Ignacio Mattos, el cocinero que dio de comer a Obama y ha conquistado Nueva York
Así es cómo un chico que creció en el campo de Uruguay, se ganó su lugar en la ciudad más exigente y convirtió su restaurante en el sitio donde todo el mundo quiere comer
Ignacio Mattos (43 años, Uruguay) es uno de los chefs más prestigiosos de Nueva York. Su restaurante Estela cumplió una década este año y, desde su apertura, no ha parado de acumular galardones, desde los puestos más altos en las listas de los críticos de la ciudad hasta una estrella Michelin. Es una parada obligatoria de cualquier sibarita del mundo y un lugar establecido en la agenda de locales. Su fiel clientela come dos o tres veces por semana allí, según pueden medir con una aplicación.
Hoy, diez años después de la apertura de su icónico restaurante de la calle Houston, Mattos cuenta con cuatro restaurantes y un hotel: Lodi, en Rockefeller Center, inspirado en los bares de Milán, con pastelería y art déco; Altro Paradiso, con una barra protagonista y cocina italiana y Corner Bar, con la vibra de los bistrós citadinos del mundo, en clave chic, dentro del hotel de su grupo, Nine Orchard. Todos de estilo elegante y cuidado, pero frescos y nunca fríos. El chef rioplatense domina el arte de la sutileza: sus platos parecen sencillos, pero son contundentes, llevan buen producto, delicadeza en el emplatado, una técnica precisa y la sorpresa de sabor escondida en el corazón del plato.
Mattos cita a EL PAÍS en Estela. Al cruzar la puerta de madera azul indican que lo esperemos en la barra de mármol, él llega en un parpadeo, con paso tranquilo y confiado, una camiseta blanca como se aprecia en todas las publicaciones, pero una con mirada penetrante, que no se ve en ninguna de sus fotos. Enfocado, preparado para contar su receta, y relajado, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Quien busque en él un guiño uruguayo, solo encontrará lo neoyorquino, si se entiende el término como la ciudad que alberga a gente de todo el planeta que no es de allí y comparte los mismos códigos. Pero de nuevo, él es experto en sutilezas.
Ordena para compartir un crudo de atún rojo (más fresco, en el mar) que se sirve con emulsión estilo ‘aceite pil’ hecha de huesos de pescado infundidos, tinta de calamar y aceite de oliva acompañado de salsa Ponzu; las emblematicas endivias con nueces, anchoas y ubriaco rosso; zuchinis con miso y piñones y el clásico del lugar, el arroz negro frito con calamar y salsa romesco, inspirado en el arroz frito chino. Todo el menú está inspirado en la ciudad, en la cocina de sus inmigrantes, “quería que todo se sienta muy New York”.
Comienza la charla hablando de actualidad: “Hoy la gastronomía se volvió un fetiche y los chefs estamos abriendo cada vez más restaurantes. Sinceramente, no sé si es la solución, pero es una forma de hacerlo”. Es conocido como un chef que cocina y lava los platos si hace falta, muchas veces lo hizo en Estela, aunque con cuatro restaurantes y 500 empleados reconoce que empezó a delegar tareas. “Durante 17 años fui al mercado todas las semanas, sigo yendo pero para cocinar en casa”. Cree que la gastronomía no es para cualquiera, aun así, sigue siendo su lugar, pero es consciente de que el tiempo apremia y también está la familia. Tiene un hijo de 12 años de una relación anterior y un niño de 4 meses con su pareja actual, la artista culinaria Laila Gohar.
Mattos empezó a cocinar por necesidad. Vivió su infancia entre el campo de Capurro y Santa Lucía, en Uruguay. “Crecí con una abuela que jamás me dijo ‘te quiero’, eso no era parte del vocabulario. Pero la forma de expresar el amor siempre fue a través de la comida”, recuerda. “Mis dos hermanos y yo nos criamos en el campo, con todo lo que implica: en verano hacíamos melocotones y ciruelas en almíbar, tomates, mermeladas o vino. En invierno tenía que estar pelando un cerdo en medio del frío o escucharlo gritar”. Entonces se hizo vegano y como su abuela no entendía por qué, a Mattos le tocó cocinar. “Desde los 12 años vi que mis amigos no comían bien y amasé panes y tartas que después les vendía”. A los 16 trabajó en un catering y se fue a vivir a Montevideo. “Allí supe que lo mío sería cocinar. Tampoco es que tuviera mucha opción... Quería irme de Uruguay y tenía que ser independiente”. Afortunadamente, cayó en las manos correctas, en el lugar y a la hora justa. Pasó tiempo con Michel Kéréver, uno de los mentores de Alain Passard, y de ahí pasó a Los Negros, el restaurante de Francis Mallmaman, donde empezó como stagier los fines de semana y se quedó fijo siete años. “Viajé con él haciendo distintos proyectos, me marcó bastante, es una oportunidad espectacular poder probar y experimentar en otros paisajes. En ese sentido, hay poca gente que lo haga tan bien como Francis”. Mallmman afirma de Mattos por teléfono que “no necesita de la pura innovación como técnica de expresión, sino que más bien usa sus explícitos sabores universales como única guía de sus comidas. Además, fue el primero en esconder el ingrediente principal en la presentación del plato, logrando que el acto de comer sea un descubrimiento”. Y le define como alguien que hace y ejecuta: “Mattos siempre tuvo un reforzado respeto a sí mismo, que lo llevó por el camino de su verdad, reflejada en los gestos de su cocina”.
