Reformas de la Constitución: en vacaciones y a toda prisa
El cambio del artículo 49 será el tercer retoque de la Ley Fundamental desde 1992, ninguno de ellos fruto de una iniciativa original de los partidos
En esos días de euforia y sueños ilimitados que alimentaron el nacimiento de Podemos, con los ecos del 15-M aún retumbando por las plazas, Pablo Iglesias proclamó su propósito de “abrir el candado del 78″. Se trataba, ni más ni menos, que de poner en marcha un nuevo “proceso constituyente”. Iglesias y los suyos nunca explicaron cómo pensaban hacerlo, lo que no es de extrañar: el “candado” que idearon los padres de la Constitución estaba fabricado a prueba de bombas y de iniciativas unilaterales.
La Ley Fundamental que reinstauró la democracia en 1978 se elaboró bajo el recuerdo de la Guerra Civil y de la larga historia española de marcos constitucionales tristemente perecederos, de las Cortes de Cádiz a la Segunda República. El interés primordial era preservar aquel momento sin precedentes que unió a todo el arco político desde la derecha posfranquista hasta los comunistas. Y para ello se introdujeron enormes precauciones ante cualquier intento de alterar ese equilibrio. Tocar el núcleo troncal de la Constitución —por ejemplo, el concepto de soberanía nacional y la indisoluble unidad de España, los artículos sobre derechos fundamentales o los referidos a la Corona— requeriría mayoría de dos tercios en el Congreso y el Senado, la aprobación en referéndum y la convocatoria de elecciones para que las nuevas Cámaras lo ratificasen con una mayoría igual de exigente.
Pero incluso los retoques menores requieren un procedimiento que exige un amplio acuerdo político, de los tres quintos de Congreso y Senado —210 diputados en el caso de la Cámara baja—, casi una quimera en la enconada atmósfera política española. De ahí que no pocos autores hablen de una Constitución virtualmente irreformable.
Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo acaban de pactar la que será la tercera reforma puntual desde 1992. Para tratarse de un asunto muy sencillo y del que nadie discrepa —sustituir en el artículo 49 el término “disminuidos” por el de “personas con discapacidad”— ha llevado cinco años de tira y afloja, sobre todo porque se ha cruzado con un choque frontal entre los dos grandes partidos que les han impedido sentarse a hablar prácticamente de nada.
Ninguna de las tres reformas ha sido una idea original de las formaciones políticas. Las de 1992 y 2011 llegaron impuestas desde Europa, mientras que esta nacerá producto de años de presión de las asociaciones en defensa de las personas con discapacidad. La de ahora se tramitará a prisa y en enero, fuera del periodo ordinario de sesiones en las Cortes, algo parecido a lo que ocurrió con la acordada hace 12 años.
Maastricht obliga. La “limpia alegría de la Transición”, en palabras de Gabriel Cisneros, uno de los padres de la Ley Fundamental, volvió a resplandecer en el Congreso el 22 de julio de 1992, tres días antes de la apertura de los Juegos Olímpicos de Barcelona. El proceso de reforma del artículo 13.2 de la Constitución se había llevado a cabo “de forma en exceso sigilosa, casi subrepticia”, según el propio Cisneros, entonces diputado del PP, pero concitaba la unanimidad absoluta: votaron a favor los 332 diputados presentes en la Cámara. España acababa de firmar el Tratado de Maastricht, que comprometía a los 12 países miembros de la Comunidad Europea a permitir que los extranjeros comunitarios pudiesen votar y ser candidatos en las elecciones municipales. Bastó añadir dos palabras —”y pasivo”— al artículo que se ocupa de los derechos de los residentes extranjeros y que ya les daba la posibilidad de ejercer el sufragio cuando existiesen acuerdos de reciprocidad.
