La Condesa ‘speaks English’
Tras lo duro de la pandemia, el exclusivo barrio de la capital se ha convertido en el epicentro de cientos de turistas y residentes extranjeros que no solo le han cambiado el rostro a una colonia, han disparado los precios y a otros les han salvado el negocio
El señor Félix cuenta, mientras rebana magistralmente un mango en tres movimientos, que hace dos años por esta calle no se veía ni un alma. Que pensó entonces que lo que le faltaba a la Condesa era una pandemia. Porque el día que el gigante con pies de barro que es la Ciudad de México se meneó en el 17, Félix estaba arrastrando su carrito de frutas por el parque México. Y aquello cómo se movía. Cómo esos edificios privilegiados con vistas a los árboles se resquebrajaban y el miedo agrietó también a su gente, que se fue marchando, de a poco, con lo puesto. Algunos vendieron, las oficinas se esfumaron, otros dejaron de pagar, y los más pícaros dividieron una casa de cuatro habitaciones en ocho o nueve. Todo estaba listo, cuenta, para que al pasar lo duro de la pandemia llegaran cientos de extranjeros dispuestos a repoblar sus calles. Y él que se alegra. Y que si excuse me, Mr. Félix; y que si watermelon; y que si thank you.
Estos nuevos habitantes traen billetes verdes, que al cambio mexicano, son muchos billetes azules, morados y amarillos. Y eso que para una charola de mango con granola y miel no hace falta ni siquiera uno de esos. No hablan español, ni falta que hace. Que aquí hay gente de todo, que es una colonia muy cosmopolita, cuenta. Y que le parece muy bien. Sobre todo porque, especialmente los gringos —pues no todos los nuevos pobladores son igual— le dejan a uno que si cinco o que si diez pesitos de más. Que a muchos como él la polémica de los alquileres por las nubes le queda lejos, concretamente, en Ecatepec.
Resulta que no se ha enterado de la bronca y eso que lleva 25 años empujando un carrito con frutas por estas calles, que para bronca la del precio del limón o del mango, que le complica cada día la vida. Porque cómo les va a cobrar más de 30 pesos por un vaso de fruta. Aunque los nuevos habitantes traigan mucha feria, para un chilango hay cosas que son sagradas. Y las tortas de chilaquiles por 60 pesos siguen siendo un insulto. Esto no es Tulum.
Muy lejos de ahí, concretamente en Twitter, a una chica de Austin (Texas) se le ocurrió lanzar un mensaje a sus paisanos hace unos días: “Háganse un favor y teletrabajen desde Ciudad de México, es realmente mágico”. El texto en inglés iba acompañado de unas fotos como de revista de viajes que mostraban un pasadizo de ventanas de madera, techo traslúcido impoluto y plantas saludables. Unas imágenes que podrían ser de la capital, como también de cualquier otra ciudad del mundo. Y la red se le vino encima. Que si por tu culpa y los tuyos aquí no se puede vivir, que los alquileres están imposibles, que todo está más caro, que si con tus dólares bien podrás vivir en la Condesa o en la Roma, que si cuando vamos nosotros para allá no somos más que obra de mano baratita. Y la chica acabó pidiendo perdón y cerrando la cuenta.
En una peluquería en la Roma, una colonia pegada a la Condesa, una estilista de no más de 25 años da la bienvenida a la nueva clienta. “Do you speak English?”. La sonrisa incómoda detrás de la mascarilla era perfectamente perceptible. “¿Me habré equivocado y estoy en Arizona?”, tuvo que pensar la señora, que se quedó callada un minuto eterno. La experta en tintes de la peluquería de moda de la Roma no hablaba ni una palabra de español y a la clientela eso no solo le parecía normal, sino exclusivo, super cool. Tal y como vaticinaban en Twitter: imagínese si algo así sucediera al revés, una mexicana sin saber nada de inglés en el mejor salón de belleza de Nueva York.
