Las comunidades pobres de Campeche intentan adaptarse a la reapertura de las escuelas
Las familias tendrán que asumir el costo del gel antibacterial y otros artículos de limpieza tras el reinicio de las clases presenciales. En las escuelas, las madres toman la temperatura y garantizan el lavado de manos de sus hijos
Es una mañana sin descanso para Aracely Muñoz, de 35 años y habitante de Canasayab, una ardiente aldea perdida entre los cañaverales de Champotón, municipio localizado a 80 kilómetros al sur de la ciudad de Campeche. Muñoz madrugó este martes para cocinar el desayuno de esposo e hijos, limpiar la casa y prepararse para asistir a la escuela, no porque vaya a estudiar, sino porque estará a cargo del protocolo de higiene impuesto por las autoridades educativas tras la reapertura, el lunes, de los planteles. Sus labores consisten en estar bajo el sol abrasador midiendo la temperatura de los niños que ingresan a la escuela primaria Venustiano Carranza, verificar el correcto lavado de manos y la aplicación del gel antibacterial antes de ingresar al salón y la sanitización de los pupitres. “Realmente se siente la presión, porque a esta hora [11.00 de la mañana] debería estar preparando la comida, porque mi esposo trabaja en el campo y regresa con hambre. Esto cambia nuestra rutina diaria, pero hay que apoyar siempre que sea por la educación de los niños”, dice resignada Aracely mientras consulta su reloj de mano.
La llamada nueva normalidad impuesta como condición para abrir las escuelas ha trastocado la vida de estas comunidades aisladas y carcomidas por la pobreza. Aquí la conectividad no existe, por lo que a los niños se le complicaba poder acceder a las tareas que eran enviadas por servicios como WhatsApp. Los maestros, preocupados por el rezago educativo, visitaban una vez a la semana la comunidad para entregar las tareas, pero el estudio recaía en los muchachos y sus padres, siempre ocupados en la lucha diaria de sobrevivir o incapaces de entender las asignaciones. “La educación en la casa se me hizo estresante”, admite Aracely, cuya hija Mariely, de 11 años, cursa sexto grado en la Venustiano Carranza. Su otro hijo, Jonathan, de 14 años, cursa tercero de secundaria, pero las escuelas de secundaria aún no han abierto. “A veces los niños no entendían la tarea y como yo no estudié me preguntaba: ‘¿y ahora qué hago?’. La niña hasta lloraba y yo no sabía cómo explicarle. Se me hizo todo muy complicado. Qué bueno que abrieron las escuelas, porque aquí vienen los maestros y se encargan”, cuenta.
Sobre esta mujer pesa la falta de educación. Recuerda sentada en un pupitre de la escuela que su padre le negó el estudio, al asegurarle que las mujeres solo quieren ir a la escuela para después largarse. Estuvo condenada al trabajo en casa, que se repite al formar su propia familia. Cuando se anunció la reapertura de las escuelas ella respiró, pero su marido se opuso a que los niños regresaran, recelo que se mantiene. “Pero le dije que hay que apoyar a los niños, que hay que echarle ganas”, afirma Aracely.
Canasayab es una comunidad de menos de 500 habitantes. La gente vive de la faena en el campo, limpiando terrenos para los cultivos o pastoreando borregos. Es lo que hace Alex, de 11 años y quien cursa quinto grado, aunque no sabe leer ni sumar correctamente. Al niño la escuela no le interesa. Lo suyo, dice, es pastorear sus seis borregos. Bueno, Alex dice tener seis borregos, pero su maestro pregunta cómo sabe que es esa cantidad. Entonces Alex los enumera por sus colores: el negrito, el pinto, el café... “¿Viste?”, dice el maestro. “Debes venir a la escuela para saber cuántos tienes”.
Quien habla es Abel Trinidad Giménez, de 54 años y 28 como docente. El hombre suda a chorros, el tapabocas empapado. Se ve que sufre con la cara toda cubierta, porque también lleva una careta de plástico. Imparte clases de primero, segundo y tercer grado y esta mañana, además, se encarga de que se cumpla a cabalidad el protocolo de higiene. “Hace una semana conversamos con los padres para que conocieran las nuevas medidas, vinieron a apoyar en la limpieza de la escuela y las mamás están disponibles a tiempo completo; dejan sus quehaceres para apoyar en la educación de sus hijos”, explica el profesor.
A esta escuela asisten 38 niños, pero no todos pueden estar en un solo turno de clases, por lo que se han dividido en pequeños grupos de cuatro por cada una de las dos aulas. Un grupo asiste a partir de las ocho de la mañana y el siguiente llega a las 11. Los lunes les toca a los estudiantes de primero a tercero y los martes a los de cuarto a quinto. Los viernes llegan los niños más rezagados. “Es una situación que no esperábamos, aunque yo estoy bastante emocionado. He visto que los niños que antes del cierre de la escuela iban bien adelantados, ahora han bajado su nivel debido a la educación a distancia, porque se les dificultaba seguirla. No vamos a comenzar bien, pero haremos todo para apoyarlos”, confiesa el maestro.
La escuela sufre muchas carencias. Los padres se quejan de lo sucio de las paredes. Falta el agua, por lo que no sirve de nada el bebedero que instaló la Secretaría de Educación Pública (SEP) dentro del Programa Nacional de Bebederos Escolares. Los chicos deben llevar de sus casas el agua que tomarán. También falta la energía, por lo que la mayor parte del tiempo no funcionan los abanicos de techo que ayudan —si funcionaran— a paliar el intenso calor. “Los niños piden permiso para ir al baño, pero los que salen no quieren entrar por el calor”, admite Trinidad. Los chicos también están obligados a llevar cubrebocas y careta. Además, los padres deberán encargarse de la compra de todos los materiales de higiene que requiere la nueva normalidad una vez que se agoten los que entregó la SEP, una nueva carga para ellos en un lugar donde se cobran 150 pesos (unos siete dólares) al día por jornada en el campo.
La misma situación se repite en las otras escuelas de aldeas cercanas. En la Justo Sierra Méndez, de la comunidad Cañaveral —localizada a una hora en coche de Canasayab—, Claudia Hernández, de 26 años y madre de cuatro estudiantes está a cargo del proceso de desinfección de los niños. Admite que con eso y el trabajo en el hogar “es bastante”, pero lo hace para que sus hijos puedan llegar a tener una profesión y romper con el círculo de pobreza. “Hoy dejé listo todo temprano para poder venir a la escuela. Mis hijos extrañaban la escuela”, afirma.
Las familias —principalmente las madres— y maestros de estas aldeas muestran un compromiso con la educación que conmueve. José Cauich tiene 46 años y 23 como docente, 10 de ellos en la Justo Sierra Méndez. Él y su colega, Concepción Uc, son de otros municipios y pasan la semana acá para garantizar las clases. José duerme en una de las dos aulas: cuando la jornada termina aparta los pupitres e improvisa su dormitorio. A Concepción le da posada una familia. “Nos sentimos emocionados por retornar. Esto es una muestra de la importancia que tiene la labor del maestro, porque al tener a los niños frente a nosotros podemos apoyarlos. Esa interacción es fundamental para ellos y su aprendizaje”, afirma el profesor tras dejar una asignación de matemáticas a las tres niñas que esta tarde asisten a la escuela. “Sabemos que tenemos que lidiar con todo este protocolo”, explica Cauich al ver a sus alumnas sofocadas con el rostro cubierto. Y continúa: “Pero es importante para que esta nueva normalidad no se vea trastocada y tener que cerrar las escuelas de nuevo. Eso sería una verdadera tragedia”.
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