Carta a mi hijo con discapacidad: se cumple mi deseo convertido en plegaria... ¡Feliz 18º cumpleaños!
Si pudiera hablar con el yo de antes de que nacieras, le diría que la vida va a golpearlo, que su mayor enemigo no será tu enfermedad, sino el miedo, pero que va a descubrir un amor que le enseñará a pelear sin garantías de victoria


Querido Alvarete,
¡Felicidades! 18 años ya. Recuerdo perfectamente el día en que yo los cumplí, la charla con tu abuelo sobre la responsabilidad y el regalo que me hizo: un llavero hecho con una moneda de un dólar. “Guárdalo bien”, me dijo, “porque un día lograrás lo que te propongas”. Entonces pensé en cosas simples: en la llave de mi primer coche, en la llave de mi independencia… Pero la vida me enseñó que ese regalo representaba algo más grande: la lucha, la perseverancia, la fe en el futuro, incluso cuando el futuro se vuelve incierto.
Al verte cumplir 18 años, pienso en aquel llavero y en lo que realmente significa. Tú eres mi mayor logro, mi mayor batalla, mi mayor victoria. Me gustaría poder hacerte un regalo como aquel, algo que simbolizara la promesa de que, aunque la vida nos ponga obstáculos, los superaremos juntos. Pero sé que no hace falta, porque tus abrazos y tus miradas me dicen que seguimos en pie, que seguimos luchando, seguimos soñando.
Cuando naciste, tenía grandes sueños para ti. Algunos eran los míos incumplidos, otros los que cualquier padre proyecta en su hijo. Pero, cuando enfermaste, esos sueños se derrumbaron como un castillo de arena ante la marea. Todo lo que antes parecía importante se desvaneció, y solo quedó un deseo: que llegaras a cumplir 18 años. Lo veía tan improbable que se convirtió en mi única plegaria. Ahora que hemos alcanzado esa meta, miro hacia adelante y siento vértigo. Hemos llegado a la cima, pero el sendero que sigue es más estrecho, más incierto. A veces, temo que un paso en falso pueda hacer que caigamos. Pero no estamos aquí para temer el precipicio. Estamos aquí para seguir avanzando.
Sigo viendo en mi mente a ese niño que me sonreía, que me decía “papá” y con el que corría por los pasillos de casa jugando al pillapilla. Nos podíamos pasar horas y horas. Recuerdo aquel esquijama azul, que tanto te gustaba, con Winnie the Pooh en el pecho, el dominio con el que tomabas las curvas del pasillo deslizándote ágilmente sobre la tela de tu pijama, y yo detrás de ti, corriendo a cuatro patas, advirtiéndote entre risas: “¡Si te pillo, te cojo, te como la nariz…!”. Y cuando te atrapaba, te atragantabas de risa hasta que, en un arrebato de emoción, antes de que pudiera reaccionar, me mordías tú primero la nariz. ¡Qué felicidad! Lo que daría por revivir aquellos momentos…
Si pudiera hablar con el yo de hace 18 años, me lo imaginaría como un guerrero iluso antes de la batalla, convencido de que su escudo es irrompible, de que su espada es suficiente. Le diría que no, que la vida va a golpearlo con una fuerza que no conoce. Que su mayor enemigo no será la enfermedad, sino el miedo. Pero también le diría que va a descubrir algo más poderoso que el dolor: el amor. Un amor que lo sostendrá en cada caída, que le enseñará a pelear sin garantías de victoria, pero sin rendirse jamás. Sin embargo, me alegro de que ese encuentro no pueda dar lugar. Porque la suerte del hombre se forja en la fragua de la incertidumbre. Adelantar el futuro sería robarle la oportunidad de descubrir, de luchar, de sorprenderse. En definitiva, de vivir.

Cuando nos dieron tu diagnóstico, mi mayor miedo era que empezaras a retroceder y que yo no pudiera ayudarte. Con el paso de los meses esa preocupación se fue desvaneciendo, absorbida por la inmediatez del día a día. Me ilusionaba al escuchar tus primeras palabras, al verte dar tus primeros pasos… Y, sin darme cuenta, vivir el presente se convirtió en la mejor manera de olvidar mis miedos.
Hoy hay algo que me aterra más que la enfermedad: que el cansancio me venza. Que un día el dolor se vuelva rutina y deje de estremecerme. Que mis fuerzas flaqueen hasta el punto de mirarte y no sentir el mismo ardor en el pecho. Que la desesperanza me convierta en una sombra de lo que fui. Pero no dejaré que eso pase. Porque cada vez que me sonríes, cada vez que me abrazas, sé que sigo en pie. Y mientras siga en pie, seguiremos luchando.
He atravesado muchos momentos duros en estos últimos 18 años, pero ninguno tan devastador como el día en que escuché por primera vez tu diagnóstico. Saber que tu pequeño cuerpo estaba lleno de tumores, y que yo no podía hacer nada, me sumió en la oscuridad. Otro golpe brutal llegó cuando aquella psicóloga nos dijo, con frialdad, todo lo que nunca podrías hacer. Tal vez lo más doloroso no fueron sus palabras, sino la ausencia de esperanza en su voz. Porque sí, su análisis era correcto, médicamente impecable, basado en lo que la ciencia dicta, pero se equivocó en lo esencial: ignoró el amor. Lo que no dijo es lo que realmente ha marcado nuestra historia. No habló de la felicidad que nos has dado, de lo bueno que vendría, del amor inmenso que has derramado en nuestras vidas. Ella solo vio la enfermedad; yo, en cambio, he visto la vida.
Me atrevería a decir, sin lugar a dudas, que los momentos felices han superado a los tristes. Cada vez que me sonríes, que me envuelves en un abrazo, que estallas de alegría agitando los brazos o que me miras con esos ojos que lo dicen todo, me siento el hombre más afortunado del mundo. Porque sé que me quieres, y nadie en este mundo me ama como tú. Tu amor tiene una pureza que no he encontrado en ningún otro lugar, un amor sin condiciones.
Y eso es lo que más me has enseñado en estos 18 años: qué es realmente importante. Antes de ti, pensaba que el éxito tenía que ver con títulos, con logros, con reconocimiento. Hoy sé que el éxito es poder disfrutar de la gente que quieres. Que no hay carrera más valiosa que la que nos lleva a amar. Tú me has enseñado eso.
Gracias a ti he cambiado. Antes de tu enfermedad era un gilipollas. Algunos que me quieren dirán que exagero, otros pensarán que sigo siéndolo, pero la verdad es que ahora veo la vida de otra manera. Valoro los pequeños momentos, el poder estar con mis seres queridos. No busco el éxito ni la gloria terrenal, sino la felicidad y el amor. Y eso me lo has enseñado tú. Lo triste es que para ello tuvieras que enfermar. Dichosos aquellos que saben valorar lo bueno de la vida sin haber tenido que pasar por la penumbra.
Hoy cumples 18 años y sigues siendo mi niño, pero también mi maestro. Me has enseñado lo que realmente significa vivir, sentir y amar sin reservas. No sé qué nos deparará el futuro, pero sí sé una cosa: pase lo que pase, seguiremos avanzando. Porque mientras haya amor no habrá rendición. Y mientras estés tú, habrá esperanza.
Te quiero,
Papá.
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