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La conjura de los imbéciles: ¿hace falta ser un perfecto cretino para triunfar en la vida?

Los expertos tienden a opinar que no, pero el mito del triunfador narcisista sigue mostrando una sorprendente vigencia

Elon Musk, director general de Tesla y SpaceX, además de propietario de la red social X (antes Twitter), haciendo un gesto de triunfador en una conferencia en París, el pasado junio.
Elon Musk, director general de Tesla y SpaceX, además de propietario de la red social X (antes Twitter), haciendo un gesto de triunfador en una conferencia en París, el pasado junio.Chesnot (Getty Images)
Miquel Echarri

En 1985, según cuenta el más ilustre de sus biógrafos, Walter Issacson, Steve Jobs tocó fondo. Acababa de cumplir 30 años y ya había concebido objetos tan singulares como Apple Lisa, el primer ordenador personal con interfaz gráfica de usuario, pero sus creaciones no parecían interesar al mundo. Deprimido por las paupérrimas ventas y arrinconado en un despacho junto al cuarto de las escobas, al que se refería como “mi Siberia”, el multimillonario más joven de Estados Unidos presentó su dimisión al consejo directivo de Apple, la compañía que él mismo había fundado 11 años antes, y esta fue aceptada.

En años posteriores, John Sculley, el hombre que tomó la decisión de prescindir de sus servicios, diría que Jobs nunca estuvo “completamente fuera”, que lo que hizo fue dar un paso al costado y tomarse “unos cuantos años sabáticos”. Pero lo cierto es que el gran gurú tecnológico contemporáneo no recuperaría el control de su propia empresa hasta 1997. Justin Wm. Moyer, redactor de The Washington Post, considera que la cura de humildad sufrida por Jobs en ese meandro decisivo de su biografía sirvió para “atemperar su narcisismo” y convertirle en un líder más sensato, más equilibrado y, en definitiva, mucho más eficaz. Así, su “éxito” postrero habría sido consecuencia directa tanto de su talento (y de las dimensiones de su ego) como de su capacidad para procesar y digerir el “fracaso”.

Moyer cita un trabajo académico del Journal of Applied Psychology en el que se afirma que una cierta dosis de narcisismo atenuado o matizado puede resultar “muy saludable” y suponer una ventaja competitiva tanto en entornos laborales como en la vida en general. En el citado estudio se postula la existencia de un auténtico unicornio azul de las interacciones sociales, el “narcisista humilde”. Un individuo dotado de ambición, asertividad, autoconfianza, carisma y visión estratégica, pero con capacidad para reconocer sus propios límites y aprender de sus errores. En términos similares se expresa Sean Coughlan, redactor de la BBC, en un artículo en que se afirma que los narcisistas, pese a lo “insoportables” que resultan por “su afán de llamar la atención”, disponen de una cualidad mágica, la “fortaleza mental” derivada de su “sentimiento de superioridad”, que les resulta muy útil a la hora de obtener el éxito “en los estudios, el trabajo o el amor”. Es decir, en (casi) todo lo que implica reconocimiento y prestigio.

¿Personalidades patológicas o el próximo peldaño evolutivo?

Aunque el narcisismo es uno de los rasgos de personalidad que, junto a la psicopatía y el maquiavelismo, forma parte de la llamada tríada oscura, los que disponen de él, en opinión de Konstantinos Papagiorgiou, profesor asociado de la Universidad de Belfast, “suelen ser socialmente exitosos, porque no se dejan disuadir por el rechazo y su necesidad de atención puede hacer que resulten encantadores y muy motivados”. Un narcisista se siente “mejor” que el común de los mortales y considera que debe ser “premiado” por ello. Para Papagiorgiou, resulta evidente que, en entornos competitivos, “si prescindimos de consideraciones morales y nos centramos solo en el éxito”, el narcisismo (equilibrado o no) es una cualidad muy positiva.

