Por qué se vende turrón en algunas porterías de Barcelona
El dulce por antonomasia de la Navidad se dispensa históricamente en su versión más artesana en los bajos de algunos edificios del centro de la capital catalana
El dulce por antonomasia de la Navidad históricamente se vendía (y aún continúa esta actividad) en Barcelona en porterías de una de sus avenidas más emblemáticas como es La Puerta del Ángel y la calle Cucurulla. La historia que justifica este singular emplazamiento tiene que ver con el desarrollo urbanístico de la capital catalana a partir de 1854, momento en que empiezan a derribarse las antiguas murallas medievales, pero también con la relación del pueblo alicantino de Xixona y Barcelona.
Cuenta Jaume Fàbrega en el libro Cuina i Cultura del Gust al País Valencià (Universidad d’Alacant) cómo a mediados del XX, en casi todas las ciudades catalanas, la llegada de los turronaires de Xixona suponía el inicio de la Navidad. Esta estampa nostálgica, que se repetía desde tiempos de Carlos IV, en el siglo XVIII, nos habla de un tiempo en que los turrones alicantinos llegaban a la ciudad en baúles de madera forrados de zinc y cargados a lomos de animales. Los jijonenses lo llamaban viajes de turrón y era una actividad complementaria a su trabajo en el campo durante el resto del año.
Días antes de partir hacia Barcelona o Madrid, con la almendra y la miel de Valencia, tal y como se hace hoy en día, se fabricaba de forma artesanal este dulce que tiene diferentes versiones a lo largo de todo el arco mediterráneo y se vendía en el centro de las grandes ciudades desde Nochebuena hasta la Candelaria (2 de febrero). Alquilar una tienda donde despachar sus productos ―turrón de Xixona, de yema tostada, peladillas o mazapanes― para tan corta estancia no era rentable, por lo que se ofrecían licencias provisionales en los bajos de los edificios o porterías, entre la salida del ascensor ―cuando lo hubo― y la puerta del inmueble, un acuerdo que no molestaba ni a inquilinos ni a clientes porque formaba parte de la dulce y colorida tradición navideña.
La mayoría de ellos estaban en el casco histórico de Barcelona, entre la plaza Real y la Puerta del Ángel, ambas conectadas con las Ramblas y el mercado de La Boquería, epicentro de la actividad comercial desde finales del XIX a la primera mitad del XX, décadas en que los mercados navideños eran un trajín constante de barceloneses acostumbrados a caminar entre pavos chillones, exóticas piñas y jamones con chorreras a la espera de las señoras con aguinaldos frescos. El Eixample era aún territorio burgués donde proliferaron los colmados con sus vistosas cestas navideñas en el escaparate, pero el bullicio popular, el de la alegría navideña y su corta estación de la abundancia, se vivía en las calles aledañas al gran mercado.
En este contexto, todavía sin panetones, se instalaron los turroneros. Algunos de ellos, incluso, empezaron una nueva vida en Barcelona, como es el caso de las familias Planelles y Donat, toda una institución que fue reconocida por el Ayuntamiento de Barcelona como establecimiento emblemático en el 2014 por su arraigo con la ciudad y su capacidad para mantenerse fieles a sus orígenes.
Laia Planelles, miembro de la quinta y sexta generación de artesanos del turrón, nos cuenta cómo sus abuelos vinieron del pueblo y acabaron casándose en Barcelona en 1945. “En este momento, ambos eran mercaders de Xixona o firants”, como se les llamaba antiguamente, desde 1870, cuando la familia Planelles abrió su primer pequeño establecimiento en la calle Cucurulla. “La nueva generación la formamos mi hermano, mi primo y yo. Nos gusta pensar que estamos en una portería dentro de un portal mayor, que es la Puerta del Ángel”. Aquel ir y venir constante del pueblo a la capital hace años se acabó, pero no el vínculo necesario para seguir elaborando artesanalmente los turrones con la misma calidad. “Para nosotros ―comenta Laia Planelles― es esencial que la miel sea de Valencia y la almendra, marcona, menos grasa, sea de nuestra propia cosecha. No tenemos una gran producción, pero así garantizamos que siempre haya el mismo estándar de calidad. En cambio, el pistacho y la avellana son leridanos”.
Su tiendecita (en el número 27 de Puerta del Ángel) está repleta de cajas de madera atadas con un lazo en las que se encierran los turrones de Xixona, suaves y blandos, hechos únicamente con almendra, miel, azúcar y clara de huevo —la yema se utiliza para los turrones de yema tostada—, preciosos tarros de cristal con peladillas, almendras recubiertas de chocolate, mazapanes o polvorones. El antiguo obrador de Alicante se ha quedado pequeño para tanto producto, por lo que hubo que abrir otro en Barcelona.
Sin embargo, Laia Planelles habla aún de ese caldero de antaño en el que cuecen las almendras y el azúcar. “Es importante para nosotros no desvirtuar el producto. No competimos con otras marcas más innovadoras. Este producto se consume una vez al año y es como el caldo de la abuela, que siempre lo queremos igual. Es el peso de la tradición. Tenemos clientes fijos a los que saludamos cada año: abuelos que se encargan de comprar los turrones cada Navidad, barceloneses que viven fuera y que aprovechan su estancia para llevárselos a su país de residencia, turistas que lo relacionan con el nougat italiano, que no es estacional como el de aquí, o el mazapán de Toledo, diferente al nuestro, amasado con canela, al alemán… Lo compran para regalar y gusta mucho en Estados Unidos, en Arabia...”. Este producto que se ofrece en estuches y cajas se puede comprar también a granel, envuelto en fino y sedoso papel que impide que se reseque. Eso sí, hay que comprarlo dos días antes e incluye la paciencia en la cola y el ambiente navideño de la calle como alicientes.
Casa Colomina: “Somos la resistencia”
En el número dos de la calle Cucurulla pervive la más minúscula de las turronerías de Barcelona, una portería cuyos límites son los escalones y la puerta de acceso al inmueble. En la entrada conviven el portero automático a la derecha y un cartel antiguo a la izquierda que indica el horario y las direcciones de los tres establecimientos, pero uno de ellos, el de la calle Portaferrissa, ha desaparecido. “Esto es el centro de Barcelona. El alquiler subió de 3.000 a 15.000 euros y tuvimos que cerrar. Es el drama de esta ciudad donde los que vivimos del pequeño comercio y somos de aquí no podemos ni sentarnos en una terraza a tomarnos un café”. Noemí Sirvent, empleada de la tienda desde hace 27 años, se emociona al explicar que esta empresa familiar que empezó en 1908 sobrevive en una ciudad turistificada donde se venden “dulces que no son turrón. El turrón de Alicante con Denominación de Origen solo lleva almendra, de la variedad marcona y miel de romero, y ha de elaborarse en Xixona. Nuestros clientes de siempre vienen porque el producto es de primera calidad y porque es algo emocional, forma parte de su herencia y de su historia. Vemos a la gente crecer, volver después de años e irse para siempre. El turrón de Casa Colomina es más que un alimento”.
Entre mantecados con manteca de cerdo ibérico, pan de Cádiz, turronicos y turrones para celiacos, Sirvent desgrana un siglo de historia en el que “el comercio se ha ido deshumanizando. Yo aún tengo un cajón para guardar el dinero y en este papel hago la cuenta. Pero, lo importante es que, además del producto artesanal que ofrecemos, no se puede competir con la parte emotiva de estas tiendas, con el trato humano”. Quien acude aquí, da fe de ello.
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