Regreso a Irpin de la familia cuya imagen ilustró el éxodo de la guerra
Julia, Oleg y su bebé Emma, que en marzo huyeron del asedio ruso a los alrededores de Kiev, tratan de reconstruir su vida mientras el conflicto se cronifica
Julia se come a la pequeña Emma con la mirada mientras la niña remolonea en su pecho. La mima, la acaricia, la besa y la disfruta mientras por su memoria fluye el que guarda como el peor día de su vida. El papel de Julia como ilusionada madre primeriza saltó por los aires cuando la guerra de Ucrania estalló a finales de febrero. El sábado 5 de marzo tuvieron que huir en medio de los combates de su casa de Irpin, a las afueras de Kiev. El ejército de su país logró desplazar un mes después a los rusos de los alrededores de la capital y, tras varios meses en el oeste de Ucrania, la familia regresó a su piso alquilado. Se lo encontraron intacto, pero desde las ventanas de su décimo piso se ven varias casas completamente destrozadas.
La guerra permanece ahí, en su entorno más próximo, aunque el frente de batalla esté lejos. Y la apisonadora bélica no perdona. Julia Pavliuk, de 26 años, no ha sido capaz de retomar su trabajo tras la maternidad. Su jefa en una importante consultora internacional la llamó hace un mes por si deseaba reincorporarse. “No estoy preparada. Emma está muy unida a mí”, argumenta. Su marido, Oleg, de 27, ha sido despedido como jefe de proyectos de una importante cadena de ferreterías con sedes por toda Ucrania, pero que está sufriendo los rigores de la guerra. Busca empleo, pero ambos son conscientes de no estar en la mejor coyuntura. Tienen algunos ahorros que les permiten pagar la renta y hacer la compra. Ambos tienen a su alrededor gente golpeada por la guerra con menos piedad. Sobre todo, les consuela que Emma, que cumplió un año el 14 de septiembre, esté creciendo estos meses sin sufrir tanto como otros niños algo mayores que ella. Julia agradece no tener que hablarle “de bombas, del refugio, de las lágrimas, de los rusos…”.
La mejor silla de la casa es la que emplea Oleg para conectarse en el ordenador. Paradojas de la globalización lo llevan a veces a entrar en contacto con rusos. Y además lo hacen para dispararse unos a otros a través del Counter-Strike: Global Offensive, un juego en el que hay que freír a tiros al contrincante. “Son gente tóxica que hablan usando la propaganda con el mismo lenguaje que [Vladímir] Putin”, asegura Oleg casi riéndose, como tratando de restarle importancia. “¿Qué te parece la movilización?”, le preguntó el otro día a uno refiriéndose al alistamiento de 300.000 hombres anunciado por el presidente ruso. “Entonces ya no se ponen tan gallitos. Dicen que no quieren ir a la guerra”, añade satisfecho Oleg.
Fue aquel 5 de marzo, en medio de la guerra de verdad, cuando EL PAÍS fotografió la escena que ilustra este reportaje: Julia, desesperada, trata de contactar por teléfono con Oleg, al que ha perdido en medio del éxodo de miles de vecinos que escapan de Irpin. Vlod, un joven militar, sostiene mientras a Emma acunándola entre llantos sobre la culata del fusil que luce en bandolera. Se mantuvo junto a Julia hasta que apareció Oleg y, a bordo de una furgoneta, entraron en Kiev, desde donde llegaron en tren hasta Rivne, en el oeste del país.
Así recuerda ese momento Vlod, que el sábado cumplió los 20 años, contactado por teléfono: “Nos enviaron allí durante dos semanas para ayudar a evacuar a los residentes de Irpin, Bucha y Hostomel. Cada día había un gran número de refugiados, desde ancianos a recién nacidos, que necesitaban ayuda porque el puente estaba destruido. Había personas muy estresadas que no eran capaces de moverse por sí mismas”. En efecto, para evitar que los tanques y blindados rusos llegaran a Kiev, las tropas locales volaron el puente de la carretera que llega desde la vecina Irpin. Eso impidió el avance de las tropas del Kremlin, pero también dificultó la evacuación de civiles, que a veces tenían que vadear el río sobre una pasarela de tablas improvisada mientras volaban sobre ellos los misiles y morteros.
Un reportero local, Maxim Dondiuk, fotografió también aquel día a Vlod, Julia y Emma, que acabaron en la portada de la revista estadounidense Time. “No podía imaginar que fuera a terminar en la portada de una revista. Yo solo hacía mi trabajo”, comenta Vlod, que, aunque no ha pisado las zonas más intensas de la línea del frente, lleva cuatro años preparándose para ser profesional del ejército. “Desde niño mi sueño siempre fue convertirme en militar”.
Finalmente, los Pavliuk regresaron de Rivne el 1 de junio a su casa. Julia ha decidido que lo mejor es embutirse bajo una coraza informativa para tratar de salir adelante. “No veo apenas vídeos ni fotos. Oleg, que está al tanto cada minuto, me cuenta por encima qué va pasando”, afirma en la estancia de la casa que hace las veces de salón, dormitorio y zona de juegos de Emma. “No creo que sea bueno que yo vuelva ahora al trabajo. De alguna manera, la niña siente que algo sucede, que no puede estar sin mí”, afirma la madre. “Cuando empezó la guerra, Emma dejó de dormir de un tirón. En Rivne las noches fueron muy malas. Lo intentamos todo con ella. Ahora, de regreso a Irpin, ha empezado a dejar de llorar y gritar por la noche”, agradece.
Esta familia es una de las decenas de miles que tratan de recuperar la normalidad lejos del frente, pero en un país que sigue absorbido por la guerra. Desde que comenzó la invasión, unos 14 millones de los 44 millones de ucranios han tenido que irse de sus casas. La mitad lo hizo fuera del país, mientras que la otra se desplazó dentro de Ucrania, según datos de Naciones Unidas. Como la familia Pavliuk, algunos han podido regresar a sus hogares cuando veían que mejoraba la seguridad en su localidad o cuando comprobaban que el conflicto se alargaba.
“Las redes sociales están llenas, mis amigos y conocidos comparten todo el tiempo contenido desde sus perfiles. No ver fotos ni vídeos es lo mejor para mi salud mental y la de Emma, aunque algunos no están de acuerdo con ello. Mi prioridad ahora mismo es mi hija”, comenta Julia. “Le doy el pecho a la niña y, de alguna forma, siento que le transmito la guerra y el estrés”. Sus planes más inmediatos son tratar de normalizar su vida y aceptar lo que les está tocando vivir. Mientras, agradece poder pasear por “calles de Irpin por las que antes había muertos y donde ahora ven cómo están pintando y arreglando”.
Mientras habla, Emma está entretenida con un peluche que representa a Patron, el perro que se ha hecho famoso en la guerra como detector de explosivos. Pero un ruido llega desde la calle e inquieta de inmediato a Julia, que se asoma rauda por la ventana. Oleg, que apenas se inmuta, trata de tranquilizarla. No era más que un vehículo pasando rápido sobre un badén. Emma sonríe. Julia suspira.
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