Alemania supera (en parte) la hercúlea tarea de integrar a un millón de refugiados
Más de la mitad de las personas que llegaron en la crisis migratoria de 2015 han encontrado trabajo, pero quedan barreras importantes como la vivienda, el idioma o la formación
Hace seis años que Europa clavó sus ojos en el destino de personas como Gasan Yousef. En septiembre de 2015, la estación central de Múnich se convirtió en el centro de una riada humana que huía de conflictos desperdigados por medio mundo. La crisis migratoria sometió a Alemania a una presión inmensa, dio alas a la ultraderecha y estuvo a punto de costar el puesto a la canciller Angela Merkel. Mientras el país se preguntaba cuántas personas podía acoger sin venirse abajo, Yousef, sirio de origen kurdo, tenía preocupaciones más acuciantes.
Por ejemplo, qué iban a hacer él y su mujer Ramadan, embarazada de cinco meses, en un lugar del que desconocían todo y al que habían llegado tras un durísimo viaje hecho a retales de autobuses, trenes y trayectos a pie. Pero eso hoy queda lejos. “Aquí estamos bien. La gente sonríe más que en Siria y hay muchos más árboles. Lo malo es que llueva tanto”, asegura satisfecho mientras señala las nubes que se ven desde el piso que ha logrado alquilar en las afueras de Múnich.
La inmigración no es el tema central en las elecciones que el próximo domingo mandarán a Merkel —esta vez ya sí— a la jubilación. Los políticos llenan sus discursos de temas como el medio ambiente o la digitalización. Pero de vez en cuando se oye una frase. “2015 no puede repetirse”. La victoria de los talibanes ha devuelto el temor de que una crisis internacional derive en otra oleada de refugiados. Lo cierto es que los problemas en Afganistán no se han traducido por ahora en un aumento de las llegadas. Pero el miedo es libre.
Los trabajadores sociales recuerdan cómo las costuras del Estado estuvieron a punto de reventar en 2015 y 2016, cuando más de 1,2 millones de personas solicitaron asilo. “Hubo días en los que a la estación de Múnich llegaban 12.000 hombres, mujeres y niños sin nada a los que había que atender. Sin la ayuda de la población, que se volcó, no habríamos podido superarlo. Miles de voluntarios traían comida, ropa, juguetes o echaban una mano en lo que hiciera falta”, recuerda en su despacho Gerhard Mayer, responsable de Vivienda e Inmigración del Ayuntamiento de la capital bávara. En esos días, la pregunta más habitual era si Alemania sería capaz de integrar a tanta gente. Seis años después, la respuesta se acerca a un sí con matices. Se ha avanzado mucho, pero queda mucho por recorrer.
“Hay gente que lleva 11 años sin saber si será expulsada”, protesta Zahra Akhlaqi, refugiada afgana que llegó a los 14 años a Múnich y que ahora habla un alemán perfecto y estudia Derecho
Zahra Akhlaqi representa el mejor ejemplo de esta ansiada integración. A sus 22 años, esta mujer nacida en Afganistán y criada en Irán —a donde su familia huyó durante el primer Gobierno talibán de la persecución por pertenecer a la etnia hazara—, ha vivido ya lo suficiente para escribir varias biografías. La huida partió a la familia durante dos años, con una parada intermedia para ella y su hermana en un centro de acogida en Grecia, hasta que a los 14 años pudo reencontrarse con su madre en Múnich. Ahora habla un perfecto alemán y estudia Derecho gracias a una beca de la Fundación Heinrich Böll.
Akhlaqi ha llegado muy lejos gracias a su esfuerzo, que en parte explica por el miedo que le atenazó durante la adolescencia. “Pasaba los veranos en clase de alemán convencida de que si no sacaba buenas notas nos expulsarían a Afganistán”, recuerda. En algún momento de la conversación, al repasar las dolorosas peripecias de su corta vida, no puede evitar que se le humedezcan los ojos.
La llegada al poder de los talibanes en Afganistán despierta el miedo a otra crisis migratoria. Nadie quiere repetir 2015
Gesine Schwan, política socialdemócrata que aspiró a la presidencia de la República Federal, recuerda que Alemania ya pasó por la experiencia de integrar a 12 millones de expulsados de sus antiguos territorios orientales tras la Segunda Guerra Mundial. “Los economistas calculan que para mantener nuestro crecimiento necesitamos cada año al menos 400.000 inmigrantes. Pero en contra de lo que muchos dicen, Alemania no quiere que llegue tanta gente”, asegura Schwan, que acaba de publicar El fracaso de Europa. Una política de refugiados humana es posible, donde se muestra muy escéptica con la supuesta “cultura de la bienvenida” de su país.
Pese a la dificultad de integrar a tanta gente, hay datos esperanzadores. Un informe del Instituto Económico Alemán (DIW) calcula que más de la mitad de las personas que llegaron en la crisis de 2015 han encontrado trabajo. El porcentaje baja considerablemente entre las mujeres, muchas de ellas sin ocupación profesional en sus países de origen y a cargo de los hijos. “El proceso ha sido más rápido de lo que entonces se esperaba. Quedan todavía muchas necesidades por cubrir, pero la integración ha dado un paso de gigante”, asegura Alexander Kritikos, investigador del DIW.
Los obstáculos siguen siendo enormes. Por ejemplo, para encontrar una vivienda propia —más allá de los centros de acogida o los pisos compartidos pagados con fondos públicos—, en el aprendizaje del alemán o para homologar los títulos académicos obtenidos en el país de origen.
El laberinto de lograr un piso propio
Yousef sabe de primera mano lo difícil que todos estos procesos resultan. Pese a que en su vida anterior dirigía un restaurante en Damasco, no ha conseguido un título de cocinero en Alemania. Trabaja en un puesto de kebabs y confía en abrir su propio local. “Estuve arriba y tuve que bajar, pero voy a volver a subir”, asegura mientras los dos niños juegan con la madre. Él ha tenido suerte. Un programa del Ayuntamiento le permitió lograr un contrato de alquiler que pudiera pagar. Su vivienda está en un barrio en el que prácticamente todos los vecinos son de origen extranjero. En los timbres de las casas no se ve ni un solo nombre alemán. Pese a todo, él ha tenido suerte. Muchos otros refugiados llevan años esperando por una vivienda como la suya. En Baviera, solo un 30% o 40% de los solicitantes de asilo consiguen vivir en un piso independiente. El resto continúa en refugios o viviendas compartidas, explica Stephanie Pausch, trabajadora social del Gobierno de ese land.
El caso de Akhlaqi es todavía más excepcional. Ella lo sabe. Y es consciente también de que muchos otros refugiados no han logrado adaptarse tan bien. Señala algunas medidas que podrían aligerar la carga que llevan sobre sus hombros, como reducir el tiempo de espera para saber si la petición de asilo ha sido aceptada. “Conozco gente que ha estado 11 años sin saber si iba a ser deportado. Así nadie puede construir una vida”, asegura esta estudiante que aspira a terminar Derecho para contribuir a mejorar la situación de personas que han pasado por lo mismo que ella, las Zahras del futuro. “Desde luego no quiero ser una abogada tradicional”, dice con una sonrisa.
En lo más duro de la crisis de 2015, Merkel pronunció una frase que le perseguiría mucho tiempo. “Lo vamos a lograr”, dijo. ¿Tenía razón la canciller cuando dijo que Alemania superaría ese reto mayúsculo? Pausch se queda pensativa al oír la pregunta. “En parte sí, pero ha pasado muy poco tiempo. Esto no es una tarea de unos pocos años, sino de toda una generación”, responde finalmente la trabajadora social.
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