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Crónica de una huida brutal: “Todo es irracional e imprevisible”

Relato hora a hora de la llegada al aeropuerto de Kabul de un periodista sorteando a los talibanes, la multitud y la desesperación agónica

Una multitud de afganos se dirigían al aeropuerto de Kabul el jueves por la mañana. En vídeo, el relato en primera persona de los últimos cuatro días en la capital del periodista Jorge Said.Vídeo: Jorge Said

Miércoles 25, seis de la tarde. (Park Hotel. Kabul). Esta noche voy a tratar de salir. Me voy del hotel después de 23 días en Kabul rumbo al aeropuerto. Cargo dos bolsos voluminosos que contienen, sobre todo, cámaras, equipos de grabación y material para el documental que quiero hacer. Son pesados. Pero tienen que llegar conmigo adonde llegue yo. El plan es contactar con los soldados españoles cerca de la Puerta Abbey del aeropuerto. Mi contacto es un militar español, Pablo (nombre ficticio, como todos los de esta crónica, por seguridad). Tengo su número. Iré comunicándome con él por WhatsApp. Eso es todo. Eso y la suerte.

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Soy chileno. Como Chile no cuenta con aviones acá, un acuerdo con el Gobierno español me permitirá salir primero por España. No voy solo. Viene conmigo Azadeh, una estudiante de periodismo afgana de 19 años que también viajará después a Chile. Acude a la cita acompañada de su tío y de su hermano. También viene con nosotros Fahima, periodista de una redacción en la que los talibanes han prohibido trabajar a las mujeres. Ella ha sufrido amenazas de muerte. Quiere escapar del país junto a sus hermanos y su padre. Fahima mantiene a toda su familia. Su padre, llamémoslo Ahmed, fue en otro tiempo un hombre bien situado, elegante. Pero llega tan enfermo y debilitado como armado de valentía. Camina con un bastón. Pienso que va a ser imposible para él atravesar la muchedumbre que rodea el perímetro del aeropuerto para llegar a la puerta. Veremos. Es la tercera vez que lo intenta. Le digo que lo vamos a conseguir. El personal del hotel, desesperado, me pide cartas de recomendación para poder escapar ellos también. Se las firmo, aunque sé que no les van a servir para nada.

Nos montamos en dos coches: en la furgoneta que va detrás, van Fahima y su familia; en el taxi delantero, Azadeh, su hermano, mi productor y yo.

Aviso a Pablo:

—Salimos para allá.

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—OK.

Siete de la tarde. (Carretera hacia el aeropuerto. Kabul). La ruta hacia el aeropuerto está abarrotada de coches. Tardamos dos horas en recorrer dos kilómetros. Durante el camino, los chóferes se bajan de los autos para fumar y charlar. Ya es de noche. Se oyen tiroteos aquí o allá. Nos recuerdan hacia dónde vamos. Decidimos ir por un camino más largo pero más seguro, con menos controles de los talibanes.

Cuando ya no podemos avanzar más con los coches, bajamos. Desde ahí, iremos caminando. Empieza lo verdaderamente difícil. Vamos andando entre las filas de coches parados. Miro al padre de Fahima, caminando con su bastón. Su familia le repite continuamente: “Podremos hacerlo, podremos hacerlo”. Tras unos kilómetros, nos topamos con un control talibán. Están como enloquecidos. Llevan palos, porras. No quieren que nadie pase. Algunos están montados en los vehículos militares estadounidenses (los conocidos como humvees). El aire es insoportable porque los talibanes han esparcido gas pimienta que se mezcla con el polvo de la carretera levantado por las filas inmensas de camiones, autobuses y coches. Esperamos.

Veo a Ahmed cada vez más cansado, cada vez más impaciente. De pronto, desaparece el control. Todo aquí es así: loco, brutal, imprevisible, irracional. Los talibanes se van sin que uno sepa por qué. Tal vez acuden a pelear a otro sitio, porque hay muchos frentes que defender. Con el control libre, pasamos.