Lo que antes era una vecindad en la calle Córdoba, ahora se llama coliving. La original consistía en un edificio de departamentos generalmente con un patio interior —acuérdese de El Chavo del Ocho— que favorecía la interacción irremediable con los vecinos. Una vecindad era un barrio, un signo de pertenencia, para nada un símbolo de estatus. La nueva versión ofrece cuartos por 12.000 pesos (unos 600 dólares) al mes. En México el salario mínimo no da ni para pagar un pedazo del patio de esa casa.
Un guardia de seguridad privada que custodia la entrada a la vecindad no se explica cómo sale tanta gente de ahí dentro. Un edificio modesto de la colonia Roma que los nuevos propietarios han agujereado para hacer más habitaciones y, por tanto, sumamente rentable. Por un departamento de tres cuartos, con un salón-cocina y balcón compartido, de no más de 100 metros cuadrados le ganan en total casi 2.000 dólares. Unos precios europeos o estadounidenses que pocos mexicanos se pueden permitir. Y los espacios como este se han multiplicado, las páginas de alquiler advierten del efecto mariposa: ya es casi imposible alquilar algo decente de menos de 1.500 dólares en esta zona.
Que la Condesa o la Roma eran barrios caros (en general), gentrificados por europeos y mexicanos con dinero, ya se sabía. Pocos habitantes del México destruido con otro temblor, el del 85, esperaron que se volviera a repoblar con la misma fiereza después de que la tragedia lo convirtiera en un cementerio. Pero igual que con el terremoto de 2017, se levantó a fuerza de concreto y ventanales. Y ahora empujada con el teletrabajo de miles de extranjeros y la falta de restricciones con la pandemia: aquí se puede pasear sin mascarillas, comer, cenar y salir de fiesta como si la covid apenas fuera un mal recuerdo, una pesadilla lejana.
Su ubicación privilegiada, a 15 minutos del centro, a 10 minutos del corazón financiero o a cuatro pasos del coworking, sus parques inmensos y bulevares tropicales, además del surtido infinito de restaurantes, cafeterías, bares y exclusivas tiendas, la han vuelto a convertir después de cada tragedia en la zona más deseada para algunos y poco accesible para la mayoría. La pandemia y la asfixia de las grandes urbes en Estados Unidos y en Europa por los toques de queda y cierres de negocios han disparado su atractivo.
Y en las terrazas corren las carísimas tablas de quesos, idénticos y muchos insípidos —confirma la reportera manchega que escribe— a la sombra de fresnos centenarios, jacarandas, hules. Y lucecitas tono amarillo cálido, que han unificado el color de la noche en el barrio al de cualquier otra ciudad de moda, boho-chic. Vuelan las raciones de quesos con uvas y no de tacos y salsas, junto a copas de vino tinto y risas, y ropa de verano y gafas de sol, no importa que sea todavía invierno o ya de noche. Y en este rincón del mundo sin mascarillas, se arremolinan al calor de los taninos —después será con los negronis— como en una ofrenda a Baco.
Pero incluso en esta esquina, México resiste. La fiesta se interrumpe de vez en cuando por el soplido del inframundo de los camotes a 20 pesos. Por la campanita del camión de la basura que anuncia a los vecinos que: o bajan sus bolsas, o ahí se quedan. Habrá queso brie, pero jamás contenedores. Y el olor de café y pan dulce del señor de la bicicleta, que espera a que a alguno de estos nuevos habitantes se le antoje un postre de camino a casa. Y seguro, un centenar de mexicanos pobres que desfilan por sus mesas para vender cualquier cosa y sobrevivir: lámparas, gardenias, máscaras, libros, mantas, “le limpio su coche”, “le vendo cigarros”. Y, si se anima la cosa, ¿por qué no? Una fusta de piel.
El señor Félix se marcha hacia el frondoso parque España empujando su carrito de frutas. En la peluquería Le Parisien han aprendido a saludar en inglés, después de 50 años recortando barbas y arreglando patillas a oficinistas que en sus horas libres cruzaban la calle y se convirtieron en los clientes más fieles. Después de que estos se fueran y que por las calles no se viera un alma, la colonia ha cambiado el rostro. Speaks English. Y lo que para algunos ha supuesto el exilio a barrios más baratos, más tranquilos, a otros les ha salvado el negocio.
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