La alta costura vende el mito de París
Los desfiles de Chanel, Dior o Schiaparelli abren una semana de la moda en la que la elegancia decadente de la alta burguesía francesa es el valor a exportar en este peculiar negocio
Un paseo por el Sena. ¿Hay algo más parisino? O mejor dicho, ¿pasea algún parisino por el Sena? Este lunes daba comienzo la semana de la alta costura en París, un evento con denominación de origen (solo la cámara de la alta costura de la capital francesa puede definir qué lo es y los desfiles de alta costura solo pueden presentarse en París, si no llámenlo alta moda, llámenlo sastrería). Son pocas las marcas que presentan estas colecciones, en su mayoría europeas. Pocas de estas prendas hechas a medida para clientas riquísimas se quedan en Europa. La alta costura sigue el dinero. Sin embargo, la alta costura necesita a Francia para conquistar esos nuevos mercados: Emiratos, China, repúblicas centroasiáticas, porque lo que vende es mucho más que ropa, mucho más que una colección. Lo que vende la alta costura es la idea de la vieja Europa destilada, eso que compran los no europeos cuando pujan muy por encima de su valor por un modigliani, o por un grabado de Picasso, o por un Chanel.
Fue, precisamente, Virginie Viard, la directora creativa de Chanel, quien propuso el escenario del muelle del Sena para presentar su colección. Justo al lado de los bateaux mouches, esos barcos acristalados plagados de turistas que recorren el río tratando de memorizar los puentes de París. Cerca del Arco del Triunfo, con el puente de los Inválidos a la izquierda y la torre Eiffel de fondo, el público se sentaba en una grada frente al río. Allí, Viard conjugó todas las combinaciones y permutaciones posibles del tweed, ese material genético que le ha sido prestado mientras dure su reino. Todos los elementos de la casa se encontraban en ese paseo: la camelia, las sedas vaporosas, el tweed rematado con organza. El rosa, casi únicamente bien tratado por Chanel. Las faldas midi ligeras y femeninas se encontraban con largos vestidos de fiesta negros y vaporosos. La banda sonora abría con Francoise Hardy, pasó por Vanessa Paradis, para rematar con un dueto entre Elton John y France Gall que puso música al carrusel final, un paseo en grupitos de modelos, algunas de la mano, otras con perro o cestas. ¿Hay algo más parisino que un paseo por el Sena con una cesta de flores? Digamos que Viard sabe perfectamente lo que está vendiendo, y lo hace (y mucho) de manera impecable.
Pero más allá de la postal, París es inabarcable. Francia es inabarcable y la cantidad de sensibilidades, orígenes y circunstancias que conviven en su suelo la convierten a menudo en un polvorín del siglo XXI. Solo dos días antes de comenzar esta cita, el diseñador parisino Hedi Slimane suspendía el desfile de hombre de Celine con un escueto comunicado en Instagram en el que explicaba que le parecía “desconsiderado y fuera de lugar” continuar con un show en la capital de Francia cuando los disturbios por el asesinato de Nahel, un joven de 17 años que murió tiroteado por un policía en un control al darle el alto, estaban haciendo arder París. Como en las protestas de 2005, una banlieu guetizada hacía sentir su malestar por la violencia policial con revueltas violentas. Slimane es hijo de padre tunecino y madre italiana, es también hijo del distrito 19, al este de la ciudad, colindante con los suburbios donde desde finales del siglo XX se concentra la inmigración y un barrio en su infancia poblado de franceses del norte de África. ¿Es esta la sensibilidad de un verdadero parisino? Exactamente.
Que lo que vende la moda es muchas veces un sueño aspiracional no tiene duda. Que la sociedad lo tolere cuando ya la inmediatez y las guerras culturales exigen posicionamiento, tampoco. Pero en el comunicado de Slimane había otro factor fundamental “deber anular abruptamente un desfile que representa un trabajo considerable para la casa de costura, para mis equipos, para los talleres, es una gran decepción”. No estamos hablando de facturación y beneficios. O no solo. Los grandes conglomerados del lujo no dejan de batir récords de ganancias, sin ir más lejos en el ejercicio 2022 LVMH facturó más de 79.000 millones de euros. Estamos hablando también de todas las empresas adyacentes que participan en la ejecución de esta representación que es la moda. Hablamos de operadores de cámara que nunca llegaron a grabar ese desfile, de conductores, hoteles y restaurantes donde seguramente se anularon turnos y cuyos camareros cogieron el RER hasta su barrio sin la paga por esas horas extras.