Mattos aterrizó por primera vez hace 17 años en la gran manzana de la mano de Mallmman, su mentor. “Vine sin nada. Con un trabajo con Francis y sin más, me fui y volví sin nada. Fue todo a través de las conexiones que hice en los restaurantes. Ni siquiera pensé en conquistar Nueva York, fue siempre una cuestión de hacer y lograr consistencia”. Después pasó temporadas en Zuni Café con Judy Rodgers (San Francisco); fue stagier con Martin Berasategui en Lasarte; asó carnes en Da Cesare, en Albareto Della Torre en Alba; en San Pablo manejo volúmenes de 1.600 cubiertos diarios junto a Paola Carosella; reabrió Patagonia Sur en Buenos Aires hasta que llegó el turno de volver a lo grande a Estados Unidos. “Necesitaba otro desafío, y salió la oportunidad de ir a cocinar a Chez Panisse con Alice Waters en California. Pasé un año y medio, en un periodo de muchas oportunidades, pero me di cuenta que quería volver a Nueva York, era mi casa”. Y regresó a Nueva York.
Trabajó cinco años y medio como jefe ejecutivo del italiano Il Buco y en el 2011 se presentó la oportunidad de abrir Isa, en Williamsburg. Comenzó con un pequeño menú de cocina a la leña, pero con un toque mucho más refinado, más experimental en cuanto a la ejecución, con la idea de hacerlo accesible —45 dólares el menú, más el vino- para poder llevar a la gente joven. Pronto se convirtió en un lugar de culto por donde pasaron muchos de los chefs más importantes de la escena actual neoyorkina— Fredrick Berselius, del restaurante Aska con una estrella Michelin; Fabian Von Hauske y Jeremiah Stone, de Contra; Pam Yung y José Ramírez-Ruiz, de Semilla. “Hubo un equipo muy interesante y marcó a mucha gente, pero no fue entendido por todos y los números mandan”. Mattos, que era la gran promesa de la crítica, tuvo que cerrar su primer restaurante, con un hijo recién nacido (Paco) y sin tener ni idea qué hacer en una ciudad que te come de un mordisco y que se ha tragado a los más grandes cocineros del mundo.
“Me encontré sin curro y contra la pared. O lo hacía entonces o no lo hacía nunca. Tenía claro que quería tener algo mío y diferente. Comenzaba toda la época nórdica de Noma y todos lo estaban copiando así que yo decidí ofrecer comida simple, bien hecha, en un ambiente íntimo, pero que se sintiese como una fiesta”. Abrió Estela en junio del 2013, sobrevivieron al verano y a los cuatro meses no podían controlar la cantidad de gente. “Se convirtió en el lugar donde todo el mundo quería estar porque no había ningún otro sitio casual y bien conseguido. En un año y medio lo pagamos. Existen los milagros y este tipo de cosas pasan, cuenta. Y, por si fuera poco, al año y dos meses les visitó Barack Obama y se disparó todo. “Llegó una comitiva de 32 coches, se cerraron las calles por dos cuadras para cada lado, helicópteros, francotiradores, la gente que estaba adentro volteaba para verlos, aplaudían, fue como un partido de fútbol, un verdadero espectáculo”. Desde entonces ha sido imparable.
Como en sus platos insignia, el sabor viene del corazón: Mattos aprendió a decir te quiero a través de la comida, y lo extendió a un detalle elegante, a pasar horas de pie en la cocina, a ir por más, a crear un universo hospitalario, un lugar donde la gente quiera trabajar y disfrutar de sus creaciones, los platos de este uruguayo que tuvo que vivir el sueño americano para honrar el campo donde creció.
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