Poliamor y amores varios: contra el cuento de hadas del romanticismo
La sociedad debe desterrar el estigma que pesa sobre las relaciones que escapan al relato de “y vivieron felices para siempre”
La historia de amor romántico que nos han enseñado a todos empieza con un chico y una chica. Se conocen, se cortejan y se enamoran. Sufren algunos contratiempos y dificultades que deben superar, pero, contra toda lógica, acaban juntos “y viven felices”.
Eso quiere decir que la mayor parte de la relación —la mayor parte del amor— se desarrolla después de terminar el relato. ¿Cómo se supone que debe ser el amor una vez que estamos en ese “vivieron felices para siempre”? ¿Se supone que debemos levantarnos cada mañana con el corazón alegre, cantando canciones de Walt Disney a los pájaros y a las criaturas del bosque?
Por supuesto, sabemos que ese es un objetivo poco realista para nuestra vida. Igual que sabemos que los criterios de belleza creados por los publicistas y los influencers son un objetivo poco realista para nuestro cuerpo. Pero hay un inconveniente: saber eso no nos impide compararnos con esas referencias tan poco razonables. Seguimos sintiéndonos insuficientes cuando vemos esos cuerpos “ideales” y nos queda clara la distancia que los separa del nuestro.
Lo mismo sucede cuando pensamos que la vida “ideal” es el “vivieron felices para siempre” al final de una historia de amor: nos queda muy clara la distancia que separa esa fantasía de nuestra realidad. En la vida real podemos estar solos, tal vez por decisión propia o tal vez no. O, si tenemos una relación, quizá es complicada o turbulenta. O, incluso si tenemos una relación pacífica y estable, nuestra vida puede tener dificultades y obstáculos de otro tipo que hacen que ese “vivieron felices” parezca tan realista como vivir en Marte.
Aun así, podríamos pensar: ¿no es bueno tener una meta a la que aspirar? De esa manera nos esforzamos para conseguir un objetivo, aunque a la hora de la verdad sea inalcanzable, y ese esfuerzo, sin duda, mejorará nuestra vida. Pero ahí está la cuestión: en este caso no creo que sea así. Intentar hacer realidad la idea romántica de un amor de “vivieron felices para siempre” es un mal plan.
¿Por qué? ¿Qué hay de malo en intentar ser feliz? ¿Acaso “la búsqueda de la felicidad” no es uno de nuestros derechos inalienables, tan crucial que figura junto a “la vida” y “la libertad” en la Declaración de Independencia de Estados Unidos?
Como suele decirse, hay que tener en cuenta la fuente. La búsqueda de la felicidad forma parte de la concepción estadounidense de una buena vida. Pero ¿hasta qué punto, en general, está mejorando Estados Unidos la vida de sus habitantes? Según el Centro de Control de Enfermedades de Atlanta, la esperanza de vida en Estados Unidos está disminuyendo; y el censo de 2021 reveló que el 11,6% —37,9 millones de personas— vive en la pobreza. Según el informe del índice de progreso social de 2022, “en Estados Unidos el progreso social permanece estancado desde 2011 y está en declive desde 2017″. Hay múltiples factores que explican esa pésima situación, pero, en cualquier caso, el país no es precisamente un gran reclamo publicitario para “la búsqueda de la felicidad”.
Los filósofos y otros teóricos llevan mucho tiempo diciendo que la búsqueda de la felicidad no te hace feliz. Es más, se considera contraproducente. Es lo que se conoce como la paradoja de la felicidad. El psiquiatra austriaco y superviviente del Holocausto Viktor Frankl escribió en 1946 que “una característica de la cultura estadounidense es que, una y otra vez, se nos ordena ‘ser felices’. Pero la felicidad no puede perseguirse; debe ocurrir”. El filósofo inglés John Stuart Mill escribió en 1873: “Solo son felices… quienes tienen la mente fija en algún objeto que no sea su propia felicidad: en la felicidad de los demás, en la mejora de la humanidad, incluso en algún arte o afición, que persiguen no como un medio, sino como un fin ideal en sí mismo. Así, cuando intentan alcanzar otra cosa, encuentran la felicidad por el camino”.
