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Arquitectura
Tribuna
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Cibeles o el carácter madrileño

Nuestra Señora de las Comunicaciones, un edificio cuya silueta ha sido testigo de la Historia y ha viajado por el mundo impresa en las cartas postales

Peatones en la plaza de Cibeles, enero de 1962
Peatones en la plaza de Cibeles, enero de 1962Archivo General de la Administración

No es casualidad, aunque lo parezca, que el principal rasgo del carácter madrileño haya sido siempre, hasta nueva orden, esa poética ausencia de carácter sustanciada en la socarrona ironía del ‘vuelva usted mañana’, una crónica carencia de grandes monumentos o el escuálido curso del río Manzanares.

No lo es porque fue precisamente ese vacío lo que determinó su elección como capital del reino hace más de cuatro siglos, cuando el rey Felipe II tuvo que elegir una capital desde la que gobernar el nuevo estado español fundado por los Reyes Católicos:

“A nuestro entender –escribió el insigne cronista madrileño Mesonero Romanos–, la primera consideración fue sin duda la política de crear una capital nueva, única y general a todo el reino, ajena a las tradiciones, simpatías o antipatías históricas de las anteriores, y que pudiera ser igualmente aceptable a castellanos y aragoneses, andaluces y gallegos, catalanes y vascongados, extremeños y valencianos”.

Política fue igualmente la decisión tomada a principios del siglo XX de centralizar en la plaza de Cibeles los obsoletos servicios de Correos y Telégrafos que se agrupaban en torno a la Puerta del Sol. La congestión en torno al kilómetro cero, origen radial de las carreteras españolas y de la distribución de las correspondencias, era ya entonces insostenible, y no podía sino seguir agravándose con la extensión de la ciudad proyectada por el ingeniero Castro, cuyas cuadrículas iban alfombrando los nuevos barrios de Salamanca o Chamberí.

Desde el punto de vista técnico, la solución recomendada fue la de disgregar sus oficinas: serían más eficaces, decían los carteros, varios edificios distribuidos por la ciudad que uno solo mastodóntico en el centro. Pero, una vez más, el Estado impuso su criterio: vapuleado por el desastre del noventa y ocho y la pérdida de las últimas colonias, necesitaba hacer campaña patriótica, y juzgó más oportuno crear un símbolo que uniera Madrid con las provincias, reforzando su imagen capitalina.

Dos jóvenes arquitectos con apenas treinta años cumplidos, Antonio Palacios y Joaquín Otamendi, ganaron el concurso convocado en 1904 con un proyecto que la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando definió como una “creación genial”. Una fachada monumental abraza la fuente de Cibeles, diosa madre, para crear la imagen más reconocible de Madrid, la que la representa, si es eso posible, dentro de esa constelación de inequívocos iconos urbanos como la Torre Eiffel, el Puente de Londres o el Coliseo de Roma.

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Tras esa membrana escultórica, los arquitectos organizaron el proceso industrial de la gestión de la correspondencia en amplias naves de estructuras metálicas vistas que rodearían el gran salón central de atención al público, corazón del edificio.

La construcción del Palacio, que duró doce años en lugar de las cuatro previstos, marcó el origen de la transformación de la capital en una gran ciudad europea durante esas dos primeras décadas del siglo XX, en las que se iniciaron además las obras de la Gran Vía y del Metro, cuya primera línea se inauguró en 1919, año en que se abrieron las puertas de Correos al público.

‘Guste o no guste’, como decía el historiador del arte Chueca Goitia, el Palacio de Cibeles es un asombro. Su abigarrada fachada y su torreón de aire medieval convirtieron la gran fábrica de las comunicaciones en un templo laico, símbolo urbano de la centralidad y a la vez parte fundamental de la vida íntima de los madrileños, que echaban las cartas en el majestuoso pórtico de los buzones del paseo del Prado o recogían un giro postal en los mostradores del solemne vestíbulo.

Con ese sarcástico humor no exento de una cierta ternura, los chuscos bautizaron al Palacio como Nuestra Señora de las Comunicaciones. Su silueta ha sido testigo de la Historia, y ha viajado por el mundo impresa en las cartas postales. Alberga desde hace algo más de una década la sede institucional del Ayuntamiento de Madrid y el centro cultural CentroCentro, y sigue representando la esencia de ese carácter madrileño tan difícil de acotar y adjetivar.

Jacobo Armero es comisario de la exposición permanente Vida del Palacio de Cibeles, abierta al público desde este mes de diciembre en CentroCentro, Palacio de Cibeles, Madrid.

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