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La tiranía de la vida eficiente: ¿alguien es capaz de no hacer nada?

Aprovechar cada minuto libre para responder a un mail de trabajo, a un mensaje de un amigo. Rentabilizar cada instante. Un nutrido grupo de pensadores y ensayistas alza su voz contra la dictadura de la eficiencia que inunda la vida contemporánea

Eficiencia
Lalalimola

Aproveche. Que el viaje en metro no sea en balde: quítese unos cuantos correos. Y en el ascensor, nada de mirar pensativo la luz que brinca de planta en planta: responda a esos mensajes que escuecen en el bolsillo. ¿Esperar en el café donde ha quedado viendo la gente pasar? ¡Qué va! Es el momento de enviar audios sobre cuitas laborales. Ni siquiera la almohada significa ya la placidez del punto final: ahora es un soporte más para consultar documentos atrasados.

Hay quien cataloga todas estas secuencias cotidianas como un reflejo claro de los tiempos actuales que han puesto la vida bajo la tiranía de la eficiencia. El sistema fagocita cada actividad y la traduce en términos de rentabilidad o producción. Más que dinero, siguiendo el famoso mantra, ahora el tiempo es una posibilidad para ponerse al día con las series de las que se habla, para estar al tanto del último escándalo político o para preparar un nuevo e incierto proyecto. Parece que no dedicarlo a algo comunitariamente útil o económicamente lucrativo hace que no merezca la pena.

Contra este discurso ya existen voces que proclaman la necesidad de frenar. De rebelarse contra el mandato de lo que resulta rentable. No se trata, aunque esté relacionado, de alzarse contra las redes sociales y su forma de vampirizar nuestras horas, ni de acometer contra ese anglicismo que se enuncia como FOMO (acrónimo de fear of missing out, que es, en rasgos generales, el miedo a perderse planes). El objetivo es abandonar esa interminable lista de tareas y respirar. Ser conscientes de nuestras limitaciones, de la imposibilidad de cumplir todos los deseos y dedicar tiempo a labores no remuneradas, como observar mariposas o tumbarse a la bartola.

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El periodista británico Oliver Burkeman es uno de los impulsores de este movimiento. En el libro Cuatro mil semanas. Gestión del tiempo para mortales (Planeta), cavila sobre “la trampa” de la eficiencia y sobre cómo el ansia de tachar experiencias de una lista eclipsa su disfrute. El problema, arguye, es que nunca se tienen todas las satisfacciones cubiertas. Cuando te planteas un objetivo y lo logras, vas a por otro. Una espiral interminable que suele compararse con la típica imagen del hámster en una rueda. El capitalismo, opina Burkeman por correo electrónico, no permite que nos paremos a pensar. Y por eso hay algo de “subversivo” en “detenerse, hacer una pausa y reflexionar”, dice.

La trampa, agrega Burkeman, no es solo que tengamos muchas cosas “tediosas” que hacer, sino que hay “demasiadas opciones” en general, incluso emocionantes. Y eso nos aleja de lo importante. Ya sea por una cuestión de comodidad (dejamos para más tarde lo que creemos de mayor magnitud) o porque tememos comprometernos con tareas grandes que nos harían descubrir nuestras limitaciones. Se le suma un entorno lleno de estímulos y que insta a la omnipresencia. “Una de las consecuencias de esta falacia es vivir mentalmente en el futuro, pendientes de recompensas que nunca llegan del todo”, asegura.

La escritora canadiense Joanna Pocock, por su parte, no ve lo productivo como negativo cuando consiste en aportar algo al ecosistema, pero sospecha cuando lo que significa es engrasar la máquina del consumismo. Al capitalismo, anota Pocock, le gustaría que monetizáramos todo, desde nuestro tiempo y nuestro trabajo hasta nuestros recursos naturales. La autora de Rendición plantea un ingenioso trabalenguas como conclusión a este fenómeno: “Creo que estamos atrapados en la tiranía de la eficiencia hasta que alguien pueda monetizar la ineficiencia”.

La conjetura no es tan alocada: el sistema ha deglutido desde lo esencial hasta lo más etéreo, convirtiéndolo todo en un producto con precio en la solapa.

Quedan todavía pliegues en esta mandíbula voraz. El escritor Miguel Ángel Hernández los ha encontrado en una seña de identidad española: en el ensayo El don de la siesta aúpa esta costumbre a trinchera, a un refugio contra la aceleración. “No sé si es un acto de resistencia, pero al menos sí de placer no productivizado. Es una manera de frenar la pulsión de hacer. Al final se trata de eso: de encontrar tácticas de soberanía temporal”, argumenta el autor, “lo instantáneo, el aquí-ahora radical, nos devora. Y se ha conseguido que no paremos, que no ‘desperdiciemos’ el tiempo”.