Para pensadores como Mill y Frankl, la felicidad no es un objetivo, sino un efecto derivado de una vida que tiene sentido para la persona que la vive. Y esto me lleva a sospechar que deberíamos aplicar la misma sabiduría cuando pensamos en buscar el “vivieron felices para siempre” romántico como objetivo en la vida. Quizá, en última instancia, también esa búsqueda es contraproducente; y cuando pienso en cuánta gente persigue el sueño romántico para acabar siendo desgraciada, no puedo evitar sentir que algo hay de ello.
Desde que Frankl escribió en los años cuarenta sobre “la orden de ser felices”, ha habido una tendencia cada vez mayor, sobre todo en la cultura dominante estadounidense, a “centrarse en lo positivo” y afrontar “solo con buenas vibraciones” cualquier situación. El resultado puede ser que se avergüence o se ignore a “los que se quejan” y otras personas “negativas”. Es lo que se denomina “positividad tóxica”. Un elemento importante de su mensaje es que, si no somos felices, es culpa nuestra porque no nos hacemos felices a nosotros mismos. (No hay que tener en cuenta cuestiones estructurales como el racismo, el colonialismo, la misoginia, el capacitismo o la pobreza. Solo importa lo individual).
En este contexto, el “vivieron felices” romántico se ha convertido en el modelo de una vida amorosa lograda y el “romanticismo tóxico” correspondiente nos dice que, si no alcanzamos ese estado ideal, es culpa nuestra o un fracaso personal.
Entonces, ¿qué se puede hacer? Se podrían decir muchas cosas al respecto, pero creo que una de las decisiones más importantes que podemos tomar es dejar de obsesionarnos con la felicidad —ya sea en la vida o en el amor— como ideal o como objetivo. En lugar de ello, tenemos que valorar más la enorme variedad de experiencias emocionales humanas, incluidas las llamadas emociones “negativas”, como la tristeza y la ira. Todas las emociones desempeñan un papel importante en nuestra vida y, en mi opinión, todas pueden formar parte del amor.
Cuando decidí titular mi nuevo libro Sad Love (Amor triste) fue porque me fascinó la suposición de que el amor siempre tiene que ver con la felicidad. Cuando preguntamos a un amigo si su relación va bien, le preguntamos si es “feliz con” su pareja. Si son “felices juntos”. Tendemos a suponer que están buscando el “vivieron felices” romántico con esa persona. En cambio, cuando pensamos en un amor triste solemos imaginar algo devastador. Desde la cultura seria, con historias como Cumbres borrascosas y Romeo y Julieta, hasta nuestras listas de reproducción favoritas y catárticas para las rupturas, en nuestra cultura el amor triste se representa como una situación de fracaso total: atroz, devastador y explosivo. Es como si solo conociéramos dos historias de amor: el cuento de hadas y la tragedia.
Estos dos relatos tan polarizados dejan fuera el inmenso espectro de experiencias complicadas y llenas de matices que constituyen nuestra vida y nuestros amores en la realidad. Por ejemplo, cuando nos debatimos con la escala de grises de una depresión de larga duración no somos felices, pero tampoco estamos melodramáticamente tristes. Pero podemos estar enamorados. No tenemos más que entender el amor como algo en lo que tienen cabida todas nuestras emociones, incluso las más aburridas.
Una vez que nos olvidamos de la historia del “vivieron felices para siempre” como único modelo de una buena vida, se abre todo un abanico de posibilidades sobre cómo vivir una vida llena de amor. Aparecen nuevas historias como posibles modelos amorosos: el poliamor, por ejemplo, en el que está bien tener más de una pareja romántica al mismo tiempo, con el conocimiento y el consentimiento de todos. La ideología romántica del cuento de hadas nos dice que esa es una forma de amar de segunda categoría o depravada. Pero la realidad es que, cuando todos los implicados se sienten más cómodos y más completos en una dinámica de relación no monógama, avergonzarlos o estigmatizarlos por seguir su modelo de buena vida está fuera de lugar y es injusto.
