Los vecinos en peligro de extinción del barrio con más pisos turísticos de España: “No queremos ser una nueva Venecia”
Los residentes de Santa Cruz, en Sevilla, se resisten a ser reemplazados por los turistas, que según un estudio ya ocupan 6 de cada 10 viviendas
Una estampa de la Giralda apenas conocida se ve a diario al amanecer, cuando aún no han aparecido los turistas. Los protagonistas son niños con mochila caminando por la calle Mateos Gago de la mano de sus padres, rumbo al colegio San Isidoro, en el corazón del barrio de Santa Cruz. Es una escena que parece de otro tiempo, cuando aquí solo vivían sevillanos, pero es muy efímera porque en cuestión de minutos esa calle es un río de visitantes. Por la tarde, cuando disminuye la actividad en la escuela, los bares plantan sus mesas muy pegadas a la fachada del colegio y los clientes se sientan a cenar tan cerca del panel de anuncios que pueden leer la información para las familias: el horario de la secretaría o las fechas de matriculación. Esta otra imagen es una metáfora del presente de este rincón de Sevilla donde los forasteros se han hecho fuertes y han dejado a los residentes en minoría y asediados.
Lo que está sucediendo en este barrio milenario, origen de la Híspalis romana, es un progresivo reemplazo de la población local. Santa Cruz ha sido habitado por romanos, visigodos, árabes, judíos, cristianos y ahora el nuevo grupo mayoritario son “los guiris”. El 61,2% de sus 1.015 viviendas eran de uso turístico en noviembre, según un informe publicado por la asociación de empresas turísticas Exceltur. Se trata del barrio con mayor número de estos inmuebles en las seis ciudades con más viviendas turísticas en España (Barcelona, Madrid, Málaga, San Sebastián, Sevilla y Valencia). Santa Cruz es seguida a mucha distancia por Sol, en Madrid, con el 28,3%. Exceltur contrató a la consultora estadounidense AirDNA, que rastreó las webs de Airbnb y Vrbo (Expedia) para detectar los anuncios activos. El número crece rápido: de 513 en marzo de 2022 han ascendido a 633 el mes pasado, según le dice la consultora a EL PAÍS.
Es habitual que los vecinos de las grandes ciudades se quejen de que la turistificación está convirtiendo a sus centros en parques temáticos donde los residentes están “en peligro de extinción”, pero Santa Cruz va un paso por delante. Lo más parecido a ese futuro distópico que temen los habitantes del centro de Madrid o Barcelona es la realidad de este barrio sevillano.
Los vecinos que quedan en Santa Cruz se ven a sí mismos como la resistencia frente a una fuerza más poderosa, la del dinero. Muchos son propietarios envejecidos con hijos adultos, poco interesados en retornar. El proceso es difícil de parar porque los inversores están ávidos de hacerse con estas casas para ponerlas en las plataformas turísticas y obtener una rentabilidad más alta que la de un alquiler normal.
Reconocer a estos vecinos en la marabunta es imposible. Pero una comerciante ayuda.
“Aquí viene uno”, dice. “¡Oiga, oiga, vecino!”
Se detiene un hombre vestido con sombrero de caña bajo el que sobresalen unas patillas gruesas y canosas. Es Rafael Cómez, un catedrático de Historia en la Universidad de Sevilla que tiene 73 años.
Se mudó a Santa Cruz hace 12 años cuando heredó una casa familiar donde había pasado parte de su infancia. En aquella época lejana, el barrio era una mezcla de clases populares y personas acaudaladas. Había comercios de todo tipo: lecherías, carbonerías, sastrerías, carnicerías o pescaderías. Hoy no queda nada. Lo que proliferan son bares y tiendas de souvenirs.
Vive en Reinoso, “la calle de los besos”, llamada así popularmente porque mide poco más de un metro de ancho y supuestamente los vecinos de uno y otro lado solían salir al balcón a saludarse. Él cree que es un cuento de los guías. Cuando se asoma a su balcón puede darse de bruces con los inquilinos del apartamento turístico que le han puesto enfrente. Son a menudo incívicos: “A veces les lanzo una filípica a cada uno en su idioma: italiano, francés, alemán o inglés”.
Cómez es muy pesimista sobre el barrio porque ha dedicado parte de su carrera al conservacionismo patrimonial y ha visto cómo el negocio suele ganar. Por eso no cree las promesas de los políticos. “Los apartamentos turísticos acabarán con el barrio. Es parte de un proceso sin marcha atrás por el que los vecinos se irán a la periferia”, pronostica.
La gente como él, dice, son “los Sioux de la reserva”, destinados a ser desplazados.
Algunos han tomado medidas a la desesperada. La dueña de una casa hizo “huelga de geranios” para que los guías dejaran de detenerse bajo su balcón. Otra cubrió de pintura un azulejo que evoca la leyenda de una bella joven judía del siglo XV.
La presidenta de la asociación vecinal del barrio es una mujer locuaz de 64 años, María José del Rey, que recibe a este periódico en su sede, unas estancias cedidas por las Carmelitas Descalzas dentro de su convento. Los vecinos han conseguido logros como que los guías dejen de usar megáfonos. Del Rey reconoce que el Ayuntamiento, gobernado por el socialista Antonio Muñoz, está dispuesto a poner más límites y agradece que la hayan incluido en un grupo de trabajo para mejorar la gobernanza del turismo. Una esperanza es un proyecto piloto por el que unos sensores detectan aglomeraciones, una información que podría ser útil para ordenar flujos.
