La ciudad brasileña que mata el futuro: Altamira y el aumento abrumador de suicidios adolescentes
Desfigurada por la construcción de una hidroeléctrica, la ciudad registra en cuatro meses el triple de la media anual de suicidios de todo Brasil
Solo recuerda que gritó. Fue un grito que lo tomó todo, abarcó todo el movimiento a su alrededor, hizo que las personas y las cosas que la rodeaban desaparecieran. Y luego todo oscureció. Iba en dirección al cuerpo dilacerado de su hijo para abrazarlo por última vez. El joven de 17 años había enviado un mensaje pidiendo perdón por quitarse la vida, y ella, parientes y amigos corrían por las calles de Altamira para tratar de detenerlo. Un tiempo sin tiempo, como recuerda, una carrera contra un reloj desconocido. Y luego un cuerpo hizo su vuelo vertical hacia el suelo. El adolescente se había arrojado desde una torre construida dentro de una escuela. Cuando gritó, la madre sabía que había perdido. El aullido de dolor surgió de su interior para tomar la oscuridad que la acompaña desde el 9 de febrero.
Hasta ahora, 27 de abril, nadie ha muerto por la covid-19 en la ciudad de Altamira, en el Estado Pará. Pero, desde principios de enero hasta hoy, 15 personas se han suicidado, según el Centro de Ciencia Forense Renato Chaves, de la Secretaría de Seguridad Pública del Gobierno del Estado de Pará: 9 eran niños y adolescentes de entre 11 y 19 años, una 26 años y los otros cinco, entre 32 y 78 años. La media de Brasil, según el departamento de informática del sistema público de salud (DATASUS), es de 6 suicidios por cada 100.000 habitantes. Altamira tiene una población estimada de 115.000. En menos de cuatro meses, el número de muertes en la ciudad amazónica es el triple de la media anual de suicidios en Brasil y el mismo que las registradas en el municipio durante todo el 2019. Incluso para un país que ve como el número de suicidios juveniles va en aumento, las estadísticas de Altamira son alarmantes. Sin el apoyo del poder público, los movimientos sociales hacen un esfuerzo conjunto para prevenir más muertes. La pregunta que atraviesa la población es: ¿por qué? ¿Y por qué ahora?
El aumento del número de suicidios de adolescentes es un fenómeno del que sufre Brasil en los últimos años. Entre 2011 y 2018 hubo un aumento del 10% en el índice de suicidio de jóvenes entre 15 y 29 años. El mayor aumento se produjo entre 2016 y 2017, según el Perfil Epidemiológico que el Ministerio de Sanidad divulgó en septiembre de 2019. En todo el mundo, la muerte por lesiones autoinfligidas intencionadamente —como se denomina al suicidio en las estadísticas— ya se ha convertido en la segunda causa de muerte de los jóvenes, solo superada por los accidentes de tráfico, como muestran los datos de la Organización Mundial de la Salud.
Los profesionales de la salud mental están estudiando los motivos de este aumento. Al examinar los suicidios de adolescentes que viven en grandes ciudades brasileñas, los investigadores de la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp) constataron que, entre 2006 y 2015, el índice de suicidios de jóvenes entre 15 y 19 años aumentó un 24% en las seis ciudades más grandes de Brasil: Porto Alegre, Recife, Salvador, Belo Horizonte, São Paulo y Río de Janeiro. En los municipios del interior del país, creció un 13%. El aumento contrasta con la evolución de los índices de suicidio en el resto del mundo, que disminuyeron un 17% en el mismo período. Los investigadores concluyeron que los indicadores socioeconómicos, especialmente el desempleo y la desigualdad social, pueden estar relacionados con este aumento.
En Altamira, según los investigadores entrevistados por EL PAÍS, el aumento de suicidios en 2020 es abrumador. A modo de comparación, en el municipio de Santana do Parnaíba, en el Estado de São Paulo, que detectó una evolución preocupante en el número de suicidios de adolescentes, se han producido dos muertes este año, y ninguna de ellas en esta franja de edad. En marzo, en Ribeirão Preto, otra ciudad de São Paulo, el suicidio de dos jóvenes en un centro comercial la misma semana se convirtió en noticia y generó alarma. La ciudad cuenta con una población siete veces mayor que Altamira y en lo que va de año se han producido cinco suicidios de jóvenes menores de 19 años, mientras que en Altamira ya ha habido nueve en esta franja de edad. Aun así, en Ribeirão Preto los números también indican un aumento significativo, teniendo en cuenta que en todo 2019 hubo seis suicidios de adolescentes. Durante una semana, EL PAÍS ha intentado obtener los números de suicidios de otros municipios del Estado de Pará en 2020 a través del DATASUS, el Ministerio de Sanidad y la Secretaría de Sanidad del Estado de Pará. Sin embargo, con la justificativa de que los organismos estaban sobrecargados por la pandemia de covid-19, no han proporcionado las estadísticas.
En esta ciudad, la violencia es cotidiana. No es casualidad que se considere que Altamira tenga una “vulnerabilidad muy alta”, según el Informe del Índice de Vulnerabilidad Juvenil a la Violencia de 2017 (en el que se utilizaron datos de 2015), creado por la Secretaría Nacional de Juventud en conjunto con el Foro Brasileño de Seguridad Pública. El estudio revela que la vulnerabilidad a la violencia está relacionada con un menor acceso a la escuela y al mercado laboral, y con una mayor mortalidad por homicidios y accidentes de tráfico. Altamira cuenta con el segundo mayor índice de vulnerabilidad entre los jóvenes de 15 a 29 años en los municipios brasileños con más de 100.000 habitantes. Para hacerse una idea, Río de Janeiro, una ciudad asociada a la violencia extrema, está en la posición 134.
Contagio y prevención
En el pasado, la prensa no publicaba casos de suicidio para evitar que pudieran inducir a otros a hacer lo mismo. Desde el uso generalizado de internet, esta medida preventiva se ha vuelto obsoleta: las personas dejan cartas de despedida en las redes sociales, circulan manuales de suicidio, al igual que fotografías y vídeos de niños y adolescentes que se autolesionan o se suicidan, e incluso hay grupos transnacionales en los subterráneos de internet —la llamada deep o dark web, en inglés— que dan instrucciones de cómo suicidarse. En 2017, el juego de la Ballena Azul se relacionó con el aumento de suicidios de adolescentes en todo el planeta. Series de televisión como Por trece razones (Netflix) ayudaron a romper el silencio sobre algo que está sucediendo y aumentando.
