Ni Biden, ni Trump: Henry Fonda for president
Una genial película-ensayo sobre el protagonista de ‘El joven Lincoln’ radiografía Estados Unidos a través de un actor que alertó del peligro de la política-espectáculo que comenzó con Ronald Reagan
Cuando Henry Fonda murió en 1982 a los 77 años, Maruja Torres escribió en este periódico: “Sus ojos eran lo mejor que tenía. Resultaba difícil no confiar en alguien que miraba así: dos puntales color gris acero que parecían emanar directamente de la Constitución, que establece que ningún ciudadano americano puede declarar contra sí mismo”. Esa descripción de Maruja bien valdría para presentar una de las mejores películas de la próxima temporada, Henry Fonda for President, impresionante documental-ensayo que, tras pasar por la Berlinale y el Bafici, en Buenos Aires, se podrá ver este otoño en España.
Se trata de la primera película del crítico y escritor austriaco Alexander Horwath, quien, a lo largo de tres horas de metraje, hace una admirable radiografía política de Estados Unidos a través del protagonista de El joven Lincoln, la película de John Ford sobre los años de juventud del presidente estadounidense.
El ensayo de Horwath es fascinante, y debería ser de visión obligada este año en el que puede volver Donald Trump a la Casa Blanca con consecuencias impredecibles para el mundo. Fonda, que se consideraba un radical y un rebelde sin militancia, señala en la película algo referido a Ronald Reagan, por el que no sentía ninguna simpatía, ni personal, ni profesional, que resulta escalofriante escuchado hoy: “Reagan me obsesiona tanto que es difícil hablar de ello. Creo que nos conduce al desastre y me sorprende que no haya más oposición a su figura. Con él se abre un camino del que no saldremos en mucho tiempo”. Nada ocurre de la noche a la mañana, y Fonda parece advertirnos de que lo que estamos viviendo ahora empezó a gestarse hace casi medio siglo con la “cruzada” ultraconservadora de un aspirante a actor que tenía, como dice en el documental el hombre que encarnó al Tom Joad de Las uvas de la ira, un peligroso talento que a él le provocaba “arcadas”: dar grandes discursos en los que le decía a la gente “lo que quería escuchar”.
La película recoge acontecimientos históricos terribles, como el linchamiento del joven negro William Brown, atroz episodio del que Fonda fue testigo de adolescente, algo que lo marcó de por vida. También establece relaciones muy bien traídas, por ejemplo, con Jodie Foster. Da gusto escuchar las reflexiones de Horwath sobre un actor que simboliza como pocos la quintaesencia del hombre digno y de palabra, del mito del buen americano. Ese símbolo, con sus luces y sombras, era en realidad alguien muy reservado, que se casó cinco veces y tuvo, debido a su frialdad, una relación muy compleja con sus hijos. Al final de su vida, el actor se hizo granjero y si le adulaban soltaba el debido rebuzno. Un hombre, sin duda, de otra época.
Pero Fonda ni era, ni quería ser un profeta. Era un hombre huraño, sin el menor interés en sí mismo y “sin respuestas correctas sobre ningún asunto”. Un tipo que en su última entrevista, uno de los hilos conductores de la película, llega a decir —por si no ha quedado claro después de cuatro días de conversación—, que ni se tiene en demasiada estima, ni se considera especial: “Ojalá hubiese sido alguien mejor, más listo, solo he tenido la oportunidad de poder interpretar a tipos maravillosos y eso, para alguien que no se gusta a sí mismo, es una gran terapia”.
Esta columna fue originalmente publicada en el número de junio de 2024 de ICON.
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