Toda una vida a la sombra de los patines de vela
Una singladura sentimental por el pasado y el presente de la tan hermosa y marinera embarcación catalana, a la espera de su apoteosis el 19 y 20 de octubre en el campo de regatas de la Copa del América
Nunca había visto nada semejante al espectáculo de los patines de vela aquellas mañanas de verano en Sant Salvador. Sus dueños, de cuerpos bruñidos por el sol y cabellos enredados por la sal y el viento, los arrastraban a brazo por las asas de proa hasta el borde del mar y mientras las ligeras embarcaciones cabeceaban y las velas flameaban esperándolos subían de un salto, agarraban la escota, tensaban y los patines salían disparados como salvajes y alegres caballos marinos en una fiesta de agua resplandeciente orlada de salpicaduras de espuma. La primera vez que los contemplé fue en 1980 y por entonces el patín de vela, el patín catalán, ya gozaba de gran tradición en el país. De hecho, yo conocí a la generación siguiente a la de los grandes patinaires o patinistes de esa época heroica en la que se llegaban a apostar en una regata que el perdedor quemaría su patín en una hoguera. Pero los jóvenes seguían navegando como sus antecesores, de una manera instintiva, epidérmica, alegre, muy salvaje, que a mí, veraneante de montaña llegado a la playa por asuntos del corazón y no marítimos, me parecía no solo asombrosa sino temeraria y hasta insensata.
Se salía en patín, que era como una extensión del cuerpo, de la voluntad y de un desatado y vehemente anhelo de vivir, casi sin proponérselo, sin chaleco (no digamos móvil y GPS, que no existían), con solo el bañador y acaso unos jeans viejos cortados para protegerse del roce de la rasposa madera, barnizada con arena para que no resbalara. Navegaban todos los días, eran parte del ritual del estío —como las copas en el Can 60, en el Tama, en La Pera—, y de su paisaje: los patines, en su zona acotada en la arena, junto a la barca de pesca de la Manuela, con sus mástiles apuntando como dedos al cielo, las velas bajadas, el sonido de la driza golpeando contra el palo, los estayes y obenques silbando en la tarde. Eso cuando dormitaban fuera del mar; dentro, activada toda su magia, ofrecían a veces escenas épicas. Recuerdo la imagen de un patinaire, uno de los hermanos Armengol o el primo de Ana Foix, saliendo con un mar fuerte, de grandes olas, empujando desde el agua por la popa el patín y aprovechando que se ponía casi vertical para subirse a brazo por debajo de la barra de escota y hacerlo descender con su peso, cazar y partir encabritado hacia un horizonte peligroso ensombrecido por nubes de tormenta. Una formidable y envidiable exhibición de fuerza física y destreza.
Yo subía poco en los patines y solo como lastre. Mi novia, Mónica, me sacaba en el suyo, que se llamaba como ella, cuando no tenía más remedio, para que no me convirtiera en el hazmerreír de su grupo de amigos —Pau, Pascual, Mañé— que no entendía como la chica, a la que consideraban conradianamente como una de los suyos, se había ido a buscar a Viladrau una pareja de secano (y que llegó a Sant Salvador cargado de libros y denominando a los patines “balandros”). Y es que Mónica navegaba muy bien, desde niña, no en balde era hija de Carlos Poch, uno de los nombres legendarios del patín y campeón de España de la categoría (en el 71 con su famoso patín Nona) para su club, el Club Natación Barcelona (CNB). Navegar en un patín, y más si tu mayor experiencia acuática es ir a capturar renacuajos en el Montseny, impresiona. No es que entre el agua, es que vas directamente encima de ella pues no hay bañera sino solo esa precaria plataforma de tablones (bancadas) que unen los dos flotadores o cascos.
Mónica me llevaba hasta donde no se veía ya la costa —imagino para que nadie nos viera o escuchara mis gritos— y nos quedábamos allí, largo rato, balanceándonos mientras ella extraía un paquete de Sombra que llevaba en una bolsita de plástico amarrada al sucinto bikini y se fumaba un cigarrillo estirada lánguidamente al sol. Yo lo pasaba tan mal que no me sentía ni la líbido. Casi prefería cuando salíamos con mar fuerte y Mónica -un espectáculo verla moverse como un felino rubio sobre el patín, correteando de una punta a la otra, empujando la vela con el cuerpo para cambiarla de amura (trasluchar, si no me equivoco), agachándose y pasando por debajo- me daba órdenes para ponerme más adelante o atrás mientras ella viraba la embarcación. A veces cogíamos mucha velocidad y hacía escorar el patín de manera que un flotador se levantaba hasta dejar de tener contacto con el agua y yo entonces cerraba los ojos y rezaba para que no volcáramos (los patinaires desvuelcan los patines sin demasiados problemas, incluso cuando el vuelque es de chocolatera, completo, pero para el acompañante pardillo es un trance). El regreso a la playa no me parecía menos azaroso, con el riesgo de llevarte a algún bañista por delante, entrando de empopada y frenando metiendo los pies en el agua y encomendándome al almirante Nelson.