La Constitución estaba a punto de cumplir 14 años y los partidos que habían participado en su elaboración dejaron claro que no querían ir más allá de algún leve retoque como aquel. Lo ratificaron PSOE, PP, CiU —por boca de otro de los ponentes de 1978, Miquel Roca— y también IU, cuyo diputado Nicolás Sartorius confesó su “verdadera alergia” a acometer modificaciones de calado. El nacionalismo vasco lo veía de otro modo: “Se rompe el tabú de que la Constitución era prácticamente intocable”, se felicitó el diputado de Eusko Alkartasuna Joseba Azkarraga.
La hora de la austeridad. El huracán de la Gran Recesión asolaba Europa el verano de 2011. Los mercados asediaban a España a pesar de que José Luis Rodríguez Zapatero, en la recta final de su mandato, había abierto la senda a fuertes recortes de gasto público. El 23 de agosto, el presidente compareció en un pleno extraordinario del Congreso y anunció que, respondiendo a un “creciente consenso en las instituciones europeas”, pretendía introducir en la Constitución la obligatoriedad de atenerse a las reglas fiscales impuestas desde Bruselas. El líder de la oposición, Mariano Rajoy, no tardó ni diez minutos en dar su aquiescencia: “Había que haberlo hecho antes”.
La reforma del artículo 135 desencadenó una frenética carrera. Tres días después, PSOE y PP presentaron un texto conjunto que, además de “hacer de la austeridad una obligación política”, en palabras de la popular Soraya Sáenz de Santamaría, establecía como “prioridad absoluta” de los gastos del Estado el pago de la deuda pública. El 30 de agosto, el pleno del Congreso le dio luz verde por vía de urgencia y en procedimiento de lectura única. Los grupos solo tuvieron 48 horas para presentar enmiendas, y el 2 de septiembre se aprobó la reforma con 321 votos a favor de los dos grandes partidos y UPN. El resto —IU y los nacionalistas catalanes, vascos, gallegos y canarios— reaccionó indignado y acusando a PSOE y PP de actuar con “agosticidad”. La mayoría se ausentó del pleno para no participar en la votación. Dos diputados socialistas también se manifestaron en contra. Todos pidieron infructuosamente que se sometiera la cuestión a referéndum, aunque no fuese obligatorio.
El entonces portavoz socialista, José Antonio Alonso, había dicho, al presentar la reforma ante el pleno, que la situación era “insostenible” y había que actuar “ya mismo, sin dilación”. “Un ejercicio de responsabilidad política y madurez institucional”, lo calificó Sáenz de Santamaría. “Un atropello en toda regla a los procedimientos democráticos”, resumió el portavoz del PNV, Josu Erkoreka. “Lo que era sagrado, inviolable e intocable se puede cambiar por un simple procedimiento propio de una insolación veraniega”, clamó Joan Ridao, de ERC. Durante el debate, Gaspar Llamazares, en nombre de IU (donde estaba integrado el PCE), y Josep Antoni Duran i Lleida, de CiU, dieron por roto el consenso constitucional del que habían participado sus respectivas formaciones.
Ni una coma. Nadie lo cuestionó cuando se redactaba la Constitución, pero, a la altura de este siglo, el término “disminuido” para referirse a las personas con discapacidad resulta ofensivo para muchos ciudadanos. Atendiendo una vieja demanda de los colectivos de afectados, una comisión del Congreso propuso en 2018 el retoque del artículo 49. Tras sucesivos retrasos, la propuesta se presentó en la Cámara en septiembre de 2021 para toparse con que el PP, bajo el mando de Pablo Casado, se oponía a materializarla, al igual que Vox. Su argumento era que, ante la creciente presión independentista, no era aconsejable tocar ni una coma de la Constitución. “¿Saben ustedes el melón que están abriendo?”, se alarmó, durante el debate, la diputada popular Isabel Borrego, pese a que ninguna reforma de la Constitución podría prosperar sin su partido. Feijóo pareció corregir la posición nada más asumir el liderazgo popular. Ha tenido que pasar año y medio para que se concrete. Y otra vez a prisa y en vacaciones.
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