La revolución de los tractores: contradicciones y dobleces

La revuelta agraria es una cuestión gastronómica, tanto como el desayuno, la comida, la merienda y la cena de hoy, de todos los días que he vivido y de todos los que, con suerte, están por venir

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Hace cuatro días había tractores aparcados en la avenida Diagonal de Barcelona cortando el tráfico, y parrillas con butifarras y alcachofas asándose a ritmo de ska en plena calle, para asombro de expatriados y turistas, que contemplaban la escena a una distancia prudencial, y se relamían ante tanto material pintoresco de primera para alimentar sus stories de Instagram, subido desde la seguridad de los balcones de alquiler de Airbnb, que son tierra de nadie, con permiso de Ikea.

No se puede tener un espacio para escribir de gastronomía y no hablar del elefante en la habitación. Porque la revuelta de los tractores es una cuestión gastronómica, tanto como el desayuno, la comida, la merienda y la cena de hoy, de todos los días que he vivido y de todos los que, con suerte, están por venir. Míos, y de todo hijo de vecino que necesite comer para seguir vivo.

Pero es imposible juntar tres palabras para hacer una frase sobre esta cuestión y no caer en un abismo de interrogantes, dilemas y contradicciones. En las movilizaciones se juntaron, bajo la bandera del payés, tanto el dueño de una granja de engorde de miles de cerdos en régimen intensivo, como el propietario de una plantación de monocultivo de nectarinas y paraguayos, pasando por el agricultor que labra cuatro hectáreas de tierra usando caballos como fuerza motriz, el que practica agricultura regenerativa y está en contra de la acción misma de labrar, y la pastora que cuida un rebaño de 40 cabras y (mal) vive de vender queso. Los grandes latifundistas de este país no se presentaron. Ellos, más que de tomar las calles, son de solucionar sus temas a golpe de llamada de teléfono desde el despacho.

Y no sé si el pescador se siente payés y también estaba allí de cuerpo o espíritu, como tampoco sé cuál fue la presencia ni la postura al respecto de las proclamas de las manifestaciones de las grandes masas de temporeros e inmigrantes que trabajan el campo español.

Aun así, la imagen magnífica de los tractores entrando en sincronía por las grandes arterias de la metrópolis ponía la piel de gallina. La comitiva fue recibida por los aplausos unánimes de la ciudadanía, cualquiera que fuese su color u orientación política o alimentaria. Si en algo están de acuerdo tanto omnívoros, como veganos, tanto grandes terratenientes como pequeños labradores, es en que el sistema alimentario sostenido por el campo, tal y como está ahora mismo, pese a tomar formas diferentes en cada comunidad autónoma y cada parcela, es fallido.

Unos, desesperados al ver cómo día tras día amanecen con las cosechas destrozadas por animales salvajes, piden acción armada contra plagas de conejos, jabalíes y corzos. Otros abogan por la abolición de la ganadería en su totalidad y por el rewilding, la reconquista de lo salvaje por lo salvaje, y la eliminación del consumo de carne en el mundo, sin tener en cuenta que a día de hoy sólo un 10′8% de la tierra del planeta es cultivable, y que sólo existe por ahora una máquina capaz de transformar ciertos tipos de vegetación en proteína asimilable por el organismo humano: el rebaño, dando la espalda al mundo que vive más allá del ombligo occidental privilegiado, y que necesita del pastoreo para nutrirse. Mientras tanto, los telediarios aparecen diariamente moteados de noticias de accidentes terribles o de ataques a ganado fruto de la colisión entre quienes viven el medio natural como un lugar de trabajo y quienes lo visitan con espíritu festivo.

Hay quienes defienden otro tipo de salvajismo, uno de talante neoliberal, una hiper tecnificación de la producción agraria sólo al alcance de grandes fondos de inversión, y una limitación de la producción mundial de alimentos, en un contexto de pérdida de biodiversidad galopante, a esas tres o cuatro variedades más productivas y eficientes de cada especie, debidamente modificadas y mejoradas genéticamente, en manos de las diez o doce corporaciones de turno, dueñas tanto de semillas como de patentes de pesticidas y de fármacos.

Muchos aplaudieron la recogida de cable de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, que a la vista de las protestas anunció la retirada del proyecto legislativo destinado a reducir a la mitad el uso de pesticidas en la agricultura, para que la producción agraria comunitaria no tenga que competir en el mercado con productos extracomunitarios que no están sujetos a normativas tan estrictas. Me pregunto si el siguiente paso será seguir “igualando por abajo” y eliminar convenios colectivos, sindicatos y derechos laborales, para seguir en la senda de la competencia empresarial en igualdad de condiciones.

Ante la postura proteccionista, que pide la regulación del mercado comunitario con aranceles y peajes a la importación, habrá que ver cómo responden los países a los que exportamos a la imposición de esas barreras —una de nuestras exportaciones estrella a África y América, por cierto, son los mismos pesticidas que aquí están prohibidos—.

El sector agrario clama por una reducción de la burocracia, por prenderle fuego al papeleo exagerado impuesto por una administración ineficiente y de un garantismo obsesivo, y está de acuerdo de forma unánime en promover entre la ciudadanía el consumo de proximidad. Hay quien en esa proximidad incluye el arte de invocar selvas tropicales en pleno secano, desertizando a base de sorber de los acuíferos para plantar aguacates y mangos, o de implantar regadíos donde antes habían crecido almendros y algarrobos, para poder seguir exportando fruta dulce al norte de Europa. La proximidad para nosotros, no para los demás.

También es proximidad, entiendo, el cerdo de las macro granjas, rey de la comarca en la que vivo. Yo tengo más vecinos cerdos que humanos. Si decimos que sí a eso tenemos que pensar qué hacemos con la contaminación brutal que arrasa el territorio. Si decimos que no a la explotación intensiva del sector porcino, entonces debemos preguntarnos qué pasa con el 35,9% de la producción agraria catalana (ese es su peso), con su impacto en el PIB y con todos los puestos de trabajo que genera, que en España son cerca de 415.000.

Todas y cada una de las hebras con las que está tejida la inmensa red de factores y eventos que participan del mundo agrario incluyen, en su interior, otra infinidad de hilos hechos de perspectivas diferentes, debates, posiciones enfrentadas, daños colaterales y, sobre todo, conversaciones pendientes que afectan y conectan con cada uno de los alimentos que nos llevamos a la boca, todos nosotros, cada día del mundo.

Necesitamos no uno, sino tantos grandes debates como sean precisos, con la vista puesta en el largo plazo y no en las siguientes elecciones, para tomar decisiones de alcance largo, ancho y hondo. No es tiempo de parches ni de decisiones cortoplacistas ni de lavados de cara, sino de afrontar todos y cada uno de los elefantes en la habitación, invitando a voces y autoridades reputadas, considerando todos los afectados e implicados, en pos de un futuro esperanzador para todos.

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