Xoco no se vende: la rebelión vecinal contra los rascacielos de lujo en Ciudad de México
Los vecinos del pueblo escalan su lucha contra el proyecto inmobiliario Mítikah ante el súbito encarecimiento de esta zona de la capital
A sus 74 años, Lydia Suárez acaba de cortar una avenida de cinco carriles con un tropel de vecinos. Los carros han tenido que frenar de golpe para no llevárselos por delante. “¡Llamen al alcalde!”, grita enfadado el conductor de una camioneta. Es hora punta en Ciudad de México. “No me da miedo. Soy capaz de tirarme en el piso por mi pueblo”, dice ella vestida con un suéter rosa y mocasines con herraje. No recuerda bien su número de celular, pero hay un lema que se sabe de corrido: “¡Xoco no se vende, se organiza y se defiende!”.
Cuesta imaginar un pueblo en plena megalópolis. Y, sin embargo, allí está, a la vuelta de la esquina, insiste Suárez: “Xoco es pueblo, mi pueblo”. Mientras avanza hacia la avenida Río Churubusco entre policías y manifestantes, la vecina se pone a recordar. En el cruce, donde el supermercado, pasaba el riachuelo que da nombre a la avenida. Hace más de medio siglo, antes de que la ciudad lo engullera todo, salía corriendo de la escuela para hacer barquitos de papel con las hojas de los cuadernos. La corriente se los llevaba despacito. Quién no lucha por recuerdos así, viene a decir Suárez. Levanta la cabeza hacia un rascacielos de 60 pisos al que llama El Monstruo y afirma: “Ahora nos están encajonando”.
Ajeno al barullo, el protagonista de la manifestación se alza impasible. En este momento de la tarde, sus cristaleras reflejan una luz amarilla de invierno. Mítikah es el mayor proyecto inmobiliario de la Ciudad de México y un himno a la exclusividad: club de playa con hamacas en la azotea, área de juegos infantiles, business lounge. El complejo también incluye centro comercial y edificios de oficinas. La torre, la más alta de la capital, lleva la firma de César Pelli, autor de virguerías como las Torres Petronas de Kuala Lumpur y está cerca de terminarse. Fibra Uno, su propietario, ha previsto una inversión de 20.000 millones de pesos, unos 900 millones de dólares.
A sus pies, Xoco. Son 0,6 kilómetros cuadrados donde todavía se respira pueblo: calles estrechas, casas bajas de adobe y techo de lámina, los señores que se sientan en una esquina a echar la plática de la tarde, saludos de la gente que se cruza... Algunos son vecinos de quinta o sexta generación cuyos antepasados llegaron a este rincón del Valle de México para trabajar en las huertas de flores y hortalizas regadas por el cercano río Churubusco.
Últimamente, también hay carteles de “Se vende depto. nuevo”. En una década, se han levantado ocho torres con más de 15 niveles. El predial es 10 veces más alto que hace veinte años y Mítikah ha dado la puntilla. Los vecinos temen que el complejo encarezca aún más la vida. Xoco se enteró del proyecto por unos folletos que anunciaban una “unidad habitacional” y no fue consultado por las autoridades antes de que Mítikah arrancara en 2008. La chispa prendió en 2019 cuando la constructora taló 80 árboles. Fue una de las primeras veces en que los vecinos interrumpieron el tráfico.
El último corte viene por el cierre de Real de Mayorazgo, la principal vía de acceso a Xoco. Mítikah está construyendo un “espacio arbolado” que une dos predios de su complejo a cada lado de la calle. Lo donará a la capital, pero la Asamblea del Pueblo de Xoco no se fía y teme que se termine privatizando. En noviembre, presentó un amparo para parar las obras aduciendo que deberían haber hecho la consulta previa que se aplica a los pueblos indígenas. El juicio sigue su curso.
Un día después de la protesta, Álvaro Rosales se acerca al tapial y hace visera con la mano. “Ya quitaron el árbol que se había salvado”, dice señalando allí donde una excavadora amarilla hace maniobras. El presidente de la Asamblea, de 62 años, sigue al milímetro los avances. En el último medio año él y otros vecinos han derribado tres veces los tapiales a golpe de martillo.
“Mítikah quiere unir los dos predios para que sus departamentos sean más caros. Nosotros queremos que dejen la calle como estaba. Lo hemos platicado con el Gobierno pero nos ha dicho que la plaza no es negociable”, afirma Rosales. “¿Jefe, van a cerrar otra vez la calle?”, interrumpe un conductor de una micro estacionada a unos pasos. “No, no, tranquilos”, le asegura él. Aquí lo conoce todo el mundo.
Frente a las dudas vecinales, la directora de Evaluación de la Secretaría de Medio Ambiente Lilian Guigue asegura que el espacio será “completamente público” y destaca las obras que Mítikah se ha comprometido a pagar por el impacto del proyecto. La polémica plaza es una, pero también está la rehabilitación de la iglesia, la reconstrucción del centro de salud y la ampliación de calles. 475 millones de pesos en inversión prevista. “Lo nunca visto”, valora Guigue, aunque lamenta la falta de consulta al autorizar el proyecto: “Los desarrolladores deberían estar considerando cómo incluir a los vecinos y no cómo expulsarlos”. Mítikah no ha respondido a la solicitud de entrevista de este periódico.
