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Bombazos con dedicatoria manuscrita para los rusos en el frente de Zaporiyia

Miembros de las fuerzas especiales de la policía de Ucrania combaten a golpe de mortero espoleados por el deseo de liberar a sus familiares de la ocupación

Russian forces Zaporizhzhia front line
Artem y Serguéi lanzan un mortero hacia posiciones rusas en el frente de Zaporiyia, el día 16.Luis de Vega
Luis de Vega (enviado especial)

El ritual bélico impone a veces añadir un mensaje manuscrito a los proyectiles que se lanzan al enemigo. Algo así como el equivalente a la dedicatoria del que regala un libro o un ramo de flores. En este caso, envenenada. A dos kilómetros de la línea de defensa de los rusos en la región de Zaporiyia, un joven llamado Oleksandr saca del botiquín que cuelga de su uniforme de camuflaje el marcador que lleva para anotar la hora a la que ponen el torniquete a los heridos. Le sirve para firmar y dedicar algunas de las bombas de mortero. A unos metros de él, Aleksei, Artem y Serguéi (ninguno da su apellido) tienen la ceremonia bien aprendida. Descargan de la parte de atrás de su todoterreno el arma y montan en un periquete el cañón sobre el bípode. Los tres cuentan con una motivación especial para acudir cada día al frente: parte de sus familias viven en la zona ocupada por los rusos, hacia donde trata de avanzar estos días la contraofensiva de Kiev.

Tras esa liturgia del rotulador y las dedicatorias, comienza la operación de estos integrantes de las fuerzas especiales de la policía de Ucrania. Van a bombardear unas posiciones enemigas localizadas por medio de drones el día anterior por otra unidad. Algunos miembros de esa segunda unidad los acompañan y asesoran. Unos aportan la tecnología. Otros, los tradicionales pero efectivos morteros. Ambos grupos coinciden en esta mañana en la que Serguéi lamenta de soslayo que haya “algunas nubes y sople el viento algo racheado”. Inclemencias, en todo caso, que no frenan sus planes.

A los pocos segundos suena seco en el aire el primer zambombazo. Lleva escrito el nombre de un ensanche de nueva factura en el oeste de Kiev, la capital, cuya constructora está haciendo posible con su financiación que este ataque pueda llevarse a cabo. El segundo sale escupido por la boca de hierro humeante en memoria de un combatiente caído cuyo apodo de guerra era Tefal. Para que quede constancia y poder enviar el recuerdo a los interesados, lo último que hacen antes de cargar el cañón es tomar una foto de los artefactos con un teléfono móvil.

Oleksandr escribe a rotulador dedicatorias para los rusos en los morteros que les van a lanzar en el frente de Zaporiyia.
Oleksandr escribe a rotulador dedicatorias para los rusos en los morteros que les van a lanzar en el frente de Zaporiyia.Luis de Vega

Ambos ejércitos, ruso y ucranio, emplean esa forma de intercambio de mensajes. Las notas suelen ir cargadas de odio, de ironía, de buenos deseos para las tropas propias o como recuerdo para aquellos que se han dejado el pellejo en la contienda, como en el caso de Tefal. A veces son crípticos. No buscan que, en caso de llegar legible a su destinatario, este pueda descifrarlos. Otros son una puñalada certera y directa. “¡Feliz año!”, se podía leer sobre los restos de uno de los aviones no tripulados con los que Rusia atacó Kiev en la madrugada del 1 de enero.

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La posición desde la que se lanzan los morteros se halla entre Mala Tokmachka, en manos ucranias, y Novopokrovka, pequeña localidad ocupada por el invasor. Este frente de la región sureña de Zaporiyia es uno de los puntos donde se desarrolla desde primeros de junio la contraofensiva del ejército local. Dos de los hombres se colocan a resguardo de una trinchera desde la que, a través de una pantalla, controlan el vuelo de un dron con una cámara que les ayuda a localizar el lugar del impacto y corregir la posición del siguiente disparo. Otro está pendiente de la antena.