Steve Jobs, antiguo director de Apple, en una charla en San Francisco (California) en 2005, después de que varios años sabáticos le hicieran renacer como un narcisista "atemperado".
Steve Jobs, antiguo director de Apple, en una charla en San Francisco (California) en 2005, después de que varios años sabáticos le hicieran renacer como un narcisista "atemperado".Justin Sullivan (Getty Images)

¿Hace falta ser un perfecto imbécil para tener éxito en la vida? La pregunta no es en absoluto retórica. Forma parte de las conversaciones cotidianas y son muchos los expertos en liderazgo, piscología o incluso ciencia política que la han planteado en estos o similares términos. Por supuesto, la respuesta dependerá, en gran medida, de qué entendamos por “perfecto imbécil” y hasta qué punto consideremos que los narcisistas, incluidos los narcisistas matizados o “humildes”, encajan en la definición.

Steve Fishman, periodista de The New York Mag, incluye en la escurridiza categoría de “imbéciles” (jerks) a un muy amplio espectro de ególatras, vanidosos, individualistas, presuntuosos, petulantes e insolidarios. Concede que individuos así predominan de manera muy acusada en puestos de responsabilidad y liderazgo en las sociedades democráticas de libre mercado, pero exhorta a sus lectores a “no convertirse en uno de ellos” y les invita a explorar, como alternativa, rutas más constructivas y empáticas hacia el éxito. Intenta resistirse así a la “alta prevalencia del narcisismo” en la cultura popular, exacerbada en entornos como los reality shows, las redes sociales, la política o cierto tipo de empresas. En cierto sentido, describir a los infatigables promotores de sí mismos como perfectos imbéciles ya resulta, para Fishman, un acto de resistencia contra el narcisismo ambiente.

Sobre toxicidad, culturas y contextos

Para Margarita Mayo, doctora en Psicología y Comportamiento Organizacional y profesora de la IE University, el éxito individual “no existe fuera de un determinado contexto”, sino que depende de cómo está organizado un grupo humano y cuáles son la cultura y los valores que predominan en él. En consecuencia, “ser una persona con características narcisistas puede ser una ventaja en entornos en los que predomina una cultura competitiva y tóxica”. Mayo define como tales “a las organizaciones que promueven la competitividad, la falta de transparencia y la imagen por encima de los resultados”. Es en estos reductos de la imbecilidad sistemática donde de verdad triunfan y proliferan los imbéciles: “Los narcisistas acceden a la cúspide de este tipo de organizaciones porque encajan en sus valores: la apariencia de grandiosidad y la falta de empatía”.

En opinión de Fernando Botella, experto en formación y desarrollo de altos ejecutivos y autor de ensayos como Salta contigo: ¿Y si eliges ser valiente?, la percepción social de que son los imbéciles los que copan la cima de la pirámide está muy extendida porque “por desgracia, tiene algo de real”. Botella asegura que, entre la gran cantidad de directivos de empresa que ha tenido la oportunidad de conocer, predominan “los de perfil amable, asertivo y empático, mientras que los imbéciles empiezan a ser una minoría menguante”.

El formador y divulgador cita un “gran estudio conjunto de las universidades de Hong Kong y Iowa que muestra cómo la jerarquía de la imbecilidad, por llamarla de alguna manera, retrocede en las empresas más competitivas del mundo, sustituida de manera gradual por la jerarquía amable, los liderazgos democráticos y habilitadores, basados en el sentido común”. Ocurre incluso en Estados Unidos, “gran reducto del narcisismo empresarial”, e incluso en mayor medida en la más “social” y cooperativa Unión Europea.

El expresidente estadounidense Donald Trump, que en el concurso 'The Apprentice' enseñaba a ejercer liderazgo a su imagen y semejanza, jugando hace dos semanas en el Club Nacional de Golf Trump en Nueva Jersey (¿hay algo más narcisista que tener un club nacional de golf propio?).
El expresidente estadounidense Donald Trump, que en el concurso 'The Apprentice' enseñaba a ejercer liderazgo a su imagen y semejanza, jugando hace dos semanas en el Club Nacional de Golf Trump en Nueva Jersey (¿hay algo más narcisista que tener un club nacional de golf propio?).Icon Sportswire (Icon Sportswire via Getty Images)

Cameron Anderson, al que Botella considera, “uno de los grandes referentes internacionales en el estudio del funcionamiento de las organizaciones”, ha teorizado sobre este “cambio de paradigma” que supone el ocaso de “los hombres (y mujeres, pero sobre todo hombres) providenciales en beneficio de una gestión rigurosa pero flexible y amable de los grupos humanos”. El problema, desde la óptica de Botella, “es que todavía no hemos afinado del todo nuestros mecanismos de detección de líderes asertivos y amables, aún tendemos a confundir asertividad con narcisismo y autoconfianza agresivas”. Son cualidades muy distintas, pero, en un examen superficial, “un narcisista puede hacerse pasar por un líder asertivo y empático, que es el verdadero líder del presente y el futuro y el tipo de perfil que las organizaciones más avanzadas buscan”.

Competir o cooperar

Para Moisés Ruiz, profesor de la Universidad Europea y autor de varios libros sobre gestión y liderazgo, “hay imbéciles que tienen éxito, sin duda, y muchos de ellos encajan en la patología que ya Sigmund Freud definió como narcisismo”. Ruiz se muestra dispuesto a admitir que “en sociedades orientadas a la competición a ultranza, a la guerra de todos contra todos como combustible de la movilidad social, un cierto grado de narcisismo bien encauzado puede resultar incluso necesario”.

Los narcisistas “leves” sacan partido a cualidades, como la seguridad en sí mismos o la autoconfianza, que les permiten “hacer pie con mayor facilidad en un mundo asquerosamente competitivo en el que otras personas, tal vez más instruidas y capaces, tienden a ahogarse”. Eso explica que predominen “en las empresas que apuestan por políticas de expansión agresiva y, más aún, en el mundo de la política, donde el carisma, la gran cualidad de los narcisistas, sigue cotizando muy al alza”.

Botella insiste, pese a todo, “en que el éxito del ególatra con agenda propia y carente de empatía tiene las alas muy cortas”. Cuando acceden a posiciones de auténtico poder y responsabilidad y, sobre todo, se ven en la tesitura de gestionar grupos humanos, “sus límites y carencias se hacen evidentes”. El narcisista “puede navegar bien con viento a favor”, pero tiende a “hacer tierra quemada” con su egoísmo y falta de madurez y perspectiva. A la larga, “los individuos de este tipo resultan tóxicos tanto para las personas que se asocian con ellos como para sí mismos”. Si el narcisismo se considera una patología es porque “no suele ser compatible con una vida saludable, rica y feliz”.

Mayo coincide en la “toxicidad fundamental de los narcisistas”. En general, son pésimos líderes porque crean “un ambiente enrarecido y de desconfianza entre los miembros de los equipos que lideran”. Padecer a un líder narcisista suele implicar para los trabajadores “altos niveles de estrés que pueden convertirse en crónicos, dado que el cerebro se sitúa en un estado de alarma permanente que genera altos niveles de cortisol”. A medio plazo, esa cultura de la toxicidad sistemática hará que “los mejores empleados se marchen”, con la consiguiente pérdida de capital humano.

Promover y cultivar el narcisismo cuesta caro. Por desgracia, según admite Mayo, los estudios siguen demostrando que “las personas narcisistas tienen más posibilidades de llegar a posiciones directivas que otras personas con similar nivel técnico”. El narcisismo es, pues, la cualidad diferencial que sirve para desempatar entre candidatos de una capacidad equiparable. El arma secreta que permite llevarse el gato al agua en la prórroga. O en los penaltis.

Mayo cree que eso se debe, como también sugería Botella, a que los narcisistas resultan en un primer momento “personas atractivas, carismáticas e inteligentes”, además de con capacidad para proyectar una falsa imagen de cordialidad y cercanía que hace que sus interlocutores se sientan “especiales”. Otro detalle que juega a su favor es que “los seres humanos estamos programados para evitar la incertidumbre y, en momentos de crisis, cuando somos más vulnerables, tendemos a confiar en personas con características narcisistas, porque parecen ofrecernos soluciones fáciles en el corto plazo”.

Ruiz coincide en que tenemos tendencia a atribuir a “líderes mesiánicos y providenciales, que suelen ser grandes narcisistas” la responsabilidad de “pilotar la nave en tiempos convulsos”. Cree que ha ocurrido en la política contemporánea, con el auge de liderazgos de una egolatría tóxica, como los de “Trump, Bolsonaro, Putin y compañía”, pero también en la empresa privada: “El ejemplo más paradigmático me parece Elon Musk, que gracias a su carisma, intuición y empuje consiguió triunfar con iniciativas como Tesla, pero ahora está fracasando estrepitosamente en X/Twitter, porque sus éxitos iniciales han acabado potenciando su egolatría y le han hecho perder de vista el mundo”.

Ruiz aventura que “el líder lince” está en crisis. La “extraña década” que nos ha tocado vivir, con acontecimientos tan desconcertantes y disruptivos como la crisis del coronavirus, nos ha hecho comprender que “no podemos ponernos en manos de falsos profetas, como Donald Trump, que viven inmersos en su propio relato y se creen sus propias fantasías”. El académico cita a Yuval Noah Harari, gran impulsor de una tesis con la que él coincide: “En contra de lo que lleva predicando el neoliberalismo más agresivo desde hace décadas, la historia evolutiva demuestra más bien que los seres humanos progresamos de verdad cuando cooperamos, no cuando competimos. El individualismo y la competencia feroz son recetas para el desastre. Es mucho más fértil competir desde el respeto mutuo, los marcos de cooperación y una actitud generosa que acepte que la actividad económica y social no tienen por qué ser juegos de suma cero, que podemos organizarnos de manera que casi todos ganemos o casi nadie pierda”.

Es en ese contexto en el que encajan “los nuevos líderes”. Perfiles, remata Ruiz, como los que propone Simon Sinek en su libro Los líderes comen al final, “un antídoto elocuente contra espejismos destructivos en el que se afirma, de manera muy acertada, que un verdadero líder, un buen jefe, es el que te escucha y te protege”. Botella reivindica también la “inteligencia conectiva”, el talento de un buen líder capaz de hacer que “la comunicación fluya y la colaboración libre dé sus frutos, todo lo contrario que hacen los narcisistas, con su tendencia a aplicar un embudo, crear un clima de terror, desincentivar la discrepancia y el pensamiento libre, así como perseguir siempre una agenda propia, egoísta y mezquina”. Para él, Trump y compañía son “competidores absolutos abocados, en última instancia, al fracaso”. Ruiz aventura incluso que es muy probable que se sienten infelices y fracasados: “Detrás de un narcisista suele haber casi siempre una persona infeliz, incapaz de conciliar la realidad con la imagen desmesurada que tiene de sí mismo”.

Mayo precisa, pese a todo, que ese narcisista “humilde” en que, según Moyer, se convirtió Steve Jobs en su madurez, después de conocer el fracaso, sí podría ser un modelo de éxito y liderazgo viable: “A veces se confunde el narcisismo con un grado sano de confianza en sí mismo. Yo diría que los rasgos narcisistas corresponden a personalidades de baja calidad. Pero una dosis alta de autoestima y confianza en uno mismo sí me parece necesaria para obtener éxitos en la vida”. Más que venenos, tal vez convenga hablar de dosis: “En mis charlas pongo mucho énfasis en la necesidad de un cambio de paradigma que nos haga pasar del líder narcisista que lo sabe todo al líder auténtico, con una percepción más equilibrada de sí mismo”.

Issacson y Moyer parecen creer que Jobs acabó resistiéndose a su tendencia a la tríada oscura, al reverso maligno de la Fuerza, para convertirse en un triunfador del segundo tipo, un líder ponderado y maduro. Tal vez Steve Fishman estaría de acuerdo con esta paradójica idea: los imbéciles triunfan de verdad cuando encuentran la manera de dejar de serlo. Aunque Ruiz discrepa: “Si algo he aprendido a lo largo de los años es que el narcisismo no se cura”.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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