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Placeres de verano | Ventiladores de techo: el sueño de Vietnam

Sus aspas no solo sirven para combatir el calor: son una máquina para viajar en el tiempo y en el espacio

Un ventilador de techo, en un piso de Barcelona.
Un ventilador de techo, en un piso de Barcelona.Massimiliano Minocri
Guillermo Altares

Los ventiladores de techo pertenecían a un mundo exótico y lejano: aparecen en las películas de aventuras —a Harrison Ford le resulta muy útil uno para ahorcar con su látigo a un tipo que pretendía asesinarle en Indiana Jones y el templo maldito—, en la bolera de El gran Lebowski o forman parte del paisaje de los dramas sureños de Tennessee Williams, junto a las camisetas blancas de tirantes. “Estados Unidos solo tiene tres ciudades: Nueva York, San Francisco y Nueva Orleans. Todo el resto es Cleveland”, escribió el gran dramaturgo. Y Nueva Orleans no se puede concebir sin el movimiento rítmico de las aspas en los porches, los bares y en las habitaciones.

Sin embargo, poco a poco se fueron haciendo cada vez más habituales en lugares muy alejados de los trópicos, incluso para combatir el calor seco de Madrid, como una opción más barata y ecológica que el aire acondicionado. Recuerdo uno de los primeros veranos de canícula salvaje en los que decidimos ponerlos en casa. No resultó nada sencillo. Primero había que encontrarlos y estaban agotados en casi todas partes: tenían que ser todo lo silenciosos que fuese posible, de aspas contundentes y, sobre todo, había que buscar a un profesional para instalarlos. Salvo que uno sea un manitas muy seguro de sus habilidades —no es el caso— para poner algo que da vueltas a considerable velocidad sobre tu cabeza es mejor estar seguro de que no se va a hacer una peligrosa chapuza.

Encontrar al electricista fue relativamente sencillo. Pero había que ponerse a la cola: medio Madrid había tenido la misma idea. No fuimos los únicos que pensamos que había que empezar a prepararse para veranos de calor imposible, constante y creciente —estos meses insoportables seguramente sean los más frescos de nuestra vida, hasta que muchas ciudades se conviertan en Phoenix, la urbe estadounidense que estuvo casi un mes por encima de los 43 grados de máxima y los 32 de mínima—. Cuando por fin logramos que nos hiciese un hueco, estuvo toda la mañana trabajando mientras su móvil no paraba de sonar —detalle inolvidable: tenía como timbre la música que acompañaba las respuestas del Un, dos, tres— con clientes impacientes que reclamaban su presencia.

Terminó su labor de manera impecable y, al darle al botón por primera vez, descubrí uno de los grandes placeres del verano: estar tumbado en la cama o sentado en el sillón, en la penumbra de una habitación en la que se cuelan por la ventana, a través de las persianas semicerradas, algunos haces de una luz que fuera se intuye violenta, mientras se contempla un ventilador de techo. Incluso más que el movimiento de las aspas y el aire fresco, es el suave sonido rítmico del ventilador el que marca la pauta del descanso. Porque precisamente por Indiana Jones, por Tennessee Williams, por tantas películas y novelas, los ventiladores en el techo siguen representando una forma de ensoñación y de viaje y las aspas transmiten una sensación hipnótica. Pero, por encima de todo, son Vietnam, aquella guerra sobre la que su gran cronista, Michael Herr, escribió: “No tuvimos infancias felices, pero tuvimos Vietnam”.

Y no se trata solo de Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola, cuando el capitán Willard, totalmente zumbado por la guerra y la selva, se encuentra en su habitación bajo los ventiladores, que se convierten en helicópteros. Manu Leguineche describe en La guerra de todos nosotros, su libro sobre Vietnam y una obra maestra del reporterismo español, el hotel donde se reunían los corresponsales de guerra en Saigón, el Continental de El americano impasible: “Bajo los ventiladores de aspas y las sillas de bambú, la tribu de los corresponsales de guerra daba un repaso a la situación, invitaba a una cerveza 33 a los recién llegados de aquel frente esquizofrénico o simplemente exhibía el último modelo de traje de combate confeccionado por los sastres chinos situados a un tiro de piedra de la calle Tu Do”.

Y así acaba uno de los grandes libros sobre aquel conflicto, Despachos de guerra, de Michael Herr, un periodista que inventó una nueva forma de contar la guerra y que luego se convirtió en guionista de dos películas imborrables: Apocalypse Now —se encargó de la voz en off del capitán Willard— y La chaqueta metálica —su relación con Stanley Kubrick fue tan intensa que acabó escribiendo un libro sobre ella—. “La guerra terminó, y luego terminó de verdad, las ciudades cayeron, vi caer en el mar de China los helicópteros que había amado mientras sus pilotos vietnamitas saltaban abandonándoos, y un último helicóptero giró sus hélices, se alzó en el aire y huyó de mi pecho”… Para transformarse en un ventilador de techo en una ensoñación bajo el calor del verano.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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