La realidad es que la autolesión y el suicidio son temas que los adolescentes tratan con frecuencia en internet, y rara vez por los mejores caminos. Si la sociedad no debate el tema en todos los espacios, con conocimiento, responsabilidad y deseo de comprender, solo quedan los subterráneos de las redes y los programas y reportajes sensacionalistas que convierten el suicidio en espectáculo. “Hablar” sobre el suicidio se ha convertido en una medida de salud pública. “Tenemos que hablar, hablar mucho. Es necesario debatir el tema en las escuelas, en todas partes. El suicidio es un problema en el que tiene que involucrarse toda la sociedad”, afirma la psiquiatra Maria Aparecida da Silva. Alarmada por el aumento del número de casos de autolesiones y suicidios entre niños y adolescentes, esta psiquiatra está creando un programa de prevención del suicidio con otros profesionales de la salud mental del sistema público de Santana do Parnaíba, un municipio de la región metropolitana de São Paulo.
En Altamira, algunos adolescentes que se suicidaron dejaron una carta de despedida en Facebook y enviaron mensajes a familiares y amigos a través de WhatsApp. Estos mensajes pueden considerarse como un desencadenante de contagio entre los jóvenes que tienen las redes sociales y WhatsApp como principal medio de comunicación. En este reportaje no se identificará a ningún muerto, familiar o amigo, para evitar que el hecho de salir en un vehículo con circulación internacional pueda inducir a jóvenes vulnerables a cometer actos de violencia contra sí mismos.
El suicidio es un estigma tan fuerte en Altamira que una de las familias tuvo que abandonarlo todo e intentar empezar de nuevo en otro lugar. “Estuve más de un mes sin salir de casa porque me miraban con pena o como si fuera culpable. Somos para siempre la familia del suicida”, cuenta una madre. A otra mujer su jefe le prohibió que hablara del suicidio de un familiar. El suicidio como vergüenza, como mancha, es una ignorancia que ha contribuido a impedir el debate y la creación de las políticas públicas necesarias.
Para los líderes comunitarios de Altamira, la necesidad imperiosa de romper el silencio se hizo explícita durante el entierro de las víctimas. “En todos los funerales, la gente nos abrazaba y no hablaba de nuestro dolor”, contó la tía de uno de los adolescentes muertos. “En cambio, decían: ‘Por favor, ayúdame, mi hijo está así, mi hija está así, varias personas de mi familia están así’. Quedó claro que hay una gran cantidad de familias que guardan este secreto en una cajita. Ahora, cuando han visto que los jóvenes realmente pueden morir, piden ayuda”.
La sanidad pública, los Gobiernos y las responsabilidades
Sin embargo, las solicitudes de ayuda se topan con los muros de unos servicios públicos de salud mental precarios y totalmente insuficientes para atender una demanda que no hace más que crecer. La mayoría de los jóvenes que se han suicidado mostraban síntomas de depresión y otros sufrimientos psicológicos, y algunos se mutilaban y/o habían intentado suicidarse antes. Los profesionales del centro de salud de uno de Reasentamientos Urbanos Colectivos (RUC), barrios construidos en la periferia de la ciudad, dijeron que llegan a tratar 30 casos de autolesión al día.
Hay dos cuestiones que se repiten en el testimonio que los familiares de las víctimas han dado a EL PAÍS: 1) la dificultad de atendimiento en los servicios públicos de salud mental (algunas familias tuvieron que hacer un esfuerzo enorme para pagar una asistencia privada y otras desistieron por no tener condiciones financieras); 2) la resistencia de los adolescentes a mantener el tratamiento o volver a él (en el caso de los que obtuvieron asistencia).
La fragilidad de los servicios públicos de salud mental, no solo en Altamira, sino en todo Brasil, es evidente. El Sistema Único de Salud (SUS) —desde el estallido de la pandemia elogiado por muchos que anteriormente ayudaron a desmantelarlo— se ha debilitado en los últimos Gobiernos para beneficiar los seguros de salud y la privatización de la asistencia. Es fácil entender que será necesario volver a invertir —y mucho— en el SUS si el Estado quiere frenar el aumento del número de suicidios entre los jóvenes del país.
En Altamira, una ciudad que sufrió un cambio repentino en su perfil debido al megaproyecto de la central hidroeléctrica de Belo Monte, esta fragilidad se ha vuelto dramática. El 22 de abril, 66 sanitarios del municipio firmaron una carta pública destinada a las autoridades en la que exigen medidas concretas de la Secretaría de Sanidad de Altamira y sugieren que se elabore “un plan municipal de salud mental, en colaboración con las universidades y la sociedad civil de la región”:
“En la región de Altamira, donde sufrimos el impacto de los grandes proyectos que aumentan la afluencia migratoria, la periferia se infla sin tener los recursos comunitarios adecuados, y la violencia resultante de estos procesos nos ha llevado a ser la ciudad más violenta de Brasil. Observamos el impacto de estos problemas en la salud mental de nuestra población de varias maneras y, aun así, no tenemos transparencia con respecto a cómo se aplican los fondos derivados de las regalías de Belo Monte en la Red de Atención Psicosocial. El aumento del acceso a los servicios de salud mental no ha seguido el ritmo de estos cambios y, por otro lado, estos servicios han empeorado. (...) Esta superposición de problemas se ha visto claramente en el municipio de Altamira, con 11 casos de suicidio desde el comienzo del año (cuando la media nacional, según datos del Ministerio de Sanidad, es de 4 a 5 casos al año por cada 100.000 habitantes, por lo que ya podemos considerar que, en menos de 4 meses, estamos ante una situación alarmante). El personal sanitario está muy afectado por lo sucedido, algunos están creando iniciativas de forma voluntaria, junto con colectivos de defensa de la juventud y movimientos sociales. Sin embargo, la Secretaría de Sanidad no se ha posicionado ni ha creado medidas efectivas para esta cuestión”.
