La Mercè rinde un homenaje desigual a las eternas noches de Zeleste
En un concierto irregular el espíritu de la calle Platería se instaló en la Catedral
Los recuerdos tienden a magnificar el pasado, entre otras cosas porque cuando aquello ocurrió quien lo recuerda era más joven y los doctores no le habían prohibido nada de lo que engorda, afecta al hígado o aumenta la tensión arterial. Pero no todo el pasado fue mejor, y en el antiguo Zeleste hubo noches para el olvido así como conciertos mediocres. En este sentido, el homenaje a los 50 años de la mítica sala, hoy no menos mítica bajo el nombre de Razzmatazz para quienes aún tienen hígado y nada vedado, hizo justicia a un recuerdo más fidedigno, y en la plaza de la Catedral la noche estuvo marcada por momentos que podrían pasar al recuerdo y otros que probablemente caerán en el olvido. Nadie es perfecto, ni tan siquiera Zeleste.
Dígase de entrada que como todos los homenajes que se realizan a la sala de Platería, incluido el documental que sobre ella estrenará el festival In-Edit, son parciales, al centrarse en la época en la que el local vio nacer un estilo musical, el Sonido Laiteano, una casa de discos y escuela de música entre otras actividades. Fueron momentos históricos, pero Zeleste no sólo fue esto, pues a partir de inicios de los 80 y bajo el mando de Chema Fullana Campeón facilitó que los mejores grupos de la entonces pujante Movida actuasen en la sala, que a su vez dio cobijo a la “nueva ola” barcelonesa, a los rockeros, a los mods y a los punks, amén de mantener su vinculación con el jazz y las músicas entonces más novedosas. Pero todo eso, según parece, ya no es Zeleste, como tampoco su época en Almogàvers pre-Razzmatazz, lo que parece confirmar que los recuerdos, más allá de su importancia cultural, tienen lo generacional como epicentro, especialmente cuando la generación hoy celebrante era ayer el ojo del huracán.
Y muchos de esa generación, ahora personas de edad, sonrieron cuando Joan Colomo olvidó los primeros versos de Qualsevol nit pot sortir el sol, la primera canción de la noche, mostrándose a partir de este punto incómodo y fuera de lugar. Los arreglos de las primeras canciones no ayudaron a su brillo, pues parecían poner más énfasis en el protagonismo del Ensemble del Liceu que las interpretaba, una veintena de músicos con abundantes metales y cuerdas, que en evocar un recuerdo ajustado a la memoria o felizmente reinterpretado. Especialmente contradictorio fue To de re per a mandolina i clarinet, el paradigmático y festivo tema de la Orquestra Mirasol, en el que apenas se escuchó la mandolina de Xavier Batllés, más suerte tuvo el saxo de Dave Pybus, amén de que los arreglos hicieron de todo punto imposible bailarla, como se pidió desde escena. Algo se enderezaron las cosas con el Font de Música Urbana que contó con Carles Benavent, Joan Albert Amargós, Salvador Font y Matthew Simon, para ya normalizarse con la aparición de Sergi Vergés, segundo arreglista y conductor del Ensemble, que como parte de aquella historia zelestial entendió mejor que su predecesor Toni Vaquer el papel que había de jugar, acompañar sin protagonismo.
El rumbo de la noche cambió con Epigrama de Toti Soler, quien no pudo estar presente en la Catedral. Carme Canela lució su voz, Mario Mas su guitarra y las secciones de viento y cuerda mostraron su humilde eficiencia en apoyo de la partitura. Pese a que las presentaciones se hicieron largas y anticlimáticas, el octanaje de la noche fue subiendo con temas de Platería (Manel Joseph y Pep Torres al aparato con Ligia Elena y Carnaval), Gato Pérez (Rafalito Salazar, Yumitus de la Payoya y Carme Canela para el bolero Granito de Sal compuesto por Gato como homenaje a Carme y las bailables La curva del Morrot y Gitanitos y morenos). Pero las chispas saltaron con la Ludwig Band, formación que a pesar de su juventud reconstruyó el ambiente sonoro y la personalidad de Pau Riba mediante briosas apropiaciones de Rosa d’Abril (L’amor s’hi posa) y Quan la Mercé està contenta en lo que fueron, con los de Carme Canela al margen, los mejores momentos de la noche. Los más jóvenes, será cuestión de vitalidad y vigencia, fueron quienes mejor captaron el ambiente desmadejado, abierto y desprejuiciado de una celebración que visto lo visto y considerando el enorme esfuerzo que supuso el proyecto, quizás no hacía imprescindible la pompa de violines y metales para evocar aquellos tiempos en los que nada estaba prohibido. La música popular no suele ir de tiros largos. Al acabar el concierto las Ramblas estaban casi vacías. En los años de Zeleste nunca cerraban y la noche era eterna. Todo ha cambiado mucho.
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