El rechazo de los israelíes a que una de sus ONG lleve ayuda a Gaza: “¿Acaso no sois judíos?”
Una organización pacifista es increpada en su intento fallido de transportar alimentos por carretera. La mayoría de la población percibe la asistencia humanitaria a la Franja como un balón de oxígeno a Hamás
En un centro comercial junto a la ciudad israelí de Ashkelón, una mujer baja la ventanilla al ver un camión y una caravana de coches, sin entender que se trata de una iniciativa (más simbólica que práctica) de la ONG pacifista israelí Omdim Beyahad (De pie juntos) para introducir víveres en Gaza.
―¿Por qué se manifiestan?
―Es ayuda humanitaria.
—“Ya, es una vergüenza”, responde pensando que se trata de una de las pequeñas, pero frecuentes protestas en el país para impedir que la asistencia entre en la Franja.
—No, no. Es ayuda humanitaria para Gaza.
Sucede en la primera parada de la caravana entre Tel Aviv y su destino, 130 kilómetros más al sur: Kerem Shalom, el único paso terrestre en Israel por el que entran alimentos y medicamentos a la Franja y donde se inspeccionan todos los cargamentos. Es apenas un camión cargado de arroz, harina y latas (donados por cientos de israelíes) y unos 20 coches de activistas, pero el lema que exhiben en hebreo y árabe (“No matarás de hambre”, en un juego de palabras con los Diez Mandamientos) choca con el estado de ánimo nacional desde el ataque del 7 de octubre. Sus promotores son conscientes de que la policía volverá a cortarles el paso antes de llegar, como en el primer intento, el pasado jueves, pero se trata sobre todo de pasar el mensaje a la mayoría social contraria a la entrada de ayuda humanitaria a Gaza.
Precisamente porque ese mensaje se vive como una traición, las escenas de tensión se suceden en una parada en una gasolinera junto al kibutz Magen, en la zona próxima a la Franja atacada el 7 de octubre.
—“Esta tienda fue quemada el 7 de octubre. No podéis parar aquí con esas ideas. Tenéis que entender que aquí murió gente”, dice un residente del kibutz que todos conocen como Fiko.
—“Solo venimos a recoger gente, no es ninguna provocación”, responde una de las activistas.
—No me lo creo. Dime nombres. Nadie en esta zona se va a unir a vosotros.
Otra mujer se acerca a insultarlos y pregunta a un policía de fronteras: “¿Has visto a estos descarados?”. “Sí, justo hemos venido a arreglar eso, menudos sinvergüenzas”, responde el agente.
Es uno de los que poco después, a unos tres kilómetros del cruce, obliga a la caravana a dar media vuelta y los echa de la zona. También amenaza repetidamente con arrestar al periodista por estar en “zona militar cerrada” (no lo es) cuando escucha que es español.
Los integrantes de la caravana dan la vuelta y aparcan en el arcén del otro sentido. Un conductor ve el eslogan, baja de un camión y los exhorta a gritos a irse inmediatamente. “¿Eso es para ellos? [los gazatíes] ¿Los ayudáis a ellos? ¿Acaso no sois judíos?”, les lanza.
Las reacciones muestran cómo, cinco meses después del ataque en el que Hamás mató a unas 1.200 personas y tomó más de 240 rehenes, el ingreso de ayuda humanitaria a una Gaza en la que ―en mayor o menor medida― todo el mundo pasa hambre se ha convertido en Israel en debate político interno y asunto sensible en boca de todos. El mes pasado, el think tank Instituto Israelí para la Democracia preguntó en un sondeo: “¿Apoyas o te opones a que Israel permita la entrega de ayuda humanitaria a los residentes de Gaza, con la entrega de alimentos y medicinas a organizaciones internacionales no vinculadas a Hamás o a la UNRWA (la agencia de la ONU para los refugiados palestinos)?”. Un 68% de la población judía se declaró en contra, incluido un 31% de la que se define de izquierdas. En las conversaciones y debates, las actitudes van desde echar la culpa a Hamás o a la ONU a ver en los niños gazatíes de hoy los “terroristas del mañana”.