Durante dos días, EL PAÍS envió correos electrónicos y trató de entrar en contacto por teléfono y WhatsApp con asesores directos de la Secretaría Municipal de Sanidad de Altamira, para poder entrevistar al secretario Renato Mengoni Júnior y averiguar si existe un plan de choque para frenar el suicidio en la ciudad y cuál es su posición con respecto a las demandas de los jóvenes y del personal sanitario. No obtuvo respuesta. EL PAÍS también intentó entrar en contacto con el secretario de Sanidad del Estado de Pará, Alberto Beltrame, para preguntarle sobre las acciones que se tomarían en la serie de suicidios ocurridos en Altamira y qué respuesta daría a una carta enviada por el colectivo Madres del Xingú, en la que solicitan que se tomen medidas. No se respondieron los correos electrónicos ni las llamadas telefónicas.
Sociedad y movilización
Ante unos servicios públicos de salud mental reconocidamente precarios, los movimientos sociales de Altamira se han movilizado para, en palabras de los líderes, “intentar salvar a los jóvenes”. “Este tema del suicidio me angustia mucho, porque conozco el dolor que sienten estas madres. Estamos muy perdidos cuando se nos muere un hijo, aún más cuando se quita la vida, y viene el ‘por qué’ y el ‘si’. Decidí reunir técnicos y asistentes sociales para apoyar a estas madres”, cuenta Málaque Mauad Soberay, que creó el colectivo Madres del Xingú después de que su hijo, Magid, de 22 años, fuera asesinado.
El colectivo creó dos grupos de apoyo para los “sobrevivientes de suicidio”: uno para familiares y otro para jóvenes que han intentado suicidarse. Gracias a la colaboración de profesionales voluntarios del área de la salud mental, el grupo se reúne los sábados manteniendo la distancia física de seguridad para intercambiar información y dolor durante la pandemia de covid-19. La coordinadora del campus de Altamira de la Universidad Federal de Pará, Maria Ivonete Coutinho da Silva, también se ha unido al esfuerzo comunitario. El colectivo Madres del Xingú cuenta incluso con un servicio de prevención informal que monitorea las redes sociales, con la ayuda de amigos de los adolescentes muertos. Cuando detectan una carta de despedida, llaman inmediatamente a los adultos. Una psicóloga o una madre intenta localizar la dirección o llamar a la potencial víctima. Del 4 al 25 de abril, atendieron a 20 familias. En las últimas semanas, han conseguido evitar 12 suicidios al detectar el riesgo e intervenir rápidamente. El último intento de suicidio tuvo lugar el sábado 25 de abril.
En Altamira, el número de chicos y chicas que se han suicidado en lo que va de año es casi equivalente: ocho víctimas son del sexo femenino y siete del masculino. El método que la mayoría utilizó es el mismo que en el resto de Brasil: ahorcamiento. En una sola noche de abril, cinco adolescentes fueron atendidos por intento de suicidio en el Centro de Urgencias de Altamira: a dos de ellos no pudieron salvarlos, la más joven tenía 13 años.
El contagio o la contaminación marca el tema del suicidio, especialmente entre los adolescentes. Pero esta es solo una de las posibles causas del aumento de casos en un determinado grupo, comunidad o ciudad. Cada suicidio es particular y debe analizarse individualmente. Asimismo, una serie de suicidios solo puede entenderse en su contexto social. Los fenómenos como el de Altamira deben entenderse por lo que cada caso tiene de particular, por lo que cada comunidad tiene de particular y también por coincidir (o no) con las características e hipótesis generales que los especialistas señalan en los suicidios de adolescentes. En un mundo conectado y globalizado, en el que los jóvenes de diferentes lenguas y partes del planeta consumen productos de entretenimiento similares, circulan en la misma deep web y enfrentan desafíos y amenazas similares, cualquier análisis debe abarcar tanto lo particular como lo universal.
Por las cartas y mensajes que dejan los adolescentes antes de suicidarse, y por la información obtenida durante la investigación para este reportaje, las razones que dan son: un mundo injusto habitado por personas crueles, la imposibilidad de convertirse en lo que les gustaría ser, el fin de una relación, bullying en la escuela y en el cuartel, el descubrimiento de que hay abuso sexual en la familia. Estos motivos provocan un dolor insoportable, para el cual “la muerte sería la única solución”. Millones de adolescentes en todo el planeta pasan por este tipo de experiencias, con más o menos frecuencia. ¿Por qué, en estos casos, se han convertido en la justificación para quitarse la vida?
Belo Monte y sufrimiento psíquico
En el campo social, la principal hipótesis que señalan los profesionales de la salud y los representantes de grupos que se han movilizado para enfrentar la tragedia en Altamira es la desestructuración que generó la construcción de la central hidroeléctrica de Belo Monte en el río Xingú, que provocó grandes transformaciones en la ciudad y en la vida de la población a partir de 2010. “Junto con la Universidad Federal de Pará, estamos haciendo estudios e investigaciones para intentar entender lo que está sucediendo. Nuestro principal punto de partida son los impactos negativos producidos por Belo Monte y todos los procesos que involucran. No se trata solo de la salud mental, sino de una situación psicosocial completa”, dice Alexsandro Prates Freitas, del Núcleo Extendido de Salud Familiar y Atención Primaria de Altamira. “En vista de la cantidad de suicidios y también del aislamiento debido a la pandemia, hemos lanzado un proyecto llamado Servicio de Atención Biopsicosocial en Línea. Un asistente social atiende la llamada y evalúa el caso. Si se trata de una demanda psicológica, la persona se deriva automáticamente al psicólogo”.
En pocos años, Altamira ha dejado de ser una ciudad con hábitos provincianos, como dormir con la ventana abierta y caminar por las calles de noche sin preocupaciones, donde la mayoría de los residentes se conocían, para convertirse en la ciudad más violenta de Brasil, según el Atlas de Violencia de 2017 (con datos de 2015), una publicación del Instituto de Investigación Económica Aplicada y del Foro Brasileño de Seguridad Pública. En el Atlas de la Violencia de 2019 (con datos de 2017), la ciudad de Maracanaú, en el Estado de Ceará, le ha tomado el primer lugar a Altamira, que ha pasado a ser la vicecampeona nacional entre las ciudades con más de 100.000 habitantes. También ostenta el título de la ciudad más violenta de la Amazonia. Los investigadores señalan que la población llegó a duplicarse durante las obras de la hidroeléctrica.
Los adolescentes que se suicidan hoy en Altamira llegaron a la adolescencia durante el controvertido y conflictivo proceso de construcción de Belo Monte, en el que la ciudad se desfiguró, al igual que la vida de sus familias. “Belo Monte hizo mucha propaganda de que el desarrollo iba a llegar y que todo iba a mejorar en la ciudad: muchos trabajos, hospitales, escuelas. Pero lo que Belo Monte trajo a la infancia y la juventud fue el crimen y la proliferación de drogas. Los jóvenes perdieron sus espacios de ocio y las playas, las familias perdieron los trabajillos que hacían y la posibilidad de pescar. Sin perspectivas y políticas públicas, solo les queda el suicidio”, dice Antonia Melo, coordinadora del Movimiento Xingú Vivo para Siempre y una de las principales líderes populares del Xingú.
Entre 1989 y 1993, Antonia y otros líderes de los movimientos sociales de Altamira se enfrentaron a uno de los mayores traumas de la ciudad, conocido como “el caso de los niños emasculados de Altamira”, niños que fueron encontrados muertos o casi muertos después de que les cortaran los genitales. Los sobrevivientes y familiares todavía viven esta violencia casi innominable como si fuera hoy. Ahora, los mismos líderes que buscaron justicia en el pasado enfrentan lo que podría conocerse como “los niños y niñas suicidas de Altamira”. Atravesada por el dolor de ver una juventud destruida por la violencia, Antonia Melo dice: “Belo Monte acabó con el presente y el futuro. Hoy Altamira está bañada en lágrimas y sangre”.
Unas 40.000 personas fueron expulsadas de sus hogares a orillas del río Xingú, en las islas y en el centro de la ciudad para dar cabida a la planta que los residentes llaman “Belo Monstruo”. Parte de esta población “transferida” fue arrojada a los Reasentamientos Urbanos Colectivos (RUC) construidos en las afueras de Altamira. Este proceso disolvió los lazos comunitarios y vecinales, fundamentales para sustentar la vida cotidiana, y destruyó el sentimiento de pertenencia. También causó inseguridad alimentaria en familias que vivían de hacer trabajillos cerca del centro y en pescadores que ya no pueden pescar, debido a la distancia a la que viven del río y a la reducción de la calidad y cantidad de peces y especies que viven en él tras la construcción de la presa. Hay indicios de que el consumo de alcohol y drogas, así como los casos de abuso sexual, aumentaron debido al cambio de vida. En el caso de la población ribereña, las consecuencias fueron aún más dolorosas, porque su modo de vida quedó totalmente destruido. Hoy esperan que Norte Energia S.A., la concesionaria de la hidroeléctrica, cumpla con su obligación de reasentarlos en el embalse. Ese reasentamiento viene siendo pospuesto desde hace años.
Durante el período de implantación de la central, también hubo un cambio en el perfil de la criminalidad. Las bandas de Altamira fueron tomadas por facciones nacionales del crimen organizado. Ya en el primer año de existencia, los RUC fueron estigmatizados como un territorio de violencia, aumentando todavía más el sentimiento de exclusión de la población desplazada. En julio del año pasado, la prisión de Altamira fue el escenario de la segunda mayor masacre de la historia del sistema carcelario brasileño, con 62 muertos, solo superada por la de Carandiru (São Paulo), en 1992.
Cuatro de los suicidios los cometieron precisamente adolescentes que vivían en los RUC Jatobá, São Joaquim, Água Azul y Casa Nova. Otros cuatro vivían en barrios que sufrieron cambios drásticos con la llegada de Belo Monte: Paixão de Cristo y Jardim Independente 1. Un padre, residente de uno de los RUC, ha perdido a dos hijos este año. Ambos se ahorcaron. Primero, el más joven, justo antes de cumplir 16 años. Después, su hermana, de 26 años, que no pudo soportar el dolor agravado por la muerte de su hermano. Fue encontrada ahorcada, con su bebé de meses todavía en el regazo.
Daniela Silva, de 26 años, del Movimiento Juventudes del Medio Xingú, es otra líder que vincula el suicidio con la desestructuración que generó la hidroeléctrica: “Belo Monte tiene la culpa, sí. Rompió la relación comunitaria que teníamos cuando nos envió a los RUC. Es muy triste ver que los jóvenes se están matando porque es difícil vivir en una realidad sin mañana. Si no tienen deporte, no tienen ocio, no tienen cultura, la vida se vuelve gris. Crecí en la periferia, pero, aun así, podía jugar en el riachuelo. Hoy, vivir es un desafío mayor, y la pandemia ha agravado esta situación”, afirma. “Los jóvenes deben tener un tiempo, una voz y un lugar. Cerrar las torres [desde donde saltaron los jóvenes] no soluciona nada. El problema tiene que resolverse en la raíz. Tenemos que transformar este sitio en un espacio de esperanza, de mirar hacia el futuro”.
Asustados por los suicidios de sus amigos, los jóvenes periféricos, indígenas y ribereños han creado un grupo para intentar encontrar salidas. Están llevando a cabo una campaña titulada “¡Devolvednos la esperanza!”. El 31 de marzo, el día en que dos jóvenes se suicidaron y un tercero fue asesinado, publicaron una carta abierta a las autoridades:
“Dicen que somos el futuro del país, pero ¿cómo podemos ser el futuro si no tenemos un presente? Nosotros, los jóvenes del municipio más grande de Brasil y el tercero más grande del mundo, estamos profundamente preocupados por nuestra situación frente a los casos de suicidio entre nosotros y los casos de exterminio que tienen lugar en nuestra ciudad. Hoy, nos han dejado tres jóvenes. Dos se han suicidado y el otro ha sido asesinado por una bala de la Policía Militar del Estado de Pará. (...) Todos los días tenemos nuestros derechos menoscabados por la falta de acción de nuestros dirigentes y por la falta de empatía de la sociedad. Todos los días morimos un poco emocionalmente, ya que es difícil vivir en un mundo egoísta, autoritario y sin esperanza. Por este motivo, escribimos esta carta para pedir a las autoridades del Estado y, especialmente, a las autoridades municipales que pongan en práctica políticas públicas y sociales dirigidas a los jóvenes”.
