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¿Reducir el número de cruceros en Barcelona? En Florida lo ven marciano

Cruceristas de visita en la capital catalana se posicionan a favor y en contra de la propuesta de Colau de regular el turismo marítimo

Contaminación Cruceros Barcelona
Terminal de cruceros de Barcelona, el pasado 13 de mayoCarles Ribas (EL PAÍS)
Cristian Segura

Los toboganes de la piscina del Norwegian Epic sobresalen a 65 metros de altura, bajo las chimeneas humeantes. Este crucero de bandera noruega, con capacidad para 4.100 pasajeros y con rutas por el Mediterráneo a partir de 700 euros, es uno de los tres gigantes del turismo marítimo que estaban amarrados el domingo en el Puerto de Barcelona. Taxis y furgonetas negras trasladaban sin cesar a las tripulaciones listas para la próxima salida de otro maratón de puertos mediterráneos. La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, quiere poner coto a estas visitas.

La familia Leland se tomaba con calma su último día en Barcelona. Sentados en un banco frente a la Pedrera, estos visitantes de Florida (Estados Unidos), partieron de Barcelona hacía nueve días. Regresaron el viernes y pasaban el fin de semana en la ciudad entre asistentes al Primavera Sound con cara de resaca y peruanos venidos de toda España para ver jugar a su selección, que disputaba un amistoso en el estadio del Espanyol. Era el segundo crucero de los Leland zarpando desde Barcelona, el anterior fue hace doce años. El padre, preguntado por las pegas que ponen sectores concienciados con el impacto medioambiental de este turismo, respondía sorprendido: “En Florida estas cuestiones ni se plantean. Yo de ustedes no pondría límites a los cruceros, ustedes viven bien, y es gracias al dinero del turismo”.

Colau envió una carta el pasado mayo al presidente de la Generalitat, a la ministra de Transportes y al presidente del Puerto de Barcelona instándoles a regular un sector que en la capital catalana es, en su opinión, “totalmente insostenible”. Steve Alley, de Colorado (Estados Unidos), recién retornado con su familia de un crucero, quitaba hierro al asunto de la contaminación: “En el barco no se tira nada por la borda, y los desechos los guardan en el barco. ¿De qué contaminación hablan?”. “Además”, apuntaba Alley, “esta ciudad depende del turismo, si lo hacen, muchas empresas cerrarán”.

El escritor David Foster Wallace, en uno de sus reportajes más célebres, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, lo interpretó de esta manera: “No es fortuito que estos barcos sean todos tan blancos y estén tan limpios, están hechos para representar el triunfo calvinista del capitalismo y la industria sobre la fuerza primaria y decadente del mar”.

Para Alley, la contaminación sería igual si hubieran viajado en coche o en avión —para desplazarse a Barcelona también cogieron un avión. Un estudio publicado en 2021 por la revista Marine Pollution bulletin concluía que la energía que requiere pasar una noche en un crucero es 12 veces superior a la necesaria para dormir en un hotel y que, en un día, un crucero emite tanto dióxido de carbono como 12.000 coches. Otro estudio de aquel año, de la Universitat Rovira i Virgili, establecía en solo el 3% la contaminación que sufre Barcelona vinculada a estas embarcaciones.

Los Alley contemplaban maravillados la Casa Batlló del Paseo de Gracia en su última jornada en Barcelona. También había quien se mostraba crítico con el turismo marítimo. Era el caso de las belgas Luisa y Ade, amigas y jubiladas de ruta por España. Decían estar “totalmente en contra de los cruceros” porque su ciudad, Amberes, está saturada de grandes barcos que llegan hasta el centro urbano, según su testimonio.

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“¡Aunque Ade es culpable!”, espetó Luisa a su amiga: “Ella estuvo en Barcelona una vez con un crucero, ¡admítelo!”. Ade reconoció que no solo lo había hecho una vez, sino dos. “Lo mejor es poder visitar tantos lugares, desde Estambul a Roma”. ¿Y lo peor? Ade no recordaba nada negativo de la experiencia.


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Sobre la firma

Cristian Segura
Escribe en EL PAÍS desde 2014. Licenciado en Periodismo y diplomado en Filosofía, ha ejercido su profesión desde 1998. Fue corresponsal del diario Avui en Berlín y posteriormente en Pekín. Es autor de tres libros de no ficción y de dos novelas. En 2011 recibió el premio Josep Pla de narrativa.

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