Los BRICS+ frente al G-7: un balance de fuerzas
El grupo de los países emergentes gana peso, pero el cisma entre los no alineados y los antagonistas de Occidente le resta capacidad de acción. El bloque occidental mantiene una primacía económica y exhibe mayor cohesión, pero Trump puede quebrarla
Los líderes del grupo BRICS+ celebran estos días en la ciudad rusa de Kazán una cumbre que se produce la misma semana en la que el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) desarrollan su conferencia anual en Washington. Casual o no, la coincidencia...
Los líderes del grupo BRICS+ celebran estos días en la ciudad rusa de Kazán una cumbre que se produce la misma semana en la que el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) desarrollan su conferencia anual en Washington. Casual o no, la coincidencia subraya la tensión subyacente entre los BRICS+ y el bloque occidental que ha plasmado el orden mundial de posguerra, tras la Segunda Guerra Mundial, y del cual las instituciones de Bretton Woods son símbolo. Los BRICS+ reclaman un nuevo orden, y esa reivindicación va dirigida esencialmente a las economías avanzadas occidentales aglutinadas en el G-7. Ante ese escenario, tiene sentido preguntarse cuál es la relación de fuerzas entre los dos grupos.
La respuesta a esa pregunta es compleja. Sin duda, es posible radiografiar datos económicos o demográficos que ilustran algunas medidas del tamaño de cada una de las agrupaciones. La reciente ampliación del grupo de los emergentes que ha sumado nuevos miembros (Irán, Egipto, Etiopía, Emiratos Árabes) a los ya establecidos (Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica) ha incrementado el peso del mismo. El G-7 permanece en el mismo perímetro desde la salida en 2014 de Rusia (EE UU, Canadá, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia e Italia, a los que se suman la Comisión y el Consejo de la UE). Ese tipo de comparativa ofrece claves de interpretación de interés.
El PIB conjunto de los BRICS+ sigue siendo inferior al del G-7 —un 26% del total mundial frente a casi un 43%—, pero lo supera si se calcula con paridad de poder adquisitivo —un 35% frente a casi el 30%—, según datos del FMI. La superioridad demográfica es evidente —un 43% de la población mundial frente a aproximadamente un 9%— y también lo es la disponibilidad de recursos energéticos, sobre todo si se confirmara formalmente la incorporación de Arabia Saudí.
En términos comerciales, el G-7 sigue siendo superior, con exportaciones de bienes y servicios que suman un 31% del total mundial, frente al 17% de los rivales, según datos del BM. La dominación occidental en el sector monetario también es evidente, en múltiples dominios, como el de las reservas o el del uso en transacciones internacionales.
Sin embargo, aunque útiles, estos datos y otros parecidos son insuficientes para ponderar el peso real de los dos grupos. Es imprescindible una valoración política. En esta clave, destaca con fuerza y de manera crucial la falta de cohesión interna en los BRICS+. Esta agrupación no es una alianza y es muy cuestionable incluso que se pueda calificar geopolíticamente como un bloque.
El grupo sí tiene un denominador común, que es la crítica al orden mundial plasmado por Occidente y que consideran no representativo del mundo actual. Sobre esa base, sus miembros han activado dos instituciones especulares al FMI y el BM: el nuevo Banco de Desarrollo y el Fondo de Reserva Contingente. Pero ninguna de las dos ha cobrado auténtico vuelo, y otras iniciativas que han sido planteadas a lo largo de los años se hallan en estado larvario o ni siquiera eso. Los esfuerzos de desdolarización han arrojado, de momento, resultados modestos.
La realidad política es que detrás de esa crítica al orden occidental subyace un cisma: por un lado, quienes abanderan posiciones antagónicas a las fuerzas occidentales, como China, Rusia o Irán. Por otro, miembros que no tienen ningún interés en ese antagonismo y que optan por un no alineamiento activo; es el caso de la India, Brasil o Sudáfrica.
El cisma geopolítico es el elemento central de la dificultad para pasar de la crítica a la acción. Pero la heterodoxia del grupo es grande en otros conceptos también. Algunos miembros son democracias —por lo general, no alineadas—; otros, dictaduras —por lo general, antagónicas a Occidente, y mayoritarias tras la ampliación—. Algunos tienen economías modernas y con capacidades manufactureras; otros, atrasadas o simplemente extractivas. Además, hay graves animosidades internas entre los miembros, como entre Egipto y Etiopía, Irán y Arabia Saudí o China y la India. Aunque en los últimos dos casos ha habido gestos de deshielo, la tensión geopolítica subyacente persiste.
Por todo ello, el rechazo al orden actual es un colágeno poderoso que mantiene vivo y da proyección al grupo, aunque se antoja improbable la plasmación de políticas que construyan una verdadera alternativa.
Diferencias políticas
El G-7 tiene rasgos homologables a los BRICS+ como carecer de naturaleza formal, contar con un país hegemónico ―EE UU en un caso; China en el otro― y haber nacido como un foro eminentemente dedicado a asuntos de carácter económico. En términos políticos, el G-7 evidencia importantes diferencias con respecto al otro.
La primera es que, aunque sea en sí mismo una agrupación informal, se asienta sobre un entramado subyacente de relaciones formales sólidamente estructurado. Seis de los siete miembros forman parte de la OTAN. El que no, Japón, tiene a su vez un tratado bilateral de defensa con EE UU, líder de la OTAN. Tres son socios, además, de la UE, lo cual, junto a la presencia en el grupo de las instituciones comunitarias, ofrece —aunque sin garantías— el potencial de una correa de transmisión de decisiones a otra entidad estructurada y con vigor. Además, el G-7 cuenta con gran capacidad de influencia en instituciones como el FMI o el BM, mucho más consolidadas que sus alternativas de los BRICS+. La realidad estructural que acompaña el G-7 tiene, pues, un entramado que permite muchas más opciones reales de acción.
Además, durante la presidencia de Joe Biden en EE UU ha habido una realidad coyuntural que ha dotado de considerable cohesión política al G-7. Especialmente en los últimos dos años, el grupo ha desbordado su territorio tradicional de planteamientos político-económicos para abordar cuestiones geopolíticas, tecnológicas o de otra índole y con valor estratégico. Por esa vía, ha intentado perfilarse como fuerza motriz para definir el posicionamiento del mundo occidental. Sobre todo con respecto a la guerra de Ucrania, el grupo ha mantenido una evidente cohesión y puesto en marcha acciones concretas, como la entrega coordinada de 50.000 millones de dólares a Kiev aprovechando los intereses generados por los fondos congelados a Rusia. La iniciativa ha encontrado obstáculos, pero va camino de fructificar.
Esta realidad coyuntural, sin embargo, puede quebrarse en caso de una victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses del 5 de noviembre. Es más que probable que el regreso del magnate a la Casa Blanca dinamitase los rasgos de cohesión del grupo y ensanchara las brechas existentes, las cuales el G-7 ha intentado tradicionalmente suturar o sortear.
Los socios europeos y la Administración de Biden han tenido serias discrepancias internas en materia de proteccionismo o acerca de cómo manejar el ascenso de China. A pesar de ello, todo ha fluido en estos cuatro años dentro de un marco constructivo. Esto podría cambiar y abrir en el seno del G-7 un cisma parecido al que desgarra a los BRICS+ y que hace improbable la construcción de proyectos comunes y realmente transformadores.