A pie de mortero, Artem, de 33 años, es el encargado de corregir la posición modificando la trayectoria del disparo a través de una mirilla. A veces, para colocar bien los anclajes al suelo del bípode ha de excavar un poco con una pala y así puede cambiar el ángulo necesario para la parábola deseada. “¡Fuego!”, grita a continuación Serguéi, de 39 años, como advertencia cada vez que introduce un proyectil por la boca del cañón. Tienen el tiempo justo para agacharse y sujetarse con las manos los auriculares con los que se protegen los oídos. En poco más de un segundo, llega la detonación. ¡Bum! “¡Repetimos!”, exclama poco después a Aleksei, de 32 años, desde dentro de la zanja de tierra, una vez que ha comprobado que se han acercado al objetivo.

Sasha se prepara para hacer despegar el dron que les sirve de apoyo para corregir el lanzamiento de los morteros hacia posiciones rusas en el frente de Zaporiyia.
Sasha se prepara para hacer despegar el dron que les sirve de apoyo para corregir el lanzamiento de los morteros hacia posiciones rusas en el frente de Zaporiyia.Luis de Vega

Aleksei confirma que durante la operación han conseguido golpear varias veces las trincheras de los rusos, pero no puede asegurar que hayan causado víctimas. “Hay ocasiones en las que nos enteramos después por los partes que ofrecen los rusos de las bajas en la batalla. Algunos de nuestros colegas siguen esas fuentes de los enemigos”, explica.

Tanto Aleksei como Artem y Serguéi viven normalmente en esta región de Zaporiyia y los tres ya formaban parte de las fuerzas especiales de la policía antes de que, en febrero del año pasado, el presidente ruso, Vladímir Putin, ordenara el comienzo de la gran invasión de Ucrania. A diferencia de otras unidades que se han estado moviendo por diferentes frentes, ellos han permanecido casi todos estos meses desplegados en su región, salvo algunas incursiones en la vecina Donetsk. Además de ataques con mortero, cuentan, llevan a cabo otras misiones como ocupar posiciones de francotiradores o las de inteligencia.

Los tres, además, confirman que sienten una “motivación” y “esperanza” especial por avanzar en la contraofensiva, pues desean liberar cuanto antes a los familiares que tienen en zona ocupada. Aleksei, a sus abuelos en Tokmak; Artem, a sus padres en Melitópol, y Serguéi, a su madre camino de Berdiansk.

Artem y Serguéi lanzan un mortero hacia posiciones rusas en el frente de Zaporiyia.
Artem y Serguéi lanzan un mortero hacia posiciones rusas en el frente de Zaporiyia.Luis de Vega

Melitópol y Berdiansk son dos importantes ciudades que forman parte del corredor a orillas del mar de Azov, esencial para la logística de las tropas invasoras y que es objetivo primordial de la actual campaña militar ucrania. Antes han de controlar localidades en cruces de caminos importantes como es Tokmak, todavía a unos 60 kilómetros al sur de donde están lanzando los morteros. Hablan con sus seres queridos menos de lo que les gustaría a través del teléfono y, cuando lo hacen, siempre es evitando abordar el conflicto. “Los rusos saben quiénes somos y tenemos que proteger a nuestras familias”, reconoce Aleksei.

El asfalto de la carretera por la que deshacen el camino tras dar por cerrada la misión está cosido a impactos. Algunos han dejado peligrosos cráteres de más de un metro de profundidad. Suenan por el aire sin tregua los combates desde otras posiciones cercanas, recuerdo de que el frente se encuentra un poco más adelante. La viceministra de Defensa, Hanna Maliar, reconoció el martes que Ucrania está encontrando una resistencia feroz por parte rusa, lo que explica los escasos avances hasta el momento tras casi tres semanas de contraofensiva. Aleksei le resta importancia. Junto a sus compañeros sabe que se encuentran solo en el comienzo de una operación que “por desgracia” les va a ocupar un tiempo largo. Pero tratan de demostrar que mantienen la moral intacta. “Esta es nuestra última oportunidad. No queremos otra Unión Soviética. Los destruiremos”, sentencia Aleksei.

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Sobre la firma

Luis de Vega (enviado especial)
Ha trabajado como periodista y fotógrafo en más de 30 países durante 25 años. Llegó a la sección de Internacional de EL PAÍS tras reportear año y medio por Madrid y sus alrededores. Antes trabajó durante 22 años en el diario Abc, de los que ocho fue corresponsal en el norte de África. Ha sido dos veces finalista del Premio Cirilo Rodríguez.

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