Andrés Maldonado: de oficio, cuchillero
Creció viendo a su padre forjar hierro. Ahora esculpe con sus manos cuchillos que son pequeñas obras de arte y encandilan a los cocineros
El estrecho camