Obra maestra sobre el papel, pesadilla para vivir: en defensa de la arquitectura inútil
Una buena construcción debe ser práctica y razonable, pero también algo más. De Mies van der Rohe a Sáenz de Oiza, el debate sobre el derecho a experimentar (y a equivocarse) sigue vigente
El arte es inútil. Las más sublimes creaciones de la humanidad nunca han sido de ayuda contra los grandes problemas de nuestro mundo. Ni la Anna Karenina de Tolstói, ni El rapto de Proserpina de Bernini, ni Las hilanderas de Velázquez, ni el Abbey Road de los Beatles. Ninguno de ellos alumbró el camino hacia el descubrimiento de una vacuna contra la covid, ni está siendo de ayuda para detener la guerra que asola Ucrania, ni tampoco servirá para encontrar soluciones a la emergencia climática que amenaza el planeta. El arte no sirve para nada.
Existe, sin embargo, una excepción. La arquitectura cuenta con la particularidad de ser la única manifestación artística que se compromete con un ineludible cometido funcional más allá del mero disfrute. En el siglo I a. C., Vitruvio dejó por escrito en su tratado De architectura que el arte de proyectar y construir edificios debía atender a tres principios básicos: firmitas, venustas y utilitas, que podríamos traducir como firmeza, belleza y utilidad.
Desde el resurgir de la cultura antigua grecolatina a cargo de los renacentistas italianos, arquitectos, críticos, historiadores y teóricos han considerado esta tríada, a veces con alguna ligera modificación, el sostén básico de la buena arquitectura (también la recientemente aprobada Ley de Calidad de la Arquitectura, si bien añade otros ejes de muy necesaria actualidad, como la integración en el paisaje, la sostenibilidad económica, medioambiental y social, o la gestión óptima de los recursos). Así que, si un edificio se cae o presenta grandes deficiencias constructivas, es mala arquitectura. Si un edificio es feo, es mala arquitectura. Y si un edificio no da una respuesta adecuada a un programa de necesidades concreto, es mala arquitectura.
A lo largo de la historia, determinados movimientos arquitectónicos han ido poniendo en mayor o menor relevancia alguno de estos tres aspectos vitruvianos. La arquitectura high-tech de la década de 1970 mostraba con orgullo el esqueleto estructural y las instalaciones de sus edificios, tal como ocurre en el Renault Distribution Centre (Swindon, 1980-82) de Norman Foster o en el Centro Pompidou (París, 1971-1977), de Renzo Piano y Richard Rogers. El brutalismo priorizaba una determinada imagen de belleza (formas rotundas y textura de hormigón rugoso) desde los grandes edificios gubernamentales estadounidenses hasta las viviendas sociales británicas o los monumentos a la gloria soviética en Europa del Este.
Por su parte, los arquitectos del movimiento moderno de entreguerras sostenían que “la casa es una máquina para vivir”, que decía Le Corbusier, y proyectaban siguiendo un estricto funcionalismo mecanicista. Racionalizaron el espacio doméstico, desarrollando prototipos residenciales para su producción en serie que maximizaban la ventilación y la luz naturales, y lo concretaron con edificios de vivienda de geometría rotunda, cubierta plana y paramentos de color blanco (también rechazaban de pleno la simetría cuando, curiosamente, el cuerpo humano, que es una máquina que funciona relativamente bien, es bastante simétrico).
Esa tiranía de lo útil, tan de hace cien años, sigue presente en nuestra sociedad actual. Empoderada por cierto individualismo corto de miras, afecta a nuestro día a día (ser productivo es ahora un atributo aspiracional), como también afecta a la manera en que percibimos la arquitectura. Nuestro propio bienestar, en casa o en la calle, así como ese culto al rendimiento económico y el provecho productivo a toda costa, han desplazado “la complejidad y relevancia de la arquitectura como un arte objetivo configurador de lo social”, tal como se lamenta Andrés Rubio en su ensayo España Fea.
Aquí no hay quien viva
Sin embargo, la buena arquitectura tiene que ser algo más. El hecho de que vivamos cómodamente en nuestras casas no las convierte en una creación digna de estudio y peregrinación arquitectónica internacional. Del mismo modo, poco importa que las goteras de la Villa Savoye de Le Corbusier acabaran causando una neumonía al hijo de sus dueños, que el constante fluir del agua por debajo de la casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright produjera un ruido insoportable o que los costes de calefacción necesarios para atemperar la casa Farnsworth de Ludwig Mies van der Rohe resultaran inasumibles. Su contribución a la arquitectura contemporánea trasciende esos (nada pequeños) errores. Son tres casas inhabitables y, aun así, también son obras maestras.
Es verdad: el relato de la arquitectura heroica no es tan bonito como lo cuentan. La señora Savoye declaró su villa inhabitable y exigió a Le Corbusier que la reformara bajo pena de juicio. “Llueve en el recibidor; llueve en la rampa, y la pared del garaje está empapada. Más aún, sigue lloviendo en mi baño, que se inunda cuando hace mal tiempo porque el agua se filtra a través de la claraboya”, escribió Savoye al arquitecto. Edgar Kaufmann se construyó otra obra maestra lejos de cascadas, en el desierto de California, para lo cual ignoró a Wright y contrató a un antiguo discípulo suyo, Richard Neutra; y la atormentada doctora Farnsworth denunció a Mies, vendió su casa y se mudó a una villa del siglo XV en Florencia.
Que acaudalados mecenas arriesguen una pequeña porción de sus fortunas en experimentos fallidos no es un problema. Pero cuando estos edificios se construyen con fondos públicos y para los menos favorecidos, el panorama es diferente. En los buzones del complejo de Pruitt-Igoe, construido en San Luis (Misuri) en 1955 por Minoru Yamasaki (arquitecto responsable de las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York o de la Torre Picasso en Madrid), no se podía leer Savoye, Kaufmann o Farnsworth. La historia de este macroproyecto se cuenta de manera magistral en el documental The Pruitt-Igoe Myth. Es un relato de pobreza, racismo e incompetencia de las autoridades, una combinación hábilmente camuflada por un discurso de “esta arquitectura no funciona”, con un desenlace amargo.
El 16 de marzo de 1972, menos de 20 años después de su construcción, el primero de los 33 edificios de Pruitt-Igoe fue demolido por el Gobierno federal. Los demás caerían en los siguientes dos años, tras ser declarados no habitables. Una demolición es un final trágico para un edificio, un fracaso muchas veces evitable. Y si no, que se lo digan a Anna Lacaton y Jean-Philippe Vassal, galardonados con el Premio Pritzker en 2021 gracias a una filosofía de diseño radicalmente contraria a la destrucción: “Nunca demoler, eliminar o sustituir; siempre añadir, transformar y reutilizar”.
Aunque sin demolición, también fue pura dinamita el encuentro entre Francisco Javier Sáenz de Oiza y los habitantes del edificio de viviendas sociales de El Ruedo (Madrid, 1986-1990). Proyectadas para 346 familias de vecinos realojados de un poblado chabolista de Vallecas, los nuevos inquilinos no estaban nada satisfechos con lo que les habían dado: habitaciones pequeñas, paredes curvas difíciles de amueblar, ventanas encima de fogones o armarios inútiles (“yo no soy hombre de traje, pero si tuviera que colgar uno en este armario, ¿cómo lo hago?”, recrimina un vecino). Ante la incesante lluvia de reclamaciones, aquel arquitecto encorbatado acostumbrado a que nadie le llevara la contraria acabó estallando con un “deja la casa, hazte arquitecto, a ver si las haces mejor”.
La polémica de El Ruedo recuerda a la de las 85 viviendas sociales en Cornellà, de Peris+Toral.arquitectes, que ahonda en el debate acerca de cuál es el grado de experimentación permitida cuando se trata de arquitectura hecha con el dinero de todos. El edificio presenta una organización muy poco convencional: una matriz de habitaciones comunicantes, todas del mismo tamaño (unos 13 metros cuadrados) y sin uso predeterminado, que elimina pasillos para garantizar el máximo aprovechamiento en planta. Cada vivienda consta de entre cinco o seis de estos módulos. “La cocina abierta e inclusiva se sitúa en la habitación central, actuando como pieza distribuidora que sustituye a los pasillos, a la vez que permite visibilizar el trabajo doméstico y evitar roles de género”, explican los autores en su página web. “La dimensión de las habitaciones, además de ofrecer una flexibilidad basada en la ambigüedad de uso y en la indeterminación funcional, permite una crujía estructural óptima para la estructura de madera”.
En febrero de este año se anunció que esta rara avis era una de las cinco obras finalistas del prestigioso Premio de Arquitectura Contemporánea de la Unión Europea 2022-Premio Mies van der Rohe, lo que desató cierto debate en las redes. Sus muchos aciertos (sistema constructivo eficaz, ventilación cruzada, excelente iluminación natural, flexibilidad habitacional) se conjugan con una habitabilidad complicada. “No es que no quepa un sofá o una tele, es que son difíciles de colocar”, sintetizaba Pedro Torrijos desde su cuenta de Twitter. “Creo que es un experimento muy interesante y que puede avanzar cosas aún más interesantes en el futuro, cuando se depuren algunos de los problemas que puede tener”. “Me da la sensación de que es un proyecto mucho más académico que habitable”, comentaba otro usuario, “pero supongo que estás exploraciones son necesarias”.
¿Son realmente necesarias? “Los experimentos, con gaseosa”, le reprochó Eugenio D’Ors a un camarero patoso. Puede ser. Pero conviene recordar que la arquitectura, así como cualquier otra disciplina artística, la ciencia o la vida misma, se nutre de un proceso constante de ensayo y error. Cualquier decisión creativa implica un riesgo, y tomar el camino más difícil, aunque acabe en descalabro, muchas veces merece la pena. Equivocarse es una actividad bastante más útil de lo que parece.
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