Galdós veranea en Santander
En Cantabria, en su casa San Quintín, el autor escribió ocho novelas, 14 episodios nacionales y 11 obras de teatro
Veranear no es un término que cuadre en la vida de un escritor. Más bien, buscar refugio, retiro, cierto énfasis para el descanso. La escritura no se detiene y en el caso de Galdós, menos, pero para su ejercicio, durante el verano, decidió buscar, precisamente para rendir más, un lugar fresco. En su caso fue Santander, donde acudió casi cada verano de su vida desde 1871. Siguió el consejo de su amigo José María de Pereda, con quien tertuliaba y paseaba por la ciudad a diario. Si a él unimos también a Marcelino Menéndez-Pelayo, nos salen las dos Españas en torno a un café: todo un ejemplo de civismo que hace añicos la histeria de esa estéril y desesperante tendencia patria a los extremos y la polarización.
Los primeros 20 años los pasó de alquiler en la ciudad, pero en 1892 comenzó a construir su finca de San Quintín, desde la que disponía de la compañía y el baño suave para la vista de la bahía santanderina. La finca se convirtió en una especie de meca peregrina para galdosianos contemporáneos. El escritor se recluía allí al menos tres meses al año con sus hermanas, Carmen y Concha, y su hija María, a quien tuvo, soltero, con Lorenza Cobián.
Cada día se ocupaba de la huerta y escribía sus folios. El lugar le sirvió de refugio inspirador rentable: produjo allí ocho novelas, 14 episodios nacionales y 11 obras de teatro. Se acostaba pronto y madrugaba mucho. Descuidaba su atuendo y no se arreglaba para recibir visitas: podía recibir con pantalones remendados, camisas salpicadas de lamparones o restos de tierra y pintura.
Tras su muerte nadie quiso conservar allí su legado. Se apagó su cuerpo y también su recuerdo en la ciudad. Nadie mostró interés por reivindicarlo
Desde su estudio veía el mar. Se instalaba en muebles diseñados por él mismo, como hizo con la casa, que proyectó junto al arquitecto Casimiro Pérez de la Riva. La gran chimenea con azulejos traídos de Inglaterra llevaba impresa una leyenda de la tumba de Shakespeare. En las paredes colgaban cuadros con motivos de los Episodios Nacionales y allí trasladó el retrato que le hizo su amigo Joaquín Sorolla. En la biblioteca mandó inscribir una orla con frases de la letanía de la virgen y en las cortinas se leían pasajes de los salmos. Todo eso, contemplado por una reproducción de la máscara mortuoria de Voltaire y un retrato de alguien tan poco cristiano como Richard Wagner. Ese contraste daba idea de su espíritu radicalmente contradictorio, llevado al máximo en sus expresiones decorativas.
San Quintín fue la única casa que Galdós tuvo en propiedad. Su casa… Le ahogaban los gastos para mantenerla y trabajó sin cesar con la intención de conservarla. Hasta tal punto lo fue, que guardó en ella en vida todos sus manuscritos. El escritor llegó a ser parte del paisaje de la ciudad. Acudía a sus cafés, hizo grandes amistades. Fijó San Quintín como punto de partida de sus desplazamientos por el norte y por la región, que reflejó en libros de viajes como Cuatro leguas por Cantabria. Allí embarcaba en navíos que le trasladaban a sus continuos itinerarios europeos. Partió a menudo desde el puerto de Santander rumbo a Francia, el Reino Unido, los países bajos y escandinavos y volvía a desembarcar en el mismo punto. Hasta un año antes de su muerte acudió regularmente a San Quintín. Tras su muerte nadie quiso conservar allí su legado. Se apagó su cuerpo y también su recuerdo en la ciudad. Nadie mostró interés por reivindicarlo. Sus enseres pasaron en la década de los sesenta a la Casa Museo de Las Palmas de Gran Canaria.
La propiedad fue vendida a particulares poco después de morir. Derruyeron la casa. El muro de contención de la entrada a la finca se conserva, así como un letrero con azulejos azules y letras góticas en los que se lee: San Quintín. Ningún recuerdo indica en la pared que allí, uno de los escritores más grandes de la literatura universal creó gran parte de su obra y fue razonablemente feliz.
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