A esto contribuye la repetición de la idea de que Hamás se queda la ayuda humanitaria. Hasta un 60%, lo ha cifrado el primer ministro, Benjamín Netanyahu, en una rueda de prensa. También la percepción de la comida como elemento de presión, sobre todo para conseguir la entrega de los más de 130 rehenes aún cautivos en la Franja. Tanto en el primer alto el fuego, en noviembre, como en el segundo que se negocia desde hace semanas, el incremento de la ayuda humanitaria es una de las contrapartidas por la entrega de los rehenes.
Castigo colectivo
Conscientes del discurso, los activistas lanzan mensajes que puedan calar. Cuando uno de los líderes del colectivo pacifista, Uri Weltmann, critica el “castigo colectivo” y la “política de matar de hambre” a la población de Gaza, no tarda en añadir que limitar la comida pone también en riesgo la vida de los rehenes israelíes allí. Mensajes que trasladan a quienes los increpan por el camino, pero sirve de poco porque hoy en Israel prima lo emocional, la empatía se vive como un juego de suma cero y muchos ven toda Gaza como una suerte de enemigo abstracto.
Las posiciones más duras las enarbolan los ultranacionalistas que se manifiestan desde hace semanas en el puerto de Ashdod, uno de los principales del país, o en Kerem Shalom. Tratan de impedir el paso de los camiones con ayuda humanitaria. Han logrado frenar algunos, lo que llevó el mes pasado a Antony Blinken, secretario de Estado de EE UU, el principal aliado de Israel, a recordar en Tel Aviv que el ataque de Hamás “no puede ser una licencia para deshumanizar a otros” y que “la abrumadora mayoría de gente en Gaza” son “madres, padres, hijos e hijas” que “no tuvieron nada que ver”. Las autoridades declararon a finales de enero el paso “zona militar cerrada” y las protestas ―consentidas sin excesos― se han convertido en una especie de juego del gato y el ratón. En una de ellas, uno de los manifestantes increpó al palestino que conducía uno de los camiones con la frase: “Yo soy el dueño del lugar; tú aquí eres un esclavo”.
El puerto de Ashdod, uno de los escenarios de las protestas, es el punto natural de entrada de ayuda humanitaria para Gaza, y por donde lo hacía antes de la guerra. Para los israelíes hay diferencia entre ver la ayuda humanitaria atravesar su territorio o verla en televisión caer en Gaza en paracaídas o en el buque de la ONG española Open Arms, que inauguró el martes la ruta marítima al partir de Chipre. Se trata de unas 200 toneladas de alimentos de la organización humanitaria World Central Kitchen, fundada por el cocinero español José Andrés en Estados Unidos.
Hasta ahora casi toda la ayuda entra por Rafah o por Kerem Shalom y se distribuye en medio del caos generado por la invasión israelí: la policía del Gobierno de Hamás apenas controla ya zonas, pero los soldados israelíes tampoco protegen los cargamentos. Faltan camiones, seguridad y tanto multitudes hambrientas como mafias armadas los han asaltado. Israel culpa a la ONU de ineficiencia en la distribución. La ONU insiste en que la vía terrestre es fundamental para evitar una hambruna, de la que más de medio millón de gazatíes se encuentran “a un paso”. El Ministerio de Sanidad del Gobierno de Hamás en la Franja cifra en 27 los muertos en hospitales por inanición o desnutrición en las últimas semanas, 23 de ellos niños.
Ante las crecientes presiones, el ejército israelí anunció este martes “un proyecto piloto para impedir que Hamás se quede con la ayuda”: la entrada en Gaza de seis camiones del Programa Mundial de Alimentos de la ONU a través de un cruce en el norte de Gaza, la parte más desnutrida. Fue la primera vez en tres semanas en que el programa pudo entregar alimentos en la capital, para 24.000 personas, según informó. La Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA, en sus siglas en inglés) asegura que las autoridades israelíes solo facilitaron un 25% de las misiones de ayuda del sur al norte de Gaza planificadas en febrero.
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