En la carta también hicieron una pregunta cuya respuesta será crucial para prevenir el suicidio de la juventud: “¿qué valor tienen nuestras vidas para la sociedad y especialmente para el Estado?”.
La relación entre Belo Monte y el sufrimiento psíquico ha sido objeto de investigación. En 2017, el proyecto Clínica de Cuidado llevó a 16 psicólogos y psicoanalistas y una psiquiatra a Altamira para realizar una intervención a la población ribereña afectada por Belo Monte, en la que se atendieron a más de 70 personas, la mayoría en los RUC. El trabajo lo coordinaron los psicoanalistas Ilana Katz y Christian Dunker, catedrático del Instituto de Psicología de la Universidad de São Paulo. Para EL PAÍS, anticiparon algunas conclusiones del libro y documento público sobre el sufrimiento de los refugiados de Belo Monte, que está en fase de elaboración. Según Ilana Katz:
“Los servicios sanitarios de Altamira y otras iniciativas de investigación en el territorio ya indicaban entonces un aumento significativo de enfermedades del cuerpo (los relatos más comunes eran de enfermedades cardíacas, diabetes, derrames y depresión). Al escuchar a los ribereños afectados por Belo Monte, esta noticia se confirmó: recopilamos testimonios locales de intenso sufrimiento psíquico. El sufrimiento, en ese territorio, afectaba a la salud general y mental, al vínculo social, al funcionamiento familiar e institucional, reforzaba la opresión de las minorías y las situaciones humanas de extrema vulnerabilidad psicosocial. El estilo de vida ribereño se hizo inviable, y los afectados se convirtieron en pescadores sin río, habitantes sin hogar. El efecto de la violación de los derechos civiles y del desmantelamiento de la experiencia comunitaria fue devastador, y el trabajo de duelo, de alguna elaboración de las pérdidas sufridas, no tuvo ningún amparo y no sucedió. Entendemos que el desarraigo entre la experiencia y la posibilidad de que se contara, narrativizara, dio lugar a la aparición de síntomas, crisis de angustia, y también generó una propensión a actos impulsivos”.
Christian Dunker llama la atención sobre las conexiones entre el suicidio y un cambio repentino en el modo de vida de una población: “Una hipótesis preliminar podría sugerir que ciertas formas emergentes de violencia, la agudización de la tensión social y el suicidio están vinculados a cambios bruscos en el modo de vida de las poblaciones. Consideremos que el intercambio social de afecto, la realización colectiva del duelo y la acción colaborativa de reconstrucción simbólica y material dependen, particularmente para las poblaciones vulnerables, de la comunidad a la que pertenecen. El funcionamiento de esta comunidad se ve muy afectado cuando la familia y los parientes se ven transferidos a zonas muy distantes, a veces lejos del río, sin un sistema de transporte que permita una vida cotidiana común. Así, la reformulación de la ciudad tendió a aumentar el proceso de individualización de las personas. Aunque estuvieran en casas nuevas, desconocían a sus vecinos y la colaboración con ellos se volvió incierta. Un estudio genérico sobre las condiciones de salud en Altamira ya señalaba que factores como el desempleo, la inflación demográfica, las reformulaciones urbanísticas y los cambios económicos, ecológicos y sociales podrían afectar a los niveles de violencia y, en consecuencia, de comportamiento de riesgo. Esto se observó en otros desastres ambientales, como Brumadinho y Mariana. A partir de la comprobación in situ de las condiciones generadas por la construcción de la presa de Belo Monte, está claro que se ha subestimado el impacto en la salud psicológica de la población. Cuando la causa es sistémica, sus efectos también son sistémicos. Es difícil decir que la construcción de la presa determinó este o aquel síntoma, pero no hay duda de que hizo aumentar el nivel general de sufrimiento de las personas”.
El psicoanalista sugiere el concepto de “suicidio anómico”, de Durkheim, para reflexionar sobre los acontecimientos de Altamira. “En teoría, no se trataría de suicidios egoístas, ni altruistas, sino anómicos. Hay suicidios relacionados con la pérdida de pertenencia social, en los que la persona no se siente reconocida o ubicada entre los suyos. Hay otros suicidios en los que predomina la reacción a los cambios en las normas y reglas sociales, que el sujeto tiene dificultades para integrar o incorporar. En el caso de los suicidios anómicos, estas dos cosas pueden suceder, pero prevalece el sentimiento de que el mundo está en desorden, de que hemos perdido la relación entre de dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde vamos. Esto se debe a que el mundo se percibe como desorden, donde hay una suspensión o imposibilidad de leer el sentido de las cosas. El cambio radical en la forma de vida exige la incorporación de nuevas reglas sociales. La pérdida de cohesión y solidaridad pueden estar vinculadas a la separación de familias y comunidades, al alejamiento de sus referencias simbólicas, como el río, y las formas religiosas y narrativas asociadas a él. Por lo tanto, el cuadro de anomia subjetiva puede ocurrir incluso en una situación de ‘normalidad funcional’, porque las personas pueden no reconocer el carácter repetitivo del trauma, la suspensión o el aplazamiento del dolor y la fragmentación de la experiencia. Eso significaría que, por un lado, la vida continúa con su rutina de trabajo y estudio, pero que el sentimiento —ahora todavía más inexplicable— de desajuste e inadaptación, de vacío y pérdida de sentido permanece”.
Erika Costa Pellegrino, psiquiatra de la Clínica de Cuidado que se mudó de São Paulo a Altamira, en 2017, para seguir de cerca el proceso de desestructuración provocado por Belo Monte en diferentes poblaciones, y actualmente también profesora del curso de Medicina de la Universidad Federal de Pará, formula algunas hipótesis en esta dirección:
“Entre los niños y adolescentes, los principales factores de riesgo son el trastorno mental y la desestructuración familiar. Aunque varias ciudades de Brasil tienen problemas sociales y de acceso a los servicios públicos de salud mental, la dimensión de lo que sucedió en Altamira a partir de Belo Monte cambió el perfil epidemiológico de la salud mental en el municipio. Todavía no tenemos datos cuantitativos sobre esto, pero es algo que todos señalan. Belo Monte fue un acontecimiento muy repentino y muy grande. Tanto para las familias que han sufrido directamente el impacto —las que han sido obligadas a trasladarse— como para las que lo han sufrido indirectamente —las que sufren el aumento de la violencia—. Tiene sentido pensar que el aumento repentino y radical de la enfermedad y la desestructuración de los lazos tendrán un mayor efecto en los más vulnerables, como los niños y adolescentes. Este proceso de desestructuración se está desarrollando y acumulando, lo que también nos ayuda a pensar por qué sucede esto ahora, en 2020. El trauma generado causa, con el tiempo, transformaciones psíquicas en las mentes de estos niños y adolescentes, y estas transformaciones traen consecuencias”, afirma. “Estamos relacionando todo lo que hemos estudiado y escuchado en las consultas, pero será necesario hacer una investigación a fondo escuchando a las familias de los que murieron y de los que intentaron suicidarse y sobrevivieron para poder comprender toda la complejidad de lo que estamos viviendo en Altamira y de lo que dicen estos adolescentes al suicidarse”.
EL PAÍS entró en contacto con Norte Energia S.A., la concesionaria de Belo Monte, que respondió por medio de un comunicado, reproducido aquí en su totalidad: “Norte Energia desconoce esta hipótesis y refuta cualquier ilación asociada al proceso de instalación de la Central Hidroeléctrica Belo Monte”.
Consumo, cuerpo e internet
Uno de los adolescentes que se suicidó en Altamira dejó una carta muy discutida por los adultos involucrados en la búsqueda de prevención: “Perdón por lo que voy a hacer, quitarme la vida, hacer que sufra tanta gente que me quiere, pero no puedo soportarlo más, el dolor interno que siento ya es mayor que yo, es imposible describirlo. (...) He descubierto de lo que no soy capaz y lo podrido que está este mundo, solo hay maldad e hipocresía. (...) Mostraré de la peor manera lo que es un sentimiento de indignación, sentido por muchos, pero expresado por pocos. Nada en este mundo me hace feliz como quiero. (...) Quiero dejar claro que no es mi intención causar sufrimiento a nadie, pero he elegido terminar con mi infierno interior, el dolor ya es muy grande. (...) Simplemente no consigo aceptar ciertas cosas, y ya estoy muerto por dentro”.
Según el relato de un testigo que presenció su suicidio, “dio dos gritos, uno fuerte y otro más suave, y cayó como una hoja”. Es una forma de verlo. Los miembros de la familia que lo levantaron del suelo vieron un cuerpo tan reventado que se necesitaron horas para reconstruirlo para el entierro. Esa imagen nunca la olvidarán. El suicidio, como dice una madre, mata una parte de la persona que ama y se queda. “Voy a vivir, pero sintiendo que me han amputado algo esencial”. El análisis del ordenador de uno de los adolescentes que se quitó la vida mostró que, días antes, además de buscar manuales y grupos de suicidio en internet, también buscó cuántas madres se suicidaban tras la muerte de sus hijos.
Las justificaciones inmediatas que dan los adolescentes para quitarse la vida han llamado la atención de padres, maestros y profesionales de la salud mental. El fin de una relación. Bullying. Decepción con los adultos. Obviamente, este es solo un punto de partida, un principio de respuesta. Pero revela una generación con pocas estrategias para lidiar con la frustración y también con dificultades para lidiar con el tiempo. Es como si no tuvieran recursos internos para enfrentar las respuestas que tienen que construirse, es como si no pudieran soportar una respuesta que sea menos veloz que el tiempo de internet. Y también es como si no pudieran tolerar la falta de respuestas de la condición humana.
Eso no significa que estén más mimados que los jóvenes del pasado, sino que viven en tiempos diferentes. No solo una época diferente, sino un tiempo y una textura de ese tiempo muy diferentes de los de finales del siglo pasado, por ejemplo. La mayor parte de su experiencia de existir la han vivido en un mundo que también es real, pero que está delimitado por otros códigos. Los botones “me gusta” y “bloquear” son instantáneos y sustituyen las respuestas. Pero no son respuestas. Se puede borrar un mensaje o una persona, pero, a la vez, el recuerdo de internet es eterno y sigue (y a veces persigue) a ese joven en los espacios concretos de su vida, como la escuela.
Jaron Lanier, analista del mundo digital y creador de realidad virtual, llegó a sugerir en un video que los adolescentes deberían abandonar las redes sociales al menos por un tiempo. “Estamos enganchados a un sistema de recompensas y castigos, en el que las recompensas suceden cuando otros te retuitean y los castigos, cuando otros te maltratan en las redes”, dice. Según Lanier, esta manipulación no es tan dramática como la adicción a la heroína o al juego, pero sigue el mismo principio. “Deja a las personas ansiosas e irritadas, y hace que especialmente los adolescentes estén deprimidos, lo que puede ser muy grave”, afirma. “Hay una gran cantidad de evidencias y estudios científicos. El ejemplo más aterrador es la correlación entre el aumento de suicidios entre los adolescentes y el aumento del uso de las redes sociales”.
Y da un consejo a los adolescentes: “Si eres una persona joven y solo vives en las redes sociales, tu primer deber es conocerte a ti mismo. Tienes que probar viajar, tienes que desafiarte a ti mismo. No te conocerás sin esta perspectiva. Entonces, date al menos seis meses sin redes sociales. No puedo decirte lo que es correcto. Tú eres el que tiene que decidir”.
En internet, la atención está fragmentada, el cerebro reacciona a estímulos y actúa en el tiempo de la velocidad. Concentrarse más de algunos segundos en algo que no se mueve parece imposible. Y todo esto sucede en un momento de exacerbación del consumo, el gran mediador de la experiencia contemporánea. Y el consumo promete disfrute inmediato, y promete completitud. Tanto el “gustar” y “bloquear” de internet como el mecanismo que mueve el consumo, en el que siempre falta algo para poder vender de nuevo la ilusión de que en la próxima compra estarás completo, mantienen la mente en un estado de ansiedad permanente. La falta, una condición humana que produjo movimientos capaces de logros extraordinarios, se vive, tanto en internet como en el acto de consumir, como una traición e incluso una “injusticia”. La falta se vive como dolor, y no como un deseo que nos mueve a hacer historia con los otros y a tejer una vida que valga la pena. Y ese dolor, según los jóvenes que se suicidan, es insoportable.
“No tengo la vida que quería tener”, dijo una niña de 18 años a la psiquiatra Maria Aparecida da Silva, de São Paulo. La médica cuenta que este tipo de afirmación, asociada a un sufrimiento presentado como insoportable, es cada vez más frecuente tanto en la sanidad pública como en su consultorio privado. “Lo que más escucho es esto, y me deja atónita. ¿Cómo alguien de 18 años puede anunciarse como un fracasado? Y se refiere a cosas materiales”, afirma. “He reflexionado sobre este avance tecnológico que hemos tenido, esta vida en internet en la que empiezan muy temprano, cuánto espacio le quita a otro tipo de desarrollo. Todo es muy rápido. La recompensa es inmediata. Quiero algo y tengo que tenerlo inmediatamente. Incluso desde un punto de vista neurobiológico, lidiar con la frustración desarrolla, neuroanatómicamente, estructuras de conexión. Si no dejas que el otro se frustre y lo atiendes muy rápidamente, estas estructuras no se desarrollarán. No se desarrolla ni la creatividad. Como el universo interno se encoge, como la fantasía y la imaginación encogen, las posibilidades también se encogen. La vida de consumo, ahora exacerbada por internet, es la vida del tener, no la de ser”.
Hay otra cosa fundamental que ha cambiado. En el mundo también real de internet, se supone que las personas viven sin cuerpo. Pero el cuerpo está completamente presente, solo que en otro lugar. El cuerpo palpita. Y el cuerpo molesta. También puede ser mucho más difícil dar un contorno al cuerpo, vivir la experiencia del cuerpo en transformación en un mundo en el que el cuerpo se ha convertido en un objeto también en las redes. La autolesión, cada vez más frecuente entre los jóvenes de todas las clases sociales, puede interpretarse —también— como una necesidad desesperada de materializar la existencia en un solo lugar, de “encarnarse”. El suicidio es un acto de desesperación en el cuerpo.
Desde que notó el aumento en el número de suicidios de adolescentes, la psiquiatra Maria Aparecida entendió algo importante: “Este modelo médico tradicional ya no me sirve. El número de casos es muy grande. Y cuantos más psiquiatras haya en la sanidad pública, mayor será la demanda. El modelo tradicional ya no encaja aquí, hay que encontrar otros caminos, tejer otros planes terapéuticos”, dice. La psiquiatra está esperando a que se supere la pandemia para poner en práctica un proyecto que trabaja con el cuerpo de los adolescentes. A partir del género musical K-Pop, que a la mayoría de ellos les encanta, quiere ampliar el cuidado de la salud mental con estos jóvenes. “Quiero hacer un trabajo que muestre otras posibilidades, que muestre que para tener contacto con el cuerpo no hace falta herirse, porque, en mi experiencia clínica, la autolesión está muy relacionada al suicidio. Comienza como autolesión y puede terminar como suicidio”, afirma. “La cuestión es: ¿cómo se puede tener un cuerpo para el placer, para la alegría? Estoy construyendo un trabajo, a partir de conversaciones con profesionales que trabajan con la danza, para buscar otras formas de sentir el cuerpo que no sean el dolor”.
Junto con otros profesionales de la sanidad pública de Santana do Parnaíba, la psiquiatra fue a una escuela a dar conferencias y debatir el suicidio con la comunidad escolar. A partir de ese momento, la cantidad de personas que hablaron de sus intentos de suicidio y pidieron ayuda se multiplicó, porque finalmente podían contar lo que les estaba sucediendo. “La medicación en algunos casos ayuda, pero escuchar es fundamental. Es el mejor tratamiento. A menudo, la medicación es la forma con que se interviene, simplemente porque la atención psicoterapéutica no va tan rápido. Entonces, la medicación disminuye los síntomas. Pero, insisto, es necesario escuchar”, dice.
Mário Corso, psicoanalista y autor del libro Adolescência em cartaz - filmes e psicanálise para entendê-la (La adolescencia en la cartelera: películas y psicoanálisis para entenderla), escrito con la también psicoanalista Diana Corso, hace un análisis muy agudo del fenómeno de la autolesión. Y dice:
“Siempre hemos existido con un cuerpo, es obvio, pero nunca lo habíamos necesitado tanto para ser alguien. Está pasado de moda solo tener éxito, que te admiren. El biotipo tiene que corroborarlo. El cuerpo forma parte del triunfo del yo o, si no, no es total. El valor que le damos a nuestro físico ha crecido. No es que el mundo haya empeorado, solo se transmutan los síntomas. Hay que añadir el gesto en este nuevo momento en el que ‘hablamos’ más desde el cuerpo. En el corte hay un sufrimiento agudo que no encuentra otra forma de expresarse. La persona tiene que ser escuchada, tiene que entender su dolor para que este dolor pueda expresarse de otra manera. Si la sigue alguien que entiende su dolor, quizás no necesite representarla corporalmente. Los cortes son un intento desesperado de detener una angustia convirtiéndola en dolor físico, y dar visibilidad al sufrimiento psicológico. Es un dolor que no puede dejarse de lado, ni tampoco puede soportarse todo el tiempo. Es un corte en la carne y en la escenificación. Por esta razón, no es raro que, en los relatos, el corte se cuente como un alivio momentáneo.
”Las heridas cicatrizan y se convierten en recuerdos inolvidables, que dejan de sangrar y de doler, como si el sufrimiento hubiera dejado una firma. Sin embargo, si el dolor de una herida psíquica se cierra suturando un lamento que no se ha transformado en palabras, regresará con nuevos llamamientos, que se pueden ver pero no escuchar. En lugar de acallar el dolor con analgésicos para el alma, conviene recordar: estas heridas solo cicatrizarán de verdad si lo hacen desde dentro hacia fuera. Hay que dejar que las palabras sangren hasta que los dolores se sequen.
”El corte indica que hay un sufrimiento agudo. El siguiente paso, si no se hace nada, serán escenificaciones más dramáticas, que pueden desembocar en la más radical: el suicidio”.
El dolor y la imposibilidad de lidiar con él también señalan cuán brutal es ser un adolescente en un mundo que se ha transformado en pocos años. Ni siquiera los padres y los maestros entienden una parte de esta transformación, porque vienen de un mundo aún no transformado. Los adolescentes de este momento histórico no son “débiles” o “cobardes” —como los llaman los odiadores de internet— que publican comentarios violentos mientras se suicidan o poco después de hacerlo, como sucedió en algunos casos en Altamira y otras regiones del país. El hecho importante es que están viviendo experiencias que ninguna otra generación ha vivido, y las están viviendo en un momento muy malo, el de un planeta corroído por la emergencia climática causada por el capitalismo y, ahora, también por la emergencia sanitaria más grave de los últimos cien años. No podemos olvidar que, si sus gritos no se escuchan —sea cual sea la forma que encuentren para gritar—, los más sensibles mueren primero. El suicidio no puede explicarse con una sola causa, sino con una red de causas capaces de abarcar toda su complejidad, tanto en lo particular como en lo colectivo, tanto en lo privado como en lo social.
Internet tampoco es la responsable, sino lo que hacemos de ella, en ella y con ella. Como muestran los niños que ya han entendido que este “aislamiento”, una palabra tan en boga, se trata menos de una cuestión de distancia y más de una cuestión de presencia, de tiempo juntos. Los adultos pueden estar callados, y los niños saben que están con ellos. Cuando cogen el móvil, protestan de inmediato, porque saben que sus padres —o quien sea— ya no están allí. Se han ido. Del mismo modo, los niños adolescentes no están en su habitación, protegidos. Se han ido. Y a menudo están solos en la deep web.
La familiar de uno de los adolescentes que se suicidó este año en Altamira llegó a hipótesis similares. Desde que el chico murió, ella, que trabaja con grupos de jóvenes, se dedica a tratar de entender lo que intentó decir con su muerte, para evitar que otros se maten. “Hoy, la juventud es muy inmediatista. No consigue lidiar con cosas que llevan tiempo. Ante un dolor que no pueden superar rápidamente, quieren eliminar ese dolor. Si hacen un tratamiento, tardará en surtir efecto y no saben cómo lidiar con la tardanza. Tenemos que ayudarlos a entender que la vida no es tan inmediata como un videojuego o como el WhatsApp o Facebook. Pero también tenemos que entender que estamos fallando al no abrazarlos. En muchos sentidos, estamos dejando sola a esta generación”, dice. “Intento leer varias veces las cartas que dejaron. Sienten un dolor tan fuerte de indignación y de decepción con la humanidad. Tan grande, que no creen que pueda cambiar. Pondré fin a mi vida para ver si la sociedad se da cuenta y cambia esta forma de ser. Tenemos que escuchar lo que dicen cuando se matan. Y dicen que, como sociedad, le estamos fallando a su generación”.
Ante un mundo que se ha vuelto mucho más complejo, en el que los adolescentes se quedan solos antes y de maneras totalmente nuevas, al proteger la infancia, podemos estar desprotegiéndola. Es lo que señala el psicoanalista Mário Corso. “Tenemos un logro civilizador interesante, que es la infancia protegida, reconocida en sus particularidades. No deberíamos cambiar eso, pero quizás pensarlo mejor. Nuestros niños crecen en una burbuja protectora que se rompe en la adolescencia. Bruscamente, descubren la dureza del mundo, la violencia, la exigencia desmedida —en este caso, a veces de los padres—. Se sienten traicionados por el mundo de cuento de hadas que les habían contado. ¿No estaremos exagerando, no habría una forma de mostrarles el mundo como es realmente desde una edad temprana? Es típico que al inicio de la adolescencia se produzca una depresión relacionada con la percepción del peso del malestar de la civilización. Las utopías ya no cuelan, vivimos en la era de las distopías. Las creencias religiosas tampoco, el joven siente que está en un mundo absurdo. Y debemos pensar que no ha desarrollado los anticuerpos que los adultos ya tenemos... Y eso llega de golpe. ¿No podría ser en cómodos plazos? Estoy bromeando, pero creo que hemos exagerado la dosis del mundo de Disney. En resumen: no los preparamos para la desgracia, no hablamos de derrotas, pérdidas, y son la única certeza en esta vida. Les enseñamos a ganar, a decir que serán ganadores. Les enseñamos lo fácil y olvidamos lo esencial: saber cómo soportar la dureza de un momento complicado para la civilización”.
Puede que esta sea la clave para entender por qué Altamira tiene un número aún mayor de jóvenes que se suicidan que otras ciudades de Brasil. Altamira es una ciudad desfigurada en un mundo desfigurado. Desfigurada por Belo Monte como en la década de 1970 fue desfigurada por la carretera Transamazónica. Esto es lo que dice la familiar de uno de los jóvenes suicidas:
“El suicidio en Altamira tiene tres ejes: Belo Monte es uno de ellos. El otro es que nosotros, una sociedad inmediatista, consumista, productivista, no estamos cuidando bien de las generaciones futuras. Los estamos aislando de nuestro mundo mientras estamos ocupados sobreviviendo. El tercer eje es la ausencia de políticas públicas que les den derecho a una vida digna. Para comprender los suicidios en Altamira es necesario entender que aquí, todos los días, estamos luchando por sobrevivir. Aquí, sentimos todo el peso del sistema capitalista que controla la economía y deshumaniza la sociedad. No estamos siendo dignos de cuidar a nuestra juventud. Siempre somos bomberos en Altamira, siempre apagamos incendios [a menudo literalmente, como cuando la selva ardió en 2019]. En Altamira nos despertamos cada día matando a un león para seguir viviendo. No estamos preparando a nuestra juventud para enfrentar a este león, y luego se sienten impotentes. Lo que estamos cosechando en 2020 es el resultado de todo lo que nos ha sucedido en el pasado y todo lo que no hemos hecho en el pasado. El suicidio es el resultado de lo que estamos haciendo con nuestras futuras generaciones”.
Una mujer cuenta que interpretó así la carta de despedida del adolescente que tanto amaba: “Ya estaré muerto. Pero antes quiero preguntaros a vosotros, adultos: ¿qué haréis para evitar que otros adolescentes como yo se suiciden?”.
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