El espejismo de la normalidad en Caracas
La capital de Venezuela soporta mejor que las regiones el caos político y económico que golpea al país. Los ciudadanos se aferran a los escasos destellos de estabilidad
La actualidad informativa de Venezuela, con las continuas controversias de una crisis política sumida en un callejón sin salida, convive y contrasta con la rutina que tuvo un antes y un después en marzo del año pasado, cuando un apagón sumió en la oscuridad a un país ya en tinieblas. Aunque la luz volvió después de cinco días, el sosiego parece haberse ido para siempre. Algunos Estados, como Zulia, continúan con un feroz racionamiento de electricidad de hasta 12 horas al día. Pero en Caracas, la capital, siempre mejor blindada a las repetidas crisis eléctricas, los apagones arrasan con bombillas, dificultan el bombeo de agua en gran parte de la ciudad, que pueden pasar hasta un mes sin servicio, y también hacen cuesta arriba esa normalidad que, sin duda, los venezolanos intentan.
Como muestra de ello, las colas de compradores volvieron a Caracas las pasadas navidades, en las que el Gobierno de Nicolás Maduro desplegó precisamente luces en algunos bulevares. A este espejismo de normalidad contribuye también la migración interna —de zonas como Maracaibo, San Cristóbal, Mérida o Barquisimeto— hacia Caracas, que genera más actividad en la capital. También se vislumbra un repunte de la economía de importaciones que ha hecho que proliferen los llamados bodegones, unas tiendas con mercancía abundante llegada de fuera (snacks, patatas, desodorante, pañales, champú, etc.) que se pusieron en marcha a finales del año pasado, en medio una flexibilización no anunciada de controles y la liberación de los aranceles aduaneros. Y todo esto con una contracción que rozó el 40% en 2019, según el FMI.
José Luis Hernández trabaja en la administración pública por 680.000 bolívares al mes, que equivalen a un salario mínimo y medio o lo que es lo mismo, a 8,5 euros. Viaja en metro a diario al centro de Caracas para su trabajo y dice que no ve ninguna normalización. El metro de Caracas, el mejor sistema de América Latina hasta la década anterior, está hoy al borde del colapso. Hay trenes que demoran hasta una hora en llegar; fallos constantes, hacinamiento y escasa ventilación. Su servicio ahora es gratuito, también porque no hay papel moneda para pagarlo. Muchísimas personas, como Hernández, dependen del metro para llegar a sus trabajos.
“Lo que veo es el estancamiento de una mala situación. Vivo con la sensación de estar en la indigencia”, asegura. “Hay productos en los anaqueles, pero es imposible comprarlos para un trabajador de sueldo mínimo o de cuatro sueldos mínimos, que es lo que más paga la administración pública. Y el CLAP [las bolsas de comida subsidiada] no llega regularmente ni llega completo”, comenta este ingeniero de 38 años, que asegura que en los ministerios se mantiene el horario especial decretado en marzo pasado por la crisis eléctrica. “La gente en realidad no trabaja, hace lo mínimo para aparentar cierta actividad”.
Para María Alejandra Pacheco, de 37 años, que teletrabaja, la realidad es otra. La economía dolarizada y el abastecimiento de productos importados le ha simplificado la rutina de compras y transacciones. En diciembre pudo hacer un viaje familiar a la playa y siente que está mejor que antes. “Hay un mejor ánimo, quizás mucha gente ya dejó de ponerle energía al tema político para empezar a vivir”. Yajaira Orozco, de 42 años, que limpia oficinas, es más crítica. “A mí me pagan en bolívares un sueldo fijado en dólares, pero con la subida constante de esta moneda, el dinero siempre se me queda corto, porque los precios nunca bajan. Ahora veo productos en los supermercados, pero no puedo comprarlos”, señala.