Y para toda esa gente, de algún modo, también trabaja la industria de la moda. Lo hizo muy evidente Pieter Mulier al salir a saludar después del desfile de Alaïa vestido con bata blanca, homenaje a costureras y costureros del taller en un desfile celebrado el domingo fuera de calendario, en un puente sobre el Sena, de nuevo reclamando la ciudad para un nombre indefectiblemente asociado a ella, porque ¿hay algo más parisino que Alaïa?
En todo caso, la semana no ha hecho más que empezar. Lo hizo Schiaparelli como suele: un espectáculo de virtuosismo y concepto. Esta vez, Daniel Roseberry apeló a artistas que le inspiraban o que inspiraron a Elsa Schiaparelli en su día. Así, Dalí, Matisse o Lucien Freud convivían a pinceladas, a veces reales, en esta colección. Volúmenes y prendas sobredimensionadas, que casi parecían un escudo (contra el frío, contra la proximidad humana) como un árbol de plumas, plumífero literal, un abrigo de hombre de las nieves, collares y abalorios superpuestos que conformaban una armadura tribal y un azul Klein que, por algún motivo, teñía la piel de las modelos.
Un poco más tarde, la holandesa Iris van Herpen presentaba una colección que parecía una fantasía subacuática: mujeres pez o mujeres sirena, reinas de algún mundo marino ataviadas con vestidos de tules y organzas cortadas al láser con técnicas innovadoras 3D que acompañaban el discurso biónico y futurista al que recurría la diseñadora, el de las nuevas construcciones de ciudades flotantes. No era un farol, como holandesa, con su tierra medio hundida en el mar, el calentamiento global no es una tragedia especulativa, es algo muy real. Teniendo en cuenta que el 1% de la población contamina más del doble que la mitad más pobre y que la costura la compra el 1% de ese 1%, no se entiende bien a quién dirige su alegato.
Maria Grazia Chiuri mantiene su discurso firme: el empoderamiento femenino no consiste en vestirse de superheroína, sino en poderse mover con libertad, caminar sin caerse, no pasar frío, gustarse, llevar ropa sofisticada pero no llamativa. En fin, básicos que no están siempre garantizados en este particular universo de la alta costura. En colaboración con la artista italiana Marta Roberti, que elaboró un mural tejido representando a diosas ancestrales, Chiuri presentó una colección para Dior sobria y delicada con su clásico juego de feminizar lo masculino y masculinizar lo femenino, utilizando para ello técnica y tejidos. La chaqueta Bar perdía su rigidez para convertirse en un ligero corsé con pliegues, la lana, la alpaca y el tweed caían como si fueran sedas. Había tejidos tridimensionales de perlas mezclados con lana y brocados metalizados que remataban vestidos columna de inspiración griega, ya marca de la diseñadora romana. Los colores beige, tierra y marrón dotaban a la serie en blanco de una serenidad que a algunos puede parecer aburrida. A otras, sin embargo, les resulta una opción realista para tiempos convulsos. Maria Grazia Chiuri lee siempre bien la temperatura social.
En su primer desfile de alta costura, Thom Browne conjugó todas las posibilidades que ofrece un traje gris. Su uniforme, convertido en prenda atlética, prenda sin género y prenda vanguardista, aterrizó aquí en una puesta en escena espectacular. Cuando el patio de butacas vio alzarse el telón se encontró con otro patio de butacas, este compuesto por los palcos de la Ópera de París ocupados por siluetas de papel vestidas con el uniforme Browne. La teatralidad del desfile, la idea de una espera en una estación protagonizada por la modelo Alek Wek, las modelos vestidas incómodamente de campanas o pájaros o juguetes, opacó quizás lo que fue una gran colección de factura perfecta. A pesar de presentarse en París, no hay otro remedio con la alta costura (tampoco es que lo quiera el diseñador estadounidense, que suele desfilar aquí), la colección gritaba Nueva York por los cuatro costados. Nada es menos parisino que un traje gris, y nada lo es más que el mito del americano en París.
La elegancia decadente de la alta burguesía francesa es el valor a exportar en este peculiar negocio, por eso los que la llevan de cuna no tienen nada que demostrar (aún). Es el caso de Charles de Vilmorin, el joven diseñador francés de familia de alcurnia que tras abandonar la dirección creativa de Rochas debutaba en la costura con su marca homónima. En un primer piso industrial en el centro de París, Vilmorin colocó efebos, mujeres lánguidas, animales de yeso, vestidos fantasmagóricos, kimonos con impresiones orientales y hasta a la epítome de la parisina, Inès de la Fressange, en una mezcla rimbaudiana que cierra con un lazo el regalo envenenado de la idea que es París y que la alta costura trata de sintetizar con sus propios ritmos y para su propio público.
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