“No queremos ser una nueva Venecia”, dice ella, pero a ratos suena descorazonada: “El porvenir es incierto porque nuestros hijos se marcharon a barrios más cómodos y es difícil que vuelvan a la incomodidad. Entiendo que el devenir es la despoblación. Lo tenemos claro”.
Uno de los que ha decidido irse es Álvaro Martínez, ingeniero de 54 años en Endesa y padre de dos hijos. Se está construyendo una casa en la costa de Huelva y piensa teletrabajar. Un motivo, dice Martínez, es que se siente incómodo en un lugar sin gente como él. “No te identificas con lo que te rodea y acabas enajenándote”.
Santa Cruz es el epicentro de un proceso que afecta a todo el casco histórico de Sevilla, que ha perdido en una década el 5,6% de su población, pasando de 60.437 habitantes en 2012 a 57.011 en 2022. Este fenómeno tiene consecuencias para el alma de la ciudad, pero también en los bolsillos. El desvío de las viviendas para el mercado turístico reduce la oferta de alquiler ordinario, encareciendo los arrendamientos. En esa zona céntrica el precio ha crecido de 623 euros para un piso de 70 metros hace una década a los 826 actuales, según el portal inmobiliario Idealista.
El Ayuntamiento, que tiene censados casi 8.000 pisos turísticos, ha tratado de ponerles coto. Desde el año pasado solo se permiten en planta baja y primera, salvo en algunos casos que se consiente en planta segunda, siempre que cuenten con un acceso independiente desde el exterior. Pero la norma no es retroactiva, de modo que no afecta a las viviendas registradas antes. Tampoco impide la compra de edificios enteros para dedicarlos a este fin.
Sin embargo, la semana pasada, el alcalde Muñoz anunció durante una visita a Santa Cruz que tiene la intención de declararlo zona saturada, lo que aparentemente supondría una prohibición de nuevas viviendas, aunque muchos dudan de ese compromiso porque precisa de cambios normativos de la Junta de Andalucía, gobernada por Juan Manuel Moreno (PP), que ha defendido hasta ahora la libre competencia. Además, dicen que no ha habido hasta el momento un control efectivo de las viviendas ilegales.
Ciudad donut
Por el laberinto de calles estrechas circulan grupos de visitantes siguiendo a guías que portan banderitas o paraguas para que no se extravíen. A veces, hacen cola para tomar la misma foto. Al verlos, Claudia Schwab se pregunta si se sienten decepcionados. Esta profesora de alemán de 46 años casada con un andaluz llegó al barrio hace una década. Piensa que el sentido de viajar es buscar experiencias auténticas, rodeado de gente local, no como lo que sucede aquí.
“Hace poco, leyendo sobre este problema en otras partes de Europa descubrí el concepto de ciudades donut, que tienen un centro desalojado donde no vive nadie. ¿De verdad queremos eso? Yo pienso que deberíamos demandar ciudades magdalena, con vida en su interior”.
Hablando de autenticidad, tampoco es del todo auténtica la escena de los niños caminando a la escuela al amanecer. Muchos viven en realidad fuera del barrio y son los hijos de los camareros, limpiadoras y comerciantes de Santa Cruz.
Ni siquiera con ese influjo le va bien al colegio público San Isidoro. Su directora, Ana Palacio, cuenta que cuando se hizo cargo del centro hace siete años, los padres de otros barrios dormían en la puerta para obtener matrícula porque les atraía el prestigio del centro, pero este año quedaron plazas vacías. Debería haber 250 niños, pero solo tienen 220. Les ha torpedeado que hace dos años el Ayuntamiento peatonalizó el entorno, lo que dificultó el acceso rápido a las familias de fuera. El colegio ha pedido permiso al Ayuntamiento para que los padres puedan descargar a sus hijos en coche, pero no ha sido otorgado. “Duele pensar que solicitamos un espacio para esos padres y no te lo conceden, pero sí conceden unas terrazas a un establecimiento hostelero. Parece que el colegio molesta”, se queja Palacio.
También se sienten desatendidos los vecinos que dicen sufrir pisos turísticos ilegales. Rocío Castillo y Guillermo Marín llevan 24 años en el barrio, de los cuales 14 los han pasado luchando en el Ayuntamiento, la Junta y los juzgados para cerrar unos pisos turísticos en su edificio que, según su acusación, incumplen las normas urbanísticas porque el dueño dividió su propiedad para meter a más inquilinos. Soportan un trasiego continuo de borrachos y una vez se toparon con una pareja teniendo sexo en la escalera. “Nos hemos planteado vender muchas veces, con todo el dolor del alma”, dice Marín. Él y su esposa son propietarios de un hotel boutique en la costa gaditana y defienden que otro modelo de turismo es posible.
El dueño señalado es Hilario Echevarría, presidente de una asociación de pisos turísticos, Apartsur, quien ha declinado hablar sobre el caso, diciendo: “Mi abogado está deseando leer el artículo en tu periódico”.
Otra queja son los bares que incumplen los límites de mesas en el exterior. Calles como Mateos Gago parecen un enorme comedor al aire libre. El ruido de los comensales y los cantaores ambulantes de flamenco es insoportable en la casa de Ángeles Romero, una enfermera jubilada de 64 años que ve la tele con subtítulos.
Una mañana, abre el ventanal de madera y vidrio de su sala de estar y señala hacia abajo, donde ha comenzado la descarga de mercancía en los restaurantes. Pronto estallará la tormenta. Lo peor vendrá al mediodía cuando comiencen las sevillanas. “Me sé el repertorio de memoria”, afirma. Si uno levanta la cabeza puede ver desde su balcón un primer plano hermoso de la Giralda que quizás en un futuro será reservado para el disfrute de un inquilino turista.
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