La deslegitimación permanente del Gobierno que hace el PP no es propia de las democracias maduras
El modelo de oposición que plantea el partido de Feijóo compromete la estabilidad de nuestras instituciones a largo plazo
Un juez, quizá de los que mezclan el derecho y la política, calificó al presidente de Gobierno de “psicópata sin límites”. Sin ningún freno. La presidenta de la Comunidad de Madrid habla de Pedro Sánchez como un “hijo de puta”. Ambos términos, como otros muchos, se gritan todas las noches desde hace 15 días en las manifestaciones delante de la sede del PSOE en la madrileña calle de Ferraz, y solo se interrumpen para rezar el rosario o para intentar cantar el Cara al sol (sin éxito en muchos casos: no se saben la letra). El líder del PP opina que las risas de su oponente en el pleno de su investidura esconden una patología y pide que la estudie un especialista.
Estos ejemplos, y otros muchos que pueden ponerse, se unen a la desmesura en la crítica al adversario en las sesiones del Congreso y el Senado; en ese momento desaparece la política para dejar paso a la descalificación sistemática y hasta el insulto. En este caso no cabe equidistancia alguna. Se pueden encender las luces cortas y recordar lo que les sucedió a Felipe González a mitad de los años noventa y a Rodríguez Zapatero. El que pierde ha de aceptar rápidamente su derrota. En 1996 González la aceptó (equivocadamente, “una derrota dulce”) y en 2000 Joaquín Almunia asumió la responsabilidad de la suya y la misma noche de las elecciones presentó su dimisión irrevocable; las nuevas legislaturas se iniciaron en un clima de distensión y normalidad. Zapatero no volvió a presentarse. En contraste, bajo el liderazgo de Aznar, el PP disputó en 1989 la mayoría absoluta socialista impugnando los resultados en varias circunscripciones y la regularidad del recuento, porque los resultados del escrutinio desmentían los pronósticos de los sondeos. Por la misma razón, en 2004, el PP discutió el triunfo de sus adversarios atribuyéndolo a sus maniobras para capitalizar los atentados del 11-M. Las legislaturas que arrancaron entonces echaron a andar en un ambiente de tirantez porque el PP se resistió a reconocer sin reservas los resultados. Ahora, ese partido apela a que ha ganado las elecciones de julio al obtener el mayor número de votos y de escaños, obviando que en nuestra democracia parlamentaria manda quien obtiene, mediante acuerdos, la mayoría de los diputados.
Si se alumbran las luces largas se puede mirar lo que le ocurrió a Manuel Azaña durante la II República, años en los que se sucedieron las campañas que buscaban su destrucción personal y, por ende, la liquidación de lo que significaba la política de la coalición republicana-socialista. El historiador Juan Pablo Fusi ha escrito que Azaña empezó a ser víctima de los caricaturistas que, con crueldad extrema, destrozaron su imagen. Los calificativos de “déspota y dictador” se multiplicaron y fue creándose la imagen de Azaña como hombre frío, arrogante, autoritario, que actuaba movido por extraños resentimientos. El político catalán Francesc Cambó declaró: “Se empeñan en crear el mito Azaña y lo están consiguiendo”.
Los responsables del PP han anunciado una oposición durísima, implacable, al nuevo Gobierno. Ello no es habitual en las democracias maduras. Se dice de alguien que tiene “el rostro crispado” o que su presencia “crispa los nervios”, pero son estados pasajeros. El tipo de oposición que se anuncia, con la aspereza de formas que se está utilizando, es permanente. Pero para obtener el poder no vale todo y, sobre todo, no vale la deslegitimación permanente y sistemática del Gobierno. Esta estrategia de la crispación llegó a España de la mano de algunos politólogos norteamericanos identificados con los republicanos más duros (antes incluso de que Donald Trump existiese como presidente), e implica el desacuerdo sistemático sobre todo (iniciativas, propuestas, leyes, gestos, decisiones o actuaciones, etcétera), presentado como “golpe de Estado”, “dictadura”, amenaza a la Constitución, etcétera.
Dicen los teóricos de la crispación que forma parte de ella responsabilizar de la situación a quien la padece y no a quien la provoca: ejercer de bombero pirómano. Generar crispación para a continuación responsabilizar de ella a los demás.
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