Hace dos navidades, los venezolanos recibieron el año protestando porque no llegó el pernil de cerdo prometido por Maduro, un plato tradicional. En las pasadas navidades, gran parte de la provincia lo pasó en filas para recargar gasolina. Los pensionados yendo de un sitio a otro a intentar gastar una bonificación dada por el Gobierno en petros (criptomoneda) aceptados en muy pocos negocios. Ahora hay Nutella casi en cualquier tienda, Ferraris rodando en las calles y otros lujos. Pero todavía faltan medicamentos e insumos básicos para la atención y se ve gente que busca comida en las bolsas de basura.
Junto a los bodegones, también se han multiplicado en Caracas los mercados comunitarios de ropa y objetos usados, en los que una clase media empobrecida, un poco más arriba en la cadena trófica de la crisis, vende sus cosas; lo que alguna vez fueron lujos, proyectos que naufragaron, antojos, herencias de los que ya se fueron para ayudar en la supervivencia familiar.
A finales de año, en Santa Inés, una pequeña urbanización de casas en el este de Caracas, se hizo el primero. Allí estaba José Luis, de 13 años, vendiendo su carrito favorito de la reciente infancia. Otros vendían trajes de fiesta que ya no usarían, ollas para cocinar que ahora sobran con las familias reducidas, o viejas raquetas de playa.
Vuelve el rock caraqueño
“Esto es muy loco”, resumía el pasado 14 de diciembre Ida Febres, de 28 años, en uno de los descansos del primer día del Cusica Fest, un festival con un cartel de bandas de rock venezolanas integradas por músicos que en su mayoría ya no viven en Venezuela y llevaban por lo menos cuatro años sin tocar en su país. Unas 3.000 personas asistieron, muchos veinteañeros que por primera vez iban a un concierto, y un buen grupo de mayores que forman parte de tres generaciones de fanáticos de un rock caraqueño que, como ocurre en cualquier ciudad, se fraguó en bares y en noches sin toque de queda por la inseguridad y la crisis.
La joven pagó 36 euros. Como muchos de los que fueron, se armó un bolso con emparedados para ahorrarse gastos en comida en una jornada que hace años no se veía en Caracas. “Esta normalidad es muy loca, pero me hacía tanta falta”, proseguía la joven, que iba con un grupo entre los que se encontraba una amiga recién llegada de un fracaso migratorio y su hermano, que en unos días marcharía a México.
“Hay que agradecer que estamos vivos. Este evento es una prueba de que las cosas se pueden hacer bien. Esta es una movida que nació en bares que ya no existen, pero lo que importa es el presente”, dijo Rodrigo Gonçalves, vocalista de Viniloversus. No fue el único de los artistas que metió la crisis en su repertorio.
Un sistema monetario que agranda la desigualdad
En esta aparente normalización que se vive en algunas partes de Caracas, la capital de Venezuela, el dólar ha ido creciendo como moneda de cambio. Una dolarización informal y sin soportes que tiene a una porción del país recalculando a diario ante cada compra y fluctuación del tipo de cambio, completando los pagos de centavos de dólar con miles de bolívares, porque no hay monedas para la vuelta, o pagando o comprando de más hasta llegar a una cifra redonda. El precio en bolívares está sujeto a lo que indique la tasa oficial del dólar del día. Se han lanzado tres familias de billetes en poco más de cuatro años (los últimos, en junio de 2019, de 50.000 bolívares, que no alcanzan a pagar ni un café).
Los economistas aseguran que el 60% de las transacciones se hacen con moneda extranjera, pero esta realidad ha abierto la brecha de la desigualdad. Los billetes se ven por todas partes, pero un grueso del país sigue cobrando en bolívares. Algunas empresas, no obstante, pagan bonos especiales en dólares, en cifras modestas, sobre los 70 dólares. La dolarización no implica una reactivación de la economía venezolana, que continúa en un estado calamitoso.
Con el fin de las trabas cambiarias ha sido posible, sin embargo, que compañías grandes reciban dólares para reponer equipos y mejorar algunos servicios y que algunos comerciantes importen productos. Los trabajadores de las estaciones de servicio, por ejemplo, prefieren a veces recibir mandarinas y galletas en lugar de papel moneda inservible. La Venezuela de Maduro tiene las gigantescas refinerías del país obsoletas.
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