El destino ha querido que cuarenta años después de los procelosos (por tantas cosas) veranos en Sant Salvador, haya vuelto yo desde hace un año al mundo del patín a vela, y de la mano de aquella misma Mónica (hoy inexplicablemente mi mujer). Ella y mi cuñado Javier se conjuraron para navegar en esas embarcaciones —la una de nuevo y el otro, capitán con un velero hundido a sus espaldas, que ya es trayectoria, por primera vez—. Y lo hacen en el Club Patí Vela Barcelona (CPVB), en la playa del Somorrostro, al final del muelle de Marina, en la bocana del Port Olímpic. Yo les acompaño en cada ocasión que salen pero les aguardo firmemente asentado en tierra, observándoles con un catalejo, que es más seguro. Esta singular labor de acompañamiento marítimo -que culminaba con una comida en el Red Fish del sabroso menú de patinaire hasta que el Ayuntamiento ha demolido el bonito edificio rojo del restaurante-, me ha proporcionado una posición privilegiada para recuperar mis (escasos) conocimientos del patín a vela. Y sobre todo para introducirme en un club que está actualmente en el centro de la actividad patinadora, incluido lo relacionado con la 37 ª Copa del América, y de la promoción y divulgación de esta bonita embarcación con tanta historia, incluso, modestamente, la mía.
En el marco de la Copa del América, y tras la exhibición en los preliminares de la prueba el septiembre pasado en Vilanova, con 220 patines, se ha convocado una gran regata de patines los días 19 y 20 de octubre y se espera reunir 300 de estas embarcaciones, cifra épica donde las haya y que representará la mayor concentración de patines de vela de la historia. La inscripción ya va por el 55 % de esa cantidad. Hasta a mí me pide el corazón salir, aunque el cuerpo se resista. La gente del CPVB, entre ellos algún veterano de Sant Salvador —donde la afición por los patines no solo se mantiene sino que crece—, como Juan Pedemonte, se ha acostumbrado a verme por el club como patinista de apoyo en tierra y aunque no entienden porque no navego y ni siquiera hago pádel surf (a lo mejor piensan que tengo un trauma de guerra naval o que soy una especie de Billy Bones esperando al hombre de una sola pierna) no me preguntan nada, me respetan y hasta percibo que me han cogido cierto afecto.
Esta proximidad me permitió el otro día tener una interesantísima conversación con el presidente y fundador del CPVB, Rafel Figuerola, personaje central en el renovado interés por el patín catalán. Empezamos hablando del Red Fish, que aunque hayan desaparecido el edificio emblemático y su terraza (ahora lo que hay es un gran espacio vacío), va a continuar como restaurante del club y seguirá en manos de Ignacio Furest. El derribo ha sido un disgusto, pero en cambio se ha logrado que el Ayuntamiento prorrogue 8 años con derecho a otros 2 más la concesión al Club Patí Vela y su taller de construcción de patines, del que salen unos 25 nuevos al año. El CPVB, con 120 patines y 300 socios, ya el club de patín a vela más importante de Cataluña y seguramente del mundo, es único en la ciudad en su especialización absoluta en el patín, más allá del pionero e icónico CNB, que tiene muchas otras actividades. “Aquí trabajamos únicamente con el patín y con la esperanza de que haya más gente que lo descubra, pero sobre todo para mantener viva nuestra afición por él”, dice Figuerola, cubierto de polvo de estar trabajando en el astillero en la construcción de dos patines, uno de los cuales ya tiene nombre, Ignot. Todos los patines poseen nombres, lo que prueba que son embarcaciones con personalidad y la intensa relación de sus propietarios con ellos. Borinot, Fair Play, Fanals XIII, Brisa, Llamanto, Xaloc, Panotxa, Ginebró (con el que Peco Mulet ha ganado este año la tradicional Volta a Menorca), Pink Panther, incluso ha habido un Dimoni. “Es corriente llamar al patinista por el nombre de su barco”, señala Rafel.