Siguiendo por Real de Mayorazgo, uno se adentra en el corazón de Xoco y empiezan a aflorar las divisiones. La iglesia de San Sebastián el Mártir, del siglo XVII, luce fachada de ladrillo y piedra recién restaurada y el atrio, baldosas nuevas. Se ve raquítica delante del centro comercial de Mítikah; una miniatura virreinal a punto de ser tragada por la ola de cemento y cristal. El mayordomo, responsable de atender la iglesia y organizar las fiestas, se acerca a abrir la reja con un trapo color morado en la mano. Manuel Hernández, de 44 años, estaba pegando al barbudo patrón de Xoco a un pedestal de madera.
-“Nos están regalando unos nichos”, anuncia Hernández al saludar, apuntando al grupo de obreros que cava unos hoyos.
-“¿No se va a pagar nada?”, pregunta Rosales sorprendido.
-“Nada, regalados. Solo la tapa. Mítikah namás quería hacer el atrio pero yo les puse como condición los nichos”.
Su abuelito, recuerda, quedó sepultado “a la mitad” de la avenida Río Churubusco cuando fue abierta encima del cementerio del pueblo. No quiere que vuelva a pasar. Hernández calcula que 600 vecinos podrán ser enterrados allí. Los quiere reservar para los “originarios”, el puñado de familias que vive en Xoco desde principios del siglo XX, y establecer una cláusula para impedir que se los vendan a otros. “Hace nueve años éramos 3.500 habitantes. Con City Towers [otro conjunto de rascacielos] ya somos 14.000″, añade Rosales. Aunque todavía no está inaugurado, Mitikah contempla 12.789 espacios de estacionamiento.
En su día, Hernández se opuso al proyecto y armó jaleo cuando, por las obras, se abrió una cicatriz en el muro detrás de San Sebastián. Ahora siente que no hay manera de frenarlo y quiere aprovechar las circunstancias. El mayordomo entra por la sacristía, señala el techo de bigas y dice: “Allí arreglaron unas humedades. Cualquier cosa que les he pedido Mítikah me lo ha dado”. La empresa ha pagado la conexión a la red eléctrica y reparado el interior. “Nadie está de acuerdo con la torre. Nada te va a compensar al 100%, pero el daño ya está hecho. Que paguen y que se quede un pellizquito en Xoco”, afirma. “Ese es mi dicho”.
En la casa de adobe de Lydia Suárez
Mientras Hernández termina los últimos preparativos antes de la misa, Lydia Suárez se alista para la reunión de la Asamblea, donde se va a comentar la protesta del día anterior. Vive en una casita de adobe que el padre de su esposo compró por seis vacas y 20.000 pesos en efectivo cuando Xoco todavía estaba rodeado de campos de frijol y maíz. Los ladrillos de adobe se marcan detrás de la pintura blanca con líneas marrones de la humedad. Cada cuatro meses tienen que volver a pintar. Hace frío en la casa. “Sobre las 14.00 El Monstruo nos tapa el sol”, dice Suárez.
Desde la ventana de la sala, al levantar la cortina bordada, se ve la torre acristalada donde el penthouse con alberca ronda los 27 millones de pesos. La revalorización de los terrenos de Xoco ha elevado los impuestos del predial. El esposo de Suárez saca de un armario de madera el recibo que acaban de pagar con los otros tres hermanos que comparten el terreno: 35.584 pesos. En los noventa pagaban 3.500 y así se mantuvo durante muchos años. A partir del 2000, cuando empezó el boom de la construcción, aumentó a 7.000, luego a 9.000 y así hasta hoy. “Imagínate cómo va a subir cuando funcione Mítikah”, señala Suárez. Ella y su esposo cobran 7.400 de pensión al mes entre los dos.
No es la única preocupación. Suárez tiene un garrafón naranja junto al lavadero de la cocina por si de repente se va el agua. Abre el grifo y empieza a caer un hilillo. “Mira qué poca”, dice. “Nunca padecíamos de agua hasta que llegó City Towers. Ahora ocurre dos o tres veces a la semana”. Como parte del acuerdo con el Gobierno, Mítikah ha construido un pozo de 400 metros de profundidad para abastecer la zona, pero el temor ya está presente.
Hay lecciones que aprender del caso de Xoco, reconoce Lilian Guigue. “Los desarrolladores están obligados a hacer obras de mitigación desde que les autorizan, pero lo dejan al final. Deberíamos invertir los papeles, que paguen las medidas primero y luego empiecen el proyecto”, apunta. “Sé por qué están enojados los vecinos. Llevan 15 años soportando una construcción al lado de sus casas. Claro que ya no les creen, les han vendido mentiras”.
Suárez llega a la reunión de la Asamblea cuando empieza a oscurecer. La mole de una torre planea sobre el cónclave de una veintena de xoquenses bien abrigados. Es en un parque infantil donado por una desarrolladora que, a su vez, se lo compró a la familia Jiménez por 12 millones de pesos hace cinco años. Jorge Jiménez, que tiene una casa al lado del predio de sus abuelos, recibió hace poco una oferta de Tecnocasa por 18 millones, seis más de los que ofreció la constructora en su momento. Los precios suben rápido, pero él no ha vendido. “Vendemos y ¿a dónde nos vamos? Estamos arraigados y además escriturar cuesta una lanota”, señala.
La agenda de la reunión incluye la protesta del día anterior y las novedades del amparo. Muy rápido, sin embargo, surgen los recuerdos. De cuando los vecinos colgaban las jaulas de sus canarios en la pared de la Iglesia para que le cantaran a San Sebastián durante la vigilia. O de cuando en época de matanza un cochino se escapó y sus chillidos llenaron las calles enlodadas de Xoco. Sentados en círculo, todos ríen, jóvenes y mayores, y eso parece un pueblo otra vez.
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