Móviles y adolescencia: ¿y si hubiese un término medio entre la prohibición y la barra libre?
Somos una generación bastante más preparada que la de nuestros padres para hacer frente al reto mayúsculo que implican los ‘smartphones’ y las redes sociales, para explicar a nuestros hijos las potencialidades y los riesgos de la tecnología
Está generando mucho revuelo informativo en los últimos días el éxito de participación de un chat de WhatsApp, creado por varias familias de Barcelona, para intentar retrasar lo máximo posible la llegada del primer móvil a las manos de los niños y niñas. No seré yo quien critique esta iniciativa, pues siempre me ha parecido una aberración que el smartphone se haya convertido en el regalo estrella para niños y niñas de entre ocho y diez años. Y, en la medida de lo posible, intentaré postergar todo lo que pueda —aliándome si es necesario con otras madres y padres del colegio— la llegada del primer smartphone a las manos de mis hijos.
Aunque mi hija mayor firmó en una servilleta que no tendría un móvil con conexión a internet hasta los 16 años, mi lado racional y realista me dice que será una quimera alcanzar el ambicioso objetivo que se marcaba el psicólogo clínico Francisco Villar en su artículo de opinión Hay que prohibir los móviles hasta los 16 años, publicado en el suplemento Ideas de EL PAÍS el pasado 22 de octubre.
Tremendamente oportunas en el tiempo, en los últimos días se han publicado en este mismo diario dos columnas que hablan de adolescencias digitales y que aportan una mirada comprensiva y compasiva, intentando quitar un poco de hierro a la preocupación que cada vez más genera el binomio smartphone-adolescencia.
Explica la escritora Nuria Labari en su artículo que una publicación de Instagram y las respuestas que propició le hicieron recordar “lo dolorosa” que ha sido siempre la adolescencia, también cuando esta era analógica. Según la autora, los adultos hemos sentenciado que el gran problema de los adolescentes es el móvil, mientras a su vez hemos dimitido de la responsabilidad de acompañarlos en el padecimiento de sus dificultades, olvidándonos por el camino de que su problema “ha sido y sigue siendo el dolor (…) y que el origen de este no es otro que la propia vida”. En la otra columna, el también escritor Galder Reguera rememoraba el “enganche” que tuvo con 18 años al juego de PC Championship Manager, al que dedicaba horas y horas que, evidentemente, robaba a los estudios. Con el tiempo, escribía, ha considerado que aquel vicio a la pantalla fue “una necesidad” que le ayudó a afrontar de alguna manera el miedo que tenía a la vida.
A raíz de esta producción periodística alrededor de las pantallas me ha dado por pensar que quizás parte del problema resida en que hoy, por regla general, tenemos a los hijos siendo ya demasiados mayores y que la diferencia de edad con ellos abre una brecha generacional insalvable que nos hace vivir su adolescencia —y la presencia de la tecnología— con agobio y ansiedad. En ese sentido, se me encienden todas las alarmas cuando escucho a alguien decir que somos la primera generación de madres y padres que nos enfrentamos a algo así. Pienso en la generación de mis padres, que metieron en casa —en nuestras habitaciones, para ser más exactos— un ordenador cuando apenas contábamos 12 o 13 años y poco después le añadieron un módem de 56 kbps que nos permitía navegar (a pedales) por internet. No tenían idea nuestros padres de cómo funcionaba un ordenador. Tampoco de qué era internet, de qué ventanas abría a sus hijos, de a qué peligros se exponían —la profesionalización de la paternidad aún no había llegado—. Nos compraban el ordenador porque era sinónimo de modernidad, porque todos nuestros amigos lo tenían (ese argumento siempre infalible), porque, supuestamente, era necesario para los estudios.
A la hora de la verdad, sin embargo, a nivel académico lo utilizábamos poco. Lo que más hacíamos era conversar con desconocidos en los chats de Terra, descargarnos música en el Emule, entrar a las primeras y paleolíticas webs porno para ver fotos eróticas (descargar vídeos era una quimera), intercambiar nuestras direcciones de correos de Hotmail para chatear por Messenger (la antesala de WhatsApp) o a jugar, como Galder Reguera, al PC Fútbol o al Hattrick. Sería imposible contabilizar todas las horas de mi adolescencia que dediqué a todos estos menesteres. Si cotizasen, es posible que ya pudiera jubilarme.
Por si esto fuese poco, antes incluso de cumplir los 16 años nuestros padres pusieron en nuestras manos los primeros móviles, aquellos del tamaño de un zapato de talla 45. También porque eran sinónimo de modernidad, como una forma de tenernos localizados y, ya se sabe, porque todos los demás lo tenían. Es cierto que aquellos móviles no tenían ni una milésima parte del alcance que tienen los dispositivos actuales, pero recuerdo echar horas jugando al juego de la serpiente del Nokia o dedicar mucho tiempo a inventar formas de reducir el número de caracteres para poder decir más en menos espacio (y pagar menos, claro) en los SMS que mandábamos. ¿OsAcordáisDeEscribirAsí?
Recuerdo recibir y contestar mensajes en clase, hacer fichajes para mi equipo de Hattrick durante aquellas asignaturas prácticas en las que disponíamos de un ordenador por alumno. Y recuerdo, sobre todo, a mi madre entrando una y otra vez a mi habitación y preguntándome, al verme con la cabeza metida en la pantalla, si no tenía que estudiar o si no pensaba irme a dormir (dependiendo de la hora que fuese); y yéndose luego, supongo que poco convencida, cuando yo le contestaba que había parado un momento para descansar.
No se resintieron mis notas por ese uso sin control de la pantalla, tuve una adolescencia (que seguramente he idealizado) que recuerdo con cariño, y salí de ella y de la sobredosis de pantalla vivo y más o menos funcional —como, por lo demás, el resto de mis amigos y amigas—. Es cierto que, como reconoce también Labari, los teléfonos inteligentes lo vuelven todo más difícil, pero creo que somos una generación bastante más preparada que la de nuestros padres (nosotros estamos familiarizados con la tecnología, aunque no seamos siempre el mejor ejemplo) para hacer frente a este reto mayúsculo. Para explicar a nuestros hijos las potencialidades y los riesgos de esta tecnología, para, a partir de determinada edad que consideremos responsable, ponerles límites sin necesidad de prohibir; y, sobre todo, como afirmaba Reguera, para pararnos a recordar que nosotros también fuimos adolescentes y, a partir de ese recuerdo, empatizar con ellos y acompañarles emocionalmente en su (doloroso o no) tránsito a la adultez. Ya lo dejó por escrito Manuel Jabois: “Crecer es una traición”.
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