Chavales fachas, creciente estereotipo de la juventud
La ‘desdiabolización’ de la ultraderecha y la abolición del futuro hace que muchos jóvenes vean lo ultra como una opción de rebeldía romántica contra el ‘establishment’
En la edad temprana, cuando la energía es mucha y la piel manda, nos sobresalta una rebeldía natural que hay que llenar de contenido. Desde mediados del siglo XX, es decir, desde que existe la juventud tal y como la conocemos, la izquierda ha dotado de sentido a esa exuberancia revolucionaria. Pero las cosas están cambiando.
En aquella época, tras la Segunda Guerra Mundial, dio inicio la cultura juvenil, que era la forma de generar identidad (y beneficio) en ese espectro poblacional, vendiéndole sexo, droga, rock n’ roll… e ideas políticas radicales. El baby boom ofreció un nutrido mercado para tales productos contraculturales. Así los jóvenes, que eran muchos, se enrolaron en movimientos utópicos y subversivos, practicaron estilos de vida alternativos e incluso tomaron las armas en el terrorismo revolucionario de los años setenta. “Si uno no es comunista a los 20 no tiene corazón, si lo es a los 40 no tiene cabeza”, rezaba el dicho popular.
La juventud sigue adhiriéndose a causas progresistas y, en aquella España que se creía vacunada contra la ultraderecha, el movimiento 15-M marcó a toda una generación de jóvenes que ya no son (tan) jóvenes. Ahora los florecientes chavales fachas han cambiado la camiseta del Che Guevara o los pelos de colores por la bandera de España y el anhelo de la libertad financiera a través de inversiones raras. El sálvese quién pueda individual antes que la lucha colectiva en pos de una utopía. Siempre estuvieron ahí, pero ahora son más y más visibles: el imperio español, los valores tradicionales o el rechazo de la “invasión” migratoria son motivo de orgullo entre buena parte de la chavalería.
Se acercan al búnker, ante la impotencia de la izquierda, por la emergencia de los partidos del ramo (la desdiabolización de la ultraderecha, como dicen en Francia), por la incertidumbre y la frustración ante un futuro abolido, un descontento que la derecha ha sabido capitalizar, o por la desinformación de las redes sociales y sus agujeros de conejo. Muchos se sienten amenazados por el auge del feminismo, por eso la derechización es especialmente pronunciada entre los varones.
Los chavales fachas campan a sus anchas por internet, donde inician ese camino animados por influencers de ultraderecha, siempre presionando los bordes de la ventana de Overton, por machistas militantes o por los que difunden ideas reaccionarias de manera banal, sin ni siquiera tocar la política; quizás la forma más eficaz de asaltar el sentido común de la época. Despiértate a las cinco, mátate a burpees, haz lo que sea por tu jefe sin esperar nada a cambio. Por no hablar del fenómeno de las tradwifes, que ahora hace correr ríos de píxeles.
La juventud reaccionaria también pulula por las calles. Se hizo muy visible, por ejemplo, en el maremágnum de las manifestaciones de Ferraz, donde nació el movimiento juvenil Noviembre Nacional y la derecha dio muestra de una inopinada diversidad (aunque aborrezca el término): desde los rezadores de rosario de alta intensidad hasta los nazis que pedían taxis y aireaban esvásticas, pasando por aquellos cayetanos virales que, con cara de no haber roto un plato, “putodefendían España” de la policía sanchista. Compareció la falangista veinteañera Isabel Peralta, subida a un kiosko, famosa por aquel discurso: “El judío es el culpable”.
Las celebraciones por la victoria de la Selección Española en la Eurocopa, en Cibeles y alrededores, también fueron un momento propicio. En la cervecería donde presencié la semifinal un montón de chavales fachas, bien fornidos, con peinado de futbolista y espatarrados en sus asientos (el manspreading como forma de estar en el mundo), agitaban sus jarras de cerveza al aire mientras aullaban canciones racistas sobre los jugadores que no son blancos. “Sin complejos”, como se dice en el sector.
En las últimas ediciones de la Feria del Libro de Madrid fueron notorias las colas para conseguir las firmas de los influencers ultraderechistas que saltan de YouTube al libro de papel. Algunos de aquellos chavales que esperaban lucían camisetas que asociaban el discurso ultra al punk, como si fuera posible mezclar el punk, más allá de la mera provocación, con el conservadurismo, el liberalismo o incluso el progresismo. El punk es algo así como un destructivo nihilismo poético. Pero esa querencia por lo contracultural ilustra bien cómo se quieren sentir los jóvenes de la ultraderecha hoy: rebeldes, enemigos del establishment, furiosamente románticos. El ultraliberal argentino Javier Milei, ídolo de no pocos chavales fachas, no le hace ascos a la pose roquera, porque militó en una banda de rock llamada Everest. Esa motosierra.
Así, parte del glamur juvenil de lo ultra tiene que ver con su elemento transgresor respecto a los consensos alcanzados: se habían consolidado como parte del sentido común la igualdad de los seres humanos, el cuidado del medio ambiente o el rechazo del fascismo o del racismo, y por eso es lo que se enseña en las escuelas. Pero los consensos han saltado por los aires: los chavales fachas se rebelan a través de un malismo muy apto para saciar las ansias de rebeldía propias de la edad. No es asunto baladí: la juventud de hoy configura la realidad del mañana, porque, aunque la ventolera del tiempo apague el fuego del radicalismo, siempre queda algo entre las brasas.
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