Tal vez sería mejor que la vida fuera protagonista, la vida vida, no la ideología de la vida
J. A. González Sáinz, autor de La vida pequeña

Hasta los supuestos intervalos de descanso están “productivizados”, comenta Hernández. “Consumimos más publicidad que jamás en la historia (un anuncio cada tres fotos en Instagram, por ejemplo, o una cada dos vídeos en YouTube) y, al mismo tiempo, estamos generando información sobre nosotros, datos que son aprovechados y comercializados”. El ocio, que la Real Academia Española define como “inacción” o “total omisión de la actividad”, ha mutado. Y ya no proporciona ese tiempo libre del que cada uno era dueño, sino que se traduce en engullir contenidos o en padecer ansiedad.

“Importa más la cantidad que la calidad con tal de ‘estar actualizado’. Siempre en el time line, nunca desfasado”, resume Hernández. Según la encuesta del empleo del tiempo (EET) del Instituto Nacional de Estadística, tanto varones como mujeres disminuyeron una media hora al día lo dedicado a la vida social y diversión entre 2003 y 2010. Ellas, además, mermaban aún más esos minutos al dedicar más a las tareas del hogar. Y en un informe sobre el ocio de jóvenes entre 15 y 29 años, elaborado en 2019 por varias entidades, se exponía que un 74,6% elige en sus ratos libres la tecnología (chatear o navegar por internet), frente a un 22,7% que se decanta por salir de noche a bailar o beber.

Todo se cuantifica y ya no hay espacio para “las huelgas privadas”, explica el filósofo David Le Breton. “Como escribió una vez Cioran, nos han despojado de todo, incluso de los desiertos”, agrega quien ha elaborado una oda en prosa al ejercicio de andar en su obra Caminar la vida. “La humanidad está apurada o, mejor aún, acosada por el tiempo. El zapeo se está convirtiendo en una forma imprescindible de relacionarse con el mundo, de jugar con la superficie para no elegir y multiplicar experiencias sin comprometerse nunca”, sopesa el filósofo, que aboga por romper ese bucle.

Razona Le Breton que, a pesar de todo, existe un “estrecho” margen de maniobra individual: “Nacemos en una sociedad que orienta nuestro comportamiento, nuestros valores, pero siempre somos los actores de nuestra vida, en una posición crítica, reflexiva, para bien o para mal, ante un mundo que nunca es un destino”. J. A. González Sáinz, autor de La vida pequeña, una trilogía sobre la reordenación de intereses a raíz de la pandemia de COVID-19, matiza esa tesis: “No sé si es importante ‘ser protagonistas de nuestra vida’; eso me parece muy peliculero y muy publicitario. Tal vez sería mejor que la vida fuera protagonista en nosotros, aunque sólo tuviera un papel decente, digno. Y si la vida tuviera ese papel, la vida vida, no la ideología de la vida, pues a lo mejor le tomábamos más y mejor la medida a las cosas”.

Ni siquiera el coronavirus y sus confinamientos han conseguido soltar ese lastre. Al revés: con el teletrabajo, los límites horarios se han difuminado y contestar correos, mandar audios o teclear mensajes no es un acto reflejo, sino un gesto remunerado. “La priorización de lo importante fue un espejismo durante el confinamiento y los peores días de la pandemia. Llegamos a valorar una posible transformación. Pero hemos vuelto al mismo lugar. Si cabe, con más prisa. Se nos olvida enseguida la catástrofe. Nos acostumbramos demasiado rápido a todo”, indica Hernández.

Burkeman coincide y apuesta por “separarse” psicológicamente de las obligaciones externas. Comprender que el agobio por abarcar mucho no otorgará la calma es uno de los principios para “construir la vida más significativa que esté disponible para ti en la situación en la que realmente te encuentras, en lugar de soñar con una vida significativa en un universo paralelo que nunca visitarás”. Para Hernández, habría que “buscar una fórmula eficiente de huir, porque tomárselo como un método sería caer en la trampa de la eficiencia”. Su solución es encontrar “grietas, momentos, instantes, intervalos” donde colocar “piedrecitas en las ruedas del sistema”.

“Los estrechos límites de la libertad de movimiento y las exigencias de protegerse a uno mismo y a los demás nos han privado de muchas actividades que nadie creía tan importantes, como tomar un café en una terraza o ir al teatro”, enfatiza Le Breton, refiriéndose a los meses más duros de la crisis sanitaria. Comportamientos cotidianos que se consideraban banales se han tornado en sagrados, defiende. Porque al final, como anota la artista norteamericana Jenny Odell, en un mundo en que todo viene valorado por su productividad, nada cuesta más que no hacer nada. Ese dolce far niente que dirían los italianos (de otra época) y que el yugo de la eficiencia ha esquilmado. En un vagón de tren, donde se elude el paisaje, en la cama antes de dormir o en ese elevador donde la única distracción solía ser una cuenta atrás mental.

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