“Los fuimos a buscar nosotros”, explica de la inclusión de los patines catalanes en la Copa del América. Y deja caer con ese carácter tan de patinista: “Quizá ellos nos necesitan más a nosotros que nosotros a ellos. Somos ideales para mostrar los vínculos de Barcelona con la náutica, el patín a vela representa como nadie ese vínculo. La unión del patín con la Copa es muy natural y así lo ha visto desde el principio Grant Dalton, el CEO de la competición, con el que nos entendemos muy bien. Para Figuerola será un privilegio y una gran ventana al mundo poder gozar del campo de regatas de la Copa, con los 300 patinistas como 300 “embajadores” del patín; “aunque bien mirado”, añade con una sonrisa, “en realidad somos nosotros los que les hemos cedido dos meses nuestro territorio”. Rafel (Torredembarra, 49 años) es un apóstol del patín muy singular, llegado no del mundo bienestante de la burguesía catalana que ha nutrido tradicionalmente las filas de los patinistas -aunque todo eso está cambiando, gracias al impulso nuevo y desacomplejado de entidades como el CPVB - sino desde el de la pesca.
Su familia tenía una barca y de joven salía a pescar con su padre hasta que decidió abrir horizontes, dio la vuelta al mundo embarcado como voluntario en una corbeta de la Armada española y recaló en el Club Náutico de Torredembarra, donde fue director y contramaestre. Luego compró un astillero de patines, los estudió e introdujo mejoras en la técnica constructiva, y finalmente ha montado “el tinglado”, como él dice, del CPVB, donde puedes comprar un patín nuevo por 8.500 euros, de segunda mano por 2.500, o hacerte socio y alquilar (“hoy quien no navega en patín es porque no quiere”, dice sin mirar a nadie). Tiene ya a la espalda Rafel la construcción de 500 patines. Calcula que en Cataluña hay unos 3.500 matriculados más una cantidad imprecisa de otros que envejecen varados en playas o garajes (como le pasó al de Mónica) o colgados del techo como decoración en masías.
La relación de enamoramiento de Rafel con los patines ha sido progresiva (“al principio no los navegaba, los cargaba”). Pero ahora le brillan los ojos al hablar de ellos. “Es una embarcación preciosa. Hay otros bonitos catamaranes, los hobycats con sus velas coloridas, pero en lo que tardas en montar uno, con el patín ya has ido y has vuelto. El patín, por su ligereza, su simplicidad, el goce directo del mar y el contacto físico con el agua que ofrece, no tiene competidor. La gente se va dando cuenta de que es una pasada, y la Copa del América puede darle un buen empujón, un plus de visibilidad”. Ser patinista, reflexiona, “es algo muy especial en el mundo de la vela ligera, los que navegan patines son de una pasta distinta, una comunidad con un pedigrí propio”. El patín no es una embarcación fácil, al carecer de timón y de orza, requiere manejarlo con el peso del cuerpo -recuerda-, moviéndose continuamente. “Gente muy buena en otras clases tarda en pillar la forma de navegar del patín, es muy instintivo, la técnica es relevante, por supuesto, pero no hay un abc exacto y cada uno navega a su manera”. A cambio, destaca, “el patín ofrece muchas sensaciones”. Algo con lo que no podemos sino estar de acuerdo.
El emblema del patín, y que lucen en la vela, es un pez espada, parecido, por cierto, al que se pintaba en la torreta de los submarinos alemanes de la 9 ª flotilla en la Segunda Guerra Mundial. Sorprendentemente, Rafel Figuerola considera que lo que llevan los patines no es un pez espada sino un delfín de hocico largo: el delfín del Amazonas o boto. Hay debate sobre el tema.
De los orígenes del patín catalán, descarta la conexión polinesia vía Corto Maltés que a mí tanto me encantaría, y los sitúa en los viejos patines a remo de finales del XIX, como señalan los expertos de una embarcación que está pidiendo a gritos un completo libro sobre su historia —la somera bibliografía incluye el reciente Catalunya amb patí de vela (Viena, 2022), de Daniel Romaní, un viaje del delta del Ebro a Cadaqués con mucha información de la manera de navegar—. “Cada cultura ha buscado su manera de salir a la primera línea del mar, en busca de pescado o de ocio”, continúa Figuerola. “Lo más fácil era un catamarán simple, de pequeñas dimensiones. La evolución en Polinesia y en otros lugares y aquí ha sido convergente, fruto de necesidades similares, y no relacionada”. El patín no es olímpico. Según Rafel por que no es tan popular como para serlo, pero no es algo que les quite el sueño a los patinistas, considera. “Nuestra preocupación es seguir navegando”, zanja y miramos a la vez, pensando sin duda cosas distintas, hacia la flota que espera sobre la arena salir al mar para llenarlo de aventura, felicidad y reto.
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