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Madrid, ¿dónde vas sin mantón de Manila?

El buen humor y la gracia castiza que se respira en la zarzuela es una muestra de la consabida alegría madrileña, propia de una ciudad con fama de acogedora

Una chulapa ante la ermita del Santo, este viernes en el que se celebra San Isidro, patrón de la capital, bajo las restricciones impuestas debido a la pandemia del coronavirus.
Una chulapa ante la ermita del Santo, este viernes en el que se celebra San Isidro, patrón de la capital, bajo las restricciones impuestas debido a la pandemia del coronavirus.Chema Moya (EFE)

Qué extraño el agosto madrileño sin las luces, los farolillos y las guirnaldas, los célebres conciertos de las Vistillas y los concursos de chotis allá, en la Plaza de Cascorro. Nos falta la música por las calles, abarrotadas de multitudes; las churrerías ambulantes, los bocatas de panceta y el tinto de verano para aliviar el fuego estival. En su lugar, mascarillas, gel hidroalcohólico, distancia social, miedo. Sobre todo, miedo.

Este año, la crisis del coronavirus ha obligado al Ayuntamiento a cancelar las fiestas más populares de nuestra ciudad, celebradas durante la primera quincena de agosto, que suelen comenzar en torno al 7, con San Cayetano, para continuar con San Lorenzo el 10 y culminar con La Paloma el día 15, cuando es costumbre que el Cuerpo de Bomberos pasee en procesión el cuadro de la Virgen de la Paloma por las calles del barrio de La Latina. Se trata de un lienzo anónimo que originalmente representaba a la Virgen de la Soledad, pero esta denominación cambió cuando se hizo popular gracias a la intervención de una vecina, Andrea Isabel Tintero, que la mantuvo expuesta en su casa, situada en la calle de la Paloma. Así se inició el culto que continúa en nuestros días.

La zarzuela posee la particularidad de ser genuinamente madrileña

La fama de la verbena de la Paloma se ha plasmado en numerosas obras cinematográficas y literarias y dio lugar, a finales del siglo XIX, a una conocida zarzuela. La verbena de la paloma, con libreto de Ricardo de la Vega y música de Tomás Bretón, fue estrenada el 17 de febrero de 1894 en el Teatro Apolo, un edificio construido en 1873 sobre el antiguo convento de San Hermenegildo, en el número 45 de la calle Alcalá, cerrado definitivamente en 1929. Hoy alberga la Oficina de Atención Integral al Contribuyente. Durante el Madrid de la Restauración alfonsina, el Apolo fue sede del llamado “género chico” teatral, con obras de un solo acto, representadas en sesiones por horas, dirigidas a un público de toda condición: desde las clases populares hasta la alta burguesía y la aristocracia, que posteriormente pasaban por el cercano Café de Fornos, donde se reunían los artistas.

La zarzuela, un subgénero dentro del género chico, posee la particularidad de ser genuinamente madrileña, aunque posteriormente se expandió incluso a otros países. Sus tramas, generalmente de enredos amorosos, mezclan diálogos con música y se desarrollan en escenarios del Madrid castizo, con personajes vestidos a la moda de aquellos años. La indumentaria “chulapa” incluye, para las mujeres, una falda larga ceñida en las caderas y con vuelo por los tobillos, pañuelo en la cabeza con un clavel y el omnipresente mantón de Manila. Para los hombres, pantalones ceñidos, chaquetilla corta con un clavel en la solapa, pañuelo blanco en el cuello y una gorrilla que se cambiaba por un bombín en las ocasiones especiales.

Hay que señalar, sin embargo, que la denominación de “chulapos” es relativamente moderna (del siglo XIX) y se impone a los diferentes tipos madrileños que existían, cada uno con sus particulares oficios e indumentarias. El traje regional no es el chulapo, sino el goyesco, propio de los majos. Los majos, retratados por Goya, habitaban originalmente el barrio de las Maravillas –ahora, barrio de Malasaña- y cosechaban fama de guapos y valientes. Los manolos, descarados y juerguistas, de Lavapiés y La Latina, vestían los trajes que hoy asociamos a las verbenas. El nombre les fue dado porque en Lavapiés vivían los judíos conversos, que adquirieron la tradición de llamar “Manuel” a su primogénito. Los chisperos, pendencieros y timadores, eran los herreros que vivían en los alrededores de Hortaleza y Barquillo, más tarde Chamberí. Escritores como Mesonero Romanos o Ramón de la Cruz han profundizado en las costumbres de estas “tribus” madrileñas. Fue el segundo el que comenzó a llamar “chulos” (del hebreo, “chaul”: “muchacho”) a los manolos.

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El traje regional no es el chulapo, sino el goyesco, propio de los majos. Fueron retratados por Goya y cosechaban fama de guapos y valientes.

El traje chulo o chulapo prevalece en las zarzuelas, cuyo nombre proviene de un pabellón de La Zarzuela (El Pardo) donde Felipe IV asistía a representaciones teatrales. Aunque algunos historiadores sostienen que Calderón de la Barca puede considerarse el primer zarzuelista, las que hoy conocemos alcanzaron su fama entre mediados del siglo XIX y mediados del XX, gracias a músicos como Tomás Bretón, Francisco Barbieri, Federico Chueca o Ruperto Chapí, cuya escultura se encuentra en el Parque del Retiro. El estreno de La Gran Vía en 1886 –con música de Chueca y Valverde y libreto de Felipe Pérez y González- resultó determinante. En la obra, las calles y los barrios madrileños, personificados, esperan que la Municipalidad dé a luz a la Gran Vía y asisten al Eliseo, un famoso local de baile al que acudían las clases populares, situado junto al Paseo de Recoletos. En este Paseo se halla también el aguaducho de Pepa, personaje de otra conocida zarzuela: Agua, azucarillos y aguardiente (1897), con música de Chueca y libreto de Miguel Ramos Carrión. En ella, se jactan los barquilleros de vivir en la Ronda de Embajadores, “al lao” de la Ribera de Curtidores.

Ricardo de la Vega escribió La verbena de la Paloma a partir de una anécdota real: un cajista de imprenta que le relató la discusión que había tenido con su novia debido a que ella estaba siendo cortejada por un viejo verde. Así nació Julián, el cajista que trata de recuperar durante toda la obra el amor de Susana, protagonista, junto con su hermana Casta, de los famosos versos de Don Hilarión, el viejo boticario que las corteja: “Una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid”.

El buen humor y la gracia castiza que se respira en la zarzuela es una muestra de la consabida alegría madrileña, propia de una ciudad con fama de acogedora que continúa siéndolo incluso ante el providencial calor agosteño. Este año, nuestro Madrid está convaleciente y hay que buscar las luces de verbena en los corazones, encendidos aún de esperanza. Las calles volverán a abarrotarse de madrileños, los de dentro y los de fuera, porque madrileños podemos sentirnos todos.

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