la capital francesa. El museo de la Fundación Cartier le ha organizado una retrospectiva con más de 200 fotografías. Hija de una familia burguesa muy católica, ella se considera agnóstica pero fascinada por el misterio de la imaginería religiosa. Menuda y ágil recibe a EL PAÍS en su estudio, una torre baja de barro y madera rodeada de jardines interiores. Lo construyó su hijo, el arquitecto Mauricio Rocha, como un austero refugio zen.
Subiendo las escaleras, en la segunda planta la fotógrafa se sienta en un sillón sin respaldo y se acerca una mesita para posar el cenicero. Durante las dos horas largas de conversación se fumará tres cigarillos frente a una pantalla gigante donde los domingos pone a sus nietos películas de Pasolini y Tarkovskvi. Por las paredes de la torre hay angelotes y máscaras religiosas de sus viajes de trabajo por Italia, Brasil, India o Madagascar.
Pregunta. ¿Cómo está yendo la exposición en Paris?
Respuesta. Muy bien. Hay fotos mías por toda la ciudad, en el metro, en las fachadas, en algunas tiendas, por la calle. Está teniendo mucho éxito. Yo creo que porque ven allá mi obra como algo exótico. Por eso yo quise poner también fotos nuevas de las que estoy haciendo, que ya son más abstractas, de piedras, de paisajes. Incluso algunas en color, que casi no hago.
P. ¿Cómo es esa mirada exótica? Usted conoce bien París.
R. Cartier-Bresson fue mi amigo y trabajé alguna vez con él por las calles de París. Él también trabajó en la India y en México. Estuvo de hecho en Juchitán en los años 30. Si los parisinos ven sus fotos ahora dirían también que son exóticas porque los franceses son muy paternalistas y muy de poner clichés. A mí en las primeras exposiciones que tuve en París, en el Pompidou y luego en Arlés, siempre me decían que era realismo mágico o surrealismo. Y no, señor. Es que mi país es así. Pero desde que Breton llegó a México en los 30 y dijo que era surreal se quedó ese tópico. Para él Frida Kahlo y hasta Manuel Álvarez Bravo eran surrealistas.
P. Álvarez Bravo, su maestro, trabajó con Breton.
R. Yo admiro a Breton en algunas cosas, pero también era un dictador. Álvarez Bravo trabajó con él en Paris. Y por cierto algunas fotos que se usaron para la exposición se quedaron allí y se subastaron cuando Breton murió. Nunca se las regresaron. Así le pasó a Álvarez Bravo en Francia con Breton y los surrealistas.
P. Frida Kahlo también tuvo un encontronazo con él.
R. Sí, Frida regresa de exponer en París y hace un cuadro muy grande que dice “yo no soy surrealista”. Eso me encantó porque su obra era su personalidad, sus sueños, su vida cotidiana. Eso no es surrealismo ni realismo mágico, que luego lo utilizarían para la literatura y para todas las artes latinamericanas. Mira, yo leí hace mucho unos cuentos de Flaubert, esos donde el protagonista persigue a un perico y todo el rato habla de la muerte. Son mucho más surreales que todo lo que ellos nos dicen a nosotros. Pero la etiqueta siempre es para el mundo de fuera, del tercer mundo. Es una mirada colonial y racista. Eso me enoja mucho. Por eso ya saben cuando voy a España, Francia o Inglaterra que nada de real maravilloso. Insisto, México no es surrealista.
P. ¿Qué es México?
R. Un país muy complicado. Maravilloso, muy fuerte y desafortunadamente ahorita muy triste por todo lo que está pasando con el narco, con los feminicidios, con el gobierno que tenemos. Tenemos un gobierno que nos dice una cosa y hace otra.
P. Yo estoy seguro de que a López Obrador le gustan su fotografías de las comunidades indígenas.
R. Todo es propaganda. Él defiende al pueblo porque le conviene. López Obrador sí que va a lo folclórico. Me morí de vergüenza viendo a los marakames durante la toma de posesión presidencial. A muchos de ellos los corrieron de su comunidad.
P. Elena Poniatowska ha dicho que si alguien tiene el don de la dulzura es usted.
R. Ya viste ahorita que no. Estoy muy enojada con mi país.
P. Creo que se refiere a su mirada fotográfica, precisamente la antítesis del cliché exótico, más bien una mezcla de dignidad y el reconocimiento del otro.
R. Hace poco descubrí que el otro no existe. Fue hablando con el historiador y antropólogo López Austin, que desafortunadamente acaba de morir. Al otro lo inventaron los holandeses y los franceses cuando iban a fotografiar al extranjero.
P. A su fotografía también se le ha llamado antropoética. ¿Le gusta más esa etiqueta?
R. Claro, porque yo quise ser antropóloga. Y lo soy de alguna manera porque cuando estoy fotografiando estoy estudiando a cada pueblo. Porque estoy platicando con los viejos y leyendo todas las leyes. Muchos dicen que mi fotografía es política o poética o antropológica. Cuando estoy fotografiando soy íntegra y fotografío lo que me conmueve, lo que me da sorpresa. La cámara es un pretexto para conocer la vida y aprender sobre los lugares que voy. Yo me quedo en los pueblos a vivir, se crea una complicidad. Si solo vas un día es difícil.
P. Esa es la manera quizás de romper esa distancia con los otros. El hecho de ir allí, permanecer, crear vínculos.
R. Nunca les digo ponte aquí, te voy a hacer un retrato. Vivo con ellos. Están acostumbrados a mi cámara y yo puedo fotografiar lo que quiero porque se genera una confianza. Es más, si yo estoy cenando con una amiga y veo algo maravilloso, pues no voy, porque estoy con ella.
P. ¿Cómo era percibido en los setenta que una mujer viajese sola por México haciendo fotos?
R. Yo tenía 27 años y ya estaba casada y con tres hijos. Fue antes de divorciarme. Nunca me molestó nadie. Tuve la suerte de trabajar con los pueblos originarios que te cuidan y no hay competencia porque mi trabajo era independiente. Si hubiese trabajado en publicidad quizá hubiera sido más difícil.
P. ¿Diría que la fotografía le ayudó en ese camino de autonomía personal?
R. La fotografía ha sido mi terapia en muchas cosas.Tuve una hijita que murió a los siete años y mi terapia fue fotografiar a los angelitos, los niños muertos, hasta que la muerte se me apareció en un cementerio cuando estaba fotografiando angelitos. Vi a un señor que era mitad calavera porque los buitres ya le habían comido la mitad del rostro. Ahí sentí que la muerte me dijo “ya basta, Graciela”. La fotografía eres tú, lo que tu fotografía eres tú. Lo que te pasa, lo que piensas, lo que sientes cuando estás enojada, cuando estás contenta, cuando estás feliz. En los pueblos, por ejemplo, lo que sientes cuando hay complicidad y te cuidan como las juchitecas. Casi sientes que te arrullan. Te dan rico de comer. Gordas, grandes y preciosas.
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