Comenzamos a avanzar por descampados y por parcelas de sembrados. Mi productor, no sé cómo, consigue agenciarse unas carretillas para cargar las maletas. Vamos iluminando el camino con los teléfonos móviles. Esto consume la batería, y necesitaré el teléfono para contactar con Pablo más adelante. Sin hablar con él no lograré salir. Así que el teléfono es vital. Pero no hay otro remedio.

Tenemos que hacer varias pausas por Fahima, muy preocupada por su padre, el viejo Ahmed. Hay discusiones entre miembros de su familia. Algunos dicen que deben continuar. Otros no. “Mi papá lo va a hacer: vamos”, dice la hija más pequeña, la más optimista, la más confiada.

Doce de la noche. (Canal que rodea el aeropuerto). Hemos llegado al canal que bordea el perímetro del aeropuerto. Es una especie de foso. Tiene casi tres metros de profundidad. Para seguir hay que bajar estos tres metros, cruzarlo, con las aguas sucias que discurren por él a la altura de la cintura, y salvar otros tres metros para salir por el otro lado. En el otro lado están ya los soldados estadounidenses, noruegos, canadienses y turcos. Pero para que te ayuden a subir hay que convencerlos. No es fácil. Hay gente que lleva los papeles en regla. Otros llevan una simple carta de recomendación. Los militares no distinguen la mayoría de las veces y, por regla general, te rechazan. Nos sentamos en el borde del canal aprovechando que aún no hay mucha gente. Hay que pensar qué vamos a hacer. Me preguntó si al final me salvaré. Supongo que los otros, tan agotados como yo, se preguntan lo mismo. Se me cae un pañuelo que llevaba para cubrirme la cabeza y lo pierdo. Y, no sé por qué, tal vez por el agotamiento o por la ansiedad, lo juzgo como un signo de mal agüero, de que la tenaza se va a cerrar delante de nosotros y no vamos a alcanzar la puerta.

Un padre con sus hijas junto al aeropuerto, el jueves por la mañana. J. S.
Un padre con sus hijas junto al aeropuerto, el jueves por la mañana. J. S.

Decidimos avanzar por la noche, a pesar de todo, por el borde del canal hasta donde podamos, siempre en dirección a la Puerta Abbey. La hija pequeña del viejo Ahmed lo sigue animando, casi le empuja para que siga avanzando. Pero veo que su marcha se debilita y que no va a llegar. Y lo que es peor: nos retrasa a todos. Por el camino nos encontramos con pequeños delincuentes que se te acercan, te preguntan, te sonríen. Al primer descuido te robarán lo que sea.

Amanece (jueves 26, seis de la mañana) al borde del canal. (En medio de la multitud). A las seis de la mañana llegamos a un punto donde no se puede avanzar debido a la cantidad de gente. Nos rodean miles de personas. Está amaneciendo. Nos sentamos en el suelo, a esperar, agotados, apoyados en las maletas. Pablo, el militar español, nos dice que movamos trapos o camisetas rojas de derecha a izquierda por si nos puede localizar, aunque sea a lo lejos. Si es así, cruzaríamos el canal y los soldados americanos nos podrían dejar pasar del otro lado. Se lo digo a los demás, pero no hacen caso. Les ha ganado cierto fatalismo desmoralizante. Ya no confían. Cada vez afluye más gente. Los talibanes andan cerca, además. Tenemos que seguir avanzando por el borde del canal, llegar hasta un punto donde Pablo nos pueda ver desde dentro del aeropuerto. Pero es imposible. El militar me escribe por WhatsApp:

—¿Dónde estás?

—Aquí en el puente. No podemos llegar al final. Ahora hay mucha más gente.

La familia de Ahmed renuncia. Deciden darse la vuelta. Lo que les espera en casa, en Kabul, con la ciudad en manos de los talibanes, no es mejor, en mi opinión, que lo que les rodea ahora. Pero no pueden continuar. Ahmed es incapaz de dar un paso más. ¿Cómo se va a internar entre la multitud, abrirse paso entre ella? Lo peor es que estamos todos tan cansados, tan exhaustos, tan enfadados entre nosotros por echarnos la culpa recíprocamente del fracaso que ni siquiera nos despedimos. Me quedo con la joven Azadeh, su hermano y mi productor, que me sigue ayudando, que carga con uno de mis bolsos.

Recibo un wasap de Pablo:

—Sí, aquí vemos la torre blanca y roja.

—Estamos en el puente.

—OK. Vamos.

—Si se me corta por falta de batería, Azadeh te contacta. Va a agitar un pañuelo rojo.

—OK.

Pero fracasamos de nuevo. No podemos avanzar. Azadeh y su hermano también están pensando en rendirse. Yo les digo que hay que seguir. Les convenzo y me convenzo yo mismo de que podemos hacerlo. Les hablo. Les digo que hay que empujar, agarrarnos entre nosotros, por los brazos o por la cabeza, arañarnos si hace falta, no soltarnos por nada del mundo. Y volvemos a tratar de pasar por entre la gente, avanzando por el borde del canal. Unos metros decisivos para que Pablo nos vea, y nos identifique.

Nos internamos entre la masa de nuevo. Entonces veo que mi productor, arrastrado por la gente, se desvía. Lo pierdo. Y él lleva el bolso con las cámaras, los discos duros y el resto del material para el documental que estoy haciendo. Avanzamos unos metros. Llegamos a una zona un poco más despejada. Pero les digo a Azadeh y a su hermano que yo me vuelvo a por mi bolso. Que sin mi bolso yo no sigo, que ese material es mi vida.

Algunos afganos muestran sus pasaportes para lograr superar los controles.
Algunos afganos muestran sus pasaportes para lograr superar los controles.

Así que vuelvo al infierno de gente y de los talibanes que hay detrás y logro atravesarlo en dirección contraria. Por un momento pienso que mi productor se ha largado con mi bolso, que me ha robado. Pero no. Simplemente se había caído al canal. Milagrosamente, lo encuentro. Me grabo para registrar el momento. Estoy en el canal, mojado de aguas sucias hasta la cintura. Hay que volver y llegar hasta donde dejé a Azadeh y desde allí hacer la última intentona para alcanzar a Pablo. Presiento que es la última oportunidad. Le pido al productor que me ayude. Me dice que sí, pero que antes descansemos un poco. Lo hacemos. Reponemos fuerzas bebiendo unos red bull falsos —que nos saben a gloria— que vendedores callejeros nos ofrecen. Hasta en la última esquina del infierno hay vendedores ambulantes. El productor me pide entonces que ayude a dos mujeres que él conoce, una amiga suya y su hermana que están a su lado. Que intentemos que algún país se las lleve. Una de ellas es abogada. Volvemos a entrar y atravesamos la muchedumbre. Consigo llegar al sitio en el que dejé a Azadeh y a su hermano. Logro, con un cargador de la amiga del productor, conectar mi teléfono, que se había quedado sin batería. Le mando un mensaje a Pablo:

—Vamos ahora. Estamos en la antena otra vez.

— Venga. A las siete de la mañana lo intentamos.

Siete de la mañana. (Borde del canal). Avanzamos, pero no vemos a Pablo, ni él a nosotros. Y sin él los soldados americanos no nos dejarán pasar. De pronto me envía otro mensaje:

—¿Dónde estás?

—Llegué recién. Me paré en el canal. Pañuelo rojo. Frente banderas portuguesas.

—OK.

Son las ocho de la mañana. Estamos a punto de conseguirlo. Avanzamos por el canal. Las tres mujeres llevan la mochila a la espalda. Azadeh está triste. Se acaba de despedir de su hermano, que no podrá acompañarnos. Cada vez hace más calor. Estamos ya cerca de la Puerta Abbey, donde menos de 10 horas más tarde un terrorista con un chaleco con explosivos se suicidará matando a decenas de personas. Ahora pienso que yo podría haber tardado más en llegar, haberme retrasado por cualquier cosa y haber llegado allí en el momento exacto en el que explotó la bomba, o el terrorista haberse adelantado 10 horas y coincidir conmigo. Ahora lo pienso. Pero entonces seguía avanzando, junto a las chicas, determinado a llegar, a ver a Pablo, a terminar de una vez con la pesadilla. Como si me oyera, Pablo me manda otro mensaje:

—Estamos en la bandera de Portugal. Agita la cámara cuando veas españoles.

—Estoy en la bandera de Portugal.

Entonces me vio.

—Ven.

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