Si dejamos atrás la idea de “vivieron felices para siempre” y la concepción romántica del amor, ¿con qué la sustituimos? Si hacemos caso a Frankl y Mill y pensamos que la felicidad no es un objetivo al que aspirar, sino algo que debe ocurrir, entonces también podemos pensar que la felicidad en una relación no es un ideal o un objetivo por el que luchar, sino como un posible efecto derivado de un amor que tiene otras cualidades.
¿Cuáles serían esas cualidades? En su obra, Frankl se basa en sus experiencias con otros prisioneros de un campo de concentración nazi para tratar de comprender qué diferencia una vida que merece la pena vivir de otra que no. Lo que importa, dice, no es la felicidad, sino tener un sentido, un propósito. Y en épocas más recientes han aumentado los datos empíricos que respaldan la afirmación de que la felicidad deriva de encontrar significado a nuestra vida, con frecuencia (como también propusieron Frankl y Mill) a través de la conexión y la colaboración social. Supongamos, por tanto, que el objetivo supremo de una relación amorosa no es la felicidad, sino tener un significado. ¿En qué consistiría ese amor cargado de significado?
Cuando los filósofos analizan la idea de una buena vida suelen hablar de eudemonía, una antigua palabra griega empleada por Aristóteles para expresar sus ideas sobre el “florecimiento”. Yo no soy muy partidaria de las ideas de Aristóteles sobre la eudemonía (entre otras cosas, decía que el florecimiento consiste en ser racional y virtuoso, y que solo pueden conseguirlo por completo las personas bellas). En su lugar, prefiero fijarme en las raíces etimológicas todavía más antiguas de eudaimonia. Es una palabra construida a partir del prefijo eu-, que significa bueno (como en euforia), y daimon, que significa espíritu o entidad sobrenatural. Por tanto, una vida eudemónica es una vida con buen espíritu.
No hay que interpretar textualmente ese daimon o espíritu como un ente sobrenatural. Pueden no ser más que otras personas: no es nada nuevo que las relaciones prosperan cuando cuentan con el apoyo de amigos y familiares, y se resienten cuando están sujetas al estigma social. Pero los daimon que influyen en nuestras vidas también pueden ser más abstractos: la “atmósfera” de una reunión, un Zeitgeist cultural o incluso grandes conceptos amorfos como el capitalismo o el patriarcado.
Lo que intento hacer en mi trabajo es elaborar una teoría del amor eudemónico como un amor “con buen espíritu”, que tenga en cuenta las profundas y dramáticas repercusiones que tiene nuestra capacidad de conectarnos. Nuestra vida amorosa no se desarrolla en el vacío ni “en privado”: incluso cuando nos aislamos en nuestra vida convencional o cerramos la puerta del dormitorio, llevamos con nosotros nuestra historia social y nuestro bagaje cultural.
Amor eudemónico quiere decir el amor colaborativo, dentro y fuera de la relación. Es un tipo de amor cuyo objetivo no es la felicidad individual de las personas que están en esa relación, sino los proyectos creativos y las relaciones sociales que dan sentido a nuestra vida, las cosas que hacen que merezca la pena vivir según pensadores como Frankl. Es el amor que cuenta con el apoyo de los amigos, la familia, la comunidad y la sociedad (por eso es tan importante que dejemos de estigmatizar todas las formas de amor que se desvían de lo que consideramos “normal”). El amor eudemónico no se define por ninguna emoción en particular, sino que está abierto a toda la gama de experiencias emocionales, positivas y negativas. No tiene por qué ser un amor romántico, aunque puede serlo: el amor a un amigo o el amor a la familia también pueden ser amor eudemónico.
Y no es necesariamente feliz. Pero quizá sea nuestra mejor oportunidad de ser felices.
Siempre que no lo busquemos por ese motivo.
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