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ENSAYOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ni abuelas ni yayas: viejas. Reivindicación de un orgullo

La blanda divinización de los mayores es la mejor trampa para no tomar en serio a personas que tienen la edad que todos —con suerte— llegaremos a tener. Mis abuelos eran adorables y tiranos, como cualquiera

Orgullo de viejo
Eva Vázquez

Mi abuelo me enseñó a nadar sin saber nadar él. Un día lo recordé y escribí la historia en las redes sociales. Enseguida aparecieron comentarios: “Los abuelos son lo mejor”, “Los yayos son la hostia”. O directamente: “Ay, abuelos…”. Se me pusieron los pelos de punta. Era, de alguna forma, como si me robasen la historia y el abuelo. Mi abuelo era una persona, no el integrante de una tribu urbana de características idénticas. A veces era adorable, otras era un tirano, como probablemente lo somos tú y yo.

Quise muchísimo a mis abuelos, pero dulcificarlos me parece injusto para con quienes fueron: personas complejas, llenas de contradicciones, a veces egoístas, otras maravillosas y corrosivamente cómicas, a veces sabias, a veces necias. Como todos. Colocar a los viejos en ese estereotipo de abuelito amable es lo mismo que asegurar que si fuese por las mujeres no habría guerras, o que las personas con diversidad funcional intelectual son ángeles, los niños son todos inocentes, las personas racializadas o de un país que nos suene lo suficientemente ajeno muy nobles (un clásico pretendidamente antirracista que permanece) o los gais muy graciosos. Idealizar a cualquier colectivo bajo una cúpula de amabilidad es echarle mucho azúcar a un brebaje que te sabe raro para poder tragártelo como sea.

Dice Marta D. Riezu en su libro Agua y jabón (Anagrama, 2022), que el filósofo Gregorio Luri escribió que a los viejos “se les permite ser figuras entrañables, pero no de autoridad”. Es de los pocos referentes que encuentro en los que se relaciona el edadismo (la discriminación por causa de la edad) con un trato forzadamente benévolo.

Si rebuscamos en más ejemplos, nos encontramos con otro agente negativamente englobador: la costumbre extendida de denominar abuelo o abuela a cualquier persona vieja no emparentada con nosotros. A primera vista, esta palabra parece un atajo alegre para evadir el viejo o vieja o el aparatoso personas mayores. Elena del Barrio, investigadora y codirectora de Matia, fundación sin ánimo de lucro que acompaña a las personas en su proceso de envejecimiento, señala la tendencia a referirse a los viejos como jubilados. “Este tipo de nombres” —dice Elena— “desproveen de identidad, se refieren a las personas en base a su relación con el sistema de producción o la familia”. También señala lo reduccionista del término abuelo: “¿Y cuando la gente no tiene entorno familiar? ¿O cuando no son abuelos? Es como si llamásemos madre a todas las mujeres: una limitación de la identidad”.

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Ya imagino hordas de gente dulcísima indignándose: “¿Por qué sería malo decir que los yayos son adorables?”. Cuesta desprenderse de lo malo cuando no lo parece en absoluto (¿cuántos felicitan aún el 8 de marzo como si fuese un alegre carnaval de la feminidad?). Pero esa blanda divinización de los viejos es la mejor trampa inconsciente que usamos para no tomar en serio a personas que tienen una edad que todos —con suerte— llegaremos a tener. Viniendo como venimos de estos años de covid, en los que protocolos de exclusión de varias comunidades españolas provocaron la muerte de tantos viejos, viviendo una crisis sanitaria que los deja inevitablemente de lado, esa dulcificación resulta una burla.

Anna Freixas (autora de Yo, vieja, Capitán Swing) define su libro como unos “apuntes de supervivencia” o unas “propuestas de resistencia”, y reivindica la palabra vieja. “Lo hago para desestigmatizarla. Queremos sortear una palabra que forma parte de la vida”. Freixas asegura que pronunciarla es el único camino para borrar su estigma negativo.

¿Pero cuál sería la explicación primigenia del edadismo, más allá del capitalismo (no trabajas, no produces, no sirves, y, por tanto, te invalido)? En el estudio de Gerard Quinn e Israel Doron Contra la discriminación por edad y hacia la ciudadanía social activa para personas mayores se explica que, al contrario de lo que sucede con el sexismo o el racismo, en los que opera la diferencia con respecto al discriminado, en el caso del edadismo nos encontramos con todo lo contrario: un punto muy en común. Todos seremos viejos y moriremos. Pocas cosas hay tan globalizadoras como esta. Quinn y Doron hablan de la TMT (Teoría del Manejo del Terror; conceptualizada por los psicólogos sociales Sheldon Solomon, Jeff Greenberg y Tom Pyszczynski), que explica nuestra tendencia a aferrarnos a las ideologías, los valores y la cultura, y rechazar a quienes los desafían en situaciones que nos recuerdan nuestra mortalidad. ¿Y qué mayor recordatorio puede haber que el de una persona que parece estar más cerca de ella? Uno de los caminos para el manejo de este terror es el rechazo explícito a los viejos. Se me ocurre que el otro, oculto por un velo denso, podría ser este baño de dulzura que se descalabra hacia la estupidez. Decía el escritor y editor Weldon Penderton en el podcast Resaca que la “payasización” de algunos colectivos percibidos negativamente responde a un sistema de blanqueo. “Simplificando: para dejar de percibirte como un monstruo, te convierten en un payaso”, explica Weldon. Una deshumanización disfrazada de humanización para hacer frente al terror. “El joven teme a esa máquina que va a atraparle, a veces intenta defenderse con adoquines (…)”, dice Simone de Beauvoir en La vejez (1970, Gallimard). La dulcificación de la vejez es un adoquín lanzado como si fuese una flor regalada el 8 de marzo.

No es esto un reproche, es una llamada a revisarnos también aquí. A ser conscientes de que toda esta dulzura barata es un camino desbrozado para que la persona no-vieja pueda caminar fácilmente. El atajo ideal para no lidiar con la otredad del otro. Idealizar a un individuo adaptándolo al estereotipo clónico que se le ha otorgado es como ese requerimiento de mujer única del que hablaba Lucía Lijtmaer. No es un reproche, repito: es una llamada a una suerte de Orgullo Viejo. De hecho, existe. A raíz de la discriminación edadista que se dio en torno al covid, surgió el movimiento social del antiedadismo, gerontoactivismo o antiageism. Igual que se popularizó el “ponerse las gafas violetas”, visualicemos una suerte de “gafas viejas”, con las que mirar a cada vieja por separado.

Alguna vez he publicado en Instagram un poema que encontré garabateado al dorso de un cuaderno de mi abuela, con las clásicas consecuencias: “Ay, las abuelitas…”. El poema dice así: “El geranio: me gusta por su color y su belleza/ La comida: la odio por la lata que me da, pero no podría vivir sin ella/ Un muro: tirarlo, saltarlo o cagarme en él”. Mi abuela a veces te trataba como a un geranio. Otras, como a un muro.

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