Si lo recordáramos todo, lo pasaríamos mal. Vivir es olvidar
El olvido no es una enfermedad de la memoria, sino un síntoma de su salud. El psicólogo José María Vargas explora los laberintos de los recuerdos
En general, cuando la gente habla de la memoria es para referirse al olvido más que al recuerdo: “Tengo muy mala memoria”, “se me olvida todo”, son expresiones exageradamente frecuentes. Creo que es una realidad que casi todo el mundo tiene asumido una especie de axioma que rezaría así: “Recordar es bueno, olvidar es malo”. Sin embargo, sin olvido nada iría bien, ni nuestra memoria ni, por supuesto, nuestra vida. Acabamos de ver cómo el olvido facilita el recuerdo y cómo, en general, resulta imprescindible para un funcionamiento eficaz de la memoria. El olvido es necesario, lo dejó claro William James cuando advertía de que si recordáramos absolutamente todo lo pasaríamos tan mal en la vida como si no recordáramos nada.
Creo que Borges entendió como nadie la maldición que supondría tener una memoria que guardara y recordara todo. En su genial y espléndido cuento Funes el memorioso, Borges traza con prosa perfecta el retrato de un muchacho que, tras ser “volteado por un redomón”, quedó tullido y sin esperanza de recuperación. La historia se hace fascinante desde el momento de la caída, porque aquel joven gaucho de diecinueve años, que “había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo”, ahora tenía una memoria prodigiosa, infalible. La caída del caballo le hizo perder la conciencia, pero cuando la recobró “el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales”. Funes, sorprendentemente, no pierde la memoria al ser “volteado” por un caballo, sino el olvido y, así, la genialidad de Borges convierte a un muchacho malherido y golpeado en la cabeza en un ser superior, en “un Zaratustra cimarrón y vernáculo” con una memoria abrumadoramente precisa. (…)
Funes lo recuerda todo, no olvida nada. No puede olvidar nada. “Lo pensado una sola vez ya no podía borrársele”. Funes es un ser humano cautivo de una memoria implacable e inasequible al olvido. “No sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. (…) Discernía continuamente los avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga”. (…)
Un ser humano así, sumido en su propio vértigo, amarrado a los detalles, incapaz de ideas generales, incapaz de pensar, porque “pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”, un superhombre, un Zaratustra, nace en la mente de Borges influido, sin duda, por las ideas de Friedrich Nietzsche, uno de los filósofos releídos por el escritor argentino; en concreto, del pasaje de la obra Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, donde el filósofo alemán declara la necesidad vital del olvido con estas palabras: “Imaginemos el caso extremo de un hombre al que se le hubiera desposeído completamente de la fuerza de olvidar, alguien que estuviera condenado a ver en todas partes un devenir. Ese hombre no sería capaz de creer más en su propia existencia, ya que vería todas las cosas fluir separadamente en puntos móviles. Se perdería así en esta corriente del devenir. Como ese discípulo consecuente de Heráclito, apenas se atreverá ya a levantar un dedo. Y es que en toda acción hay olvido, de igual modo que la vida de todo organismo no sólo necesita luz sino también oscuridad. (…) Es posible vivir casi sin recuerdos, e incluso vivir feliz, (…) pero es imposible vivir sin olvidar”.
Necesitamos olvidar. Aunque nos quejemos del olvido, la vida —según subrayó Nietzsche— no es posible sin olvidar. El olvido es mucho más necesario de lo que imaginamos. Los científicos de la memoria no dudan al afirmar que el olvido es exactamente lo que necesita nuestra memoria para funcionar de manera óptima. En su más conocida e influyente obra Les maladies de la mémoire (Las enfermedades de la memoria), el psicólogo francés Théodule Ribot (1839-1916) destacó el valor y la necesidad del olvido. Según sus propias palabras: “(…) una condición de la memoria es el olvido. Sin el olvido total de un número prodigioso de estados de conciencia y el olvido momentáneo de otro gran número, no podemos recordar. El olvido, salvo en ciertos casos, no es, pues, una enfermedad de la memoria, sino una condición de su salud y de su vida”.
La vida nos enseña que son muchas las razones que nos llevan a desear olvidar y a poner en práctica intencionadamente acciones (mentales o conductuales) para “ocultarla” o “expulsar” de nuestra memoria información, conocimiento o recuerdos concretos. Y es que un mundo o una vida sin olvido no sería nada deseable. La prueba más convincente la encontramos en los testimonios de personas que, aunque nos sorprenda, no pueden o no saben olvidar.
El neuropsicólogo soviético Alexander R. Luria tuvo la oportunidad de estudiar a lo largo de más de treinta años las excepcionales dotes de memoria de Solomon V. Shereshevsky, “un ser extraño”, en palabras del propio Luria, que, tras fracasar en la música y en el periodismo, se hizo mnemonista profesional, comprobando entonces, por extraño que pueda parecer, que no sabía olvidar.
Shereshevsky se encontró en su trabajo de mnemonista con el terrible problema de no poder olvidar la información de las sesiones anteriores y constató angustiado que esa información interfería y le impedía recordar con claridad la del momento presente. ¿Qué hacer para impedir aquellas situaciones en las que se sentía anegado de recuerdos inútiles?, ¿qué podía hacer para olvidarlos?, ¿cómo aprender a apartar de su memoria las imágenes con la información que ya no necesitaba? Shereshevsky se vio en la necesidad de aprender “el arte de olvidar”, para lo que recurrió a diversas estrategias mentales que le llevaban a manipular las imágenes, borrarlas, taparlas mentalmente, separarse de ellas…, pero ni aun así conseguía librarse de ellas. (…)
Shereshevsky estaba desesperado, necesitaba olvidar para poder trabajar. No poder olvidar llegó a convertirse en su mayor y “más doloroso” problema. Hasta que un día, de un modo espontáneo, encontró la solución, cuya naturaleza resultó incomprensible tanto para Luria como para él, quien narró así su experiencia: “El 23 de abril tuve tres sesiones seguidas. Estaba físicamente cansado y pensaba en la forma de llevar a cabo la cuarta sesión. Temía que se me apareciesen los cuadros de las tres anteriores. Era un problema terrible para mí. ¿Vería o no el primer cuadro? Tengo miedo de que ocurra. Quiero que no aparezca. Y pensé: el cuadro ya no aparece y sé la razón: ¡yo no quiero que aparezca! Por consiguiente, si yo no quiero, no aparece… Todo radica en que tome conciencia de ello”.
Sorprendentemente, aquel método funcionó y Luria argumentó que probablemente el olvido se había producido por “su inhibición, completada por la autosugestión”. Las palabras del propio Shereshevsky son muy reveladoras a ese respecto: “Me sentí liberado de inmediato. La certeza de que estaba a salvo de los errores me daba mayor seguridad. Hablaba con soltura, me podía permitir el lujo de hacer pausas, sabía que, de acuerdo con mi deseo, la imagen no aparecería y me encontraba perfectamente”.
No obstante, la cuestión de fondo —y de extraordinaria trascendencia— que plantea este caso es el espinoso y controvertido asunto acerca de si las personas tenemos la capacidad para olvidar voluntariamente. Por Cicerón sabemos que Temístocles, el general ateniense dotado de una prodigiosa memoria, se quejaba, precisamente, de no poder olvidar lo que deseaba: “Recuerdo aun lo que no quiero; [en cambio] no puedo olvidar lo que quiero”. Y es que, desde la antigua Grecia, desde Homero hasta nuestros días, el ser humano anda buscando un “arte del olvido” (ars oblivionis), seducido quizá por el centelleo del viejo “arte de la memoria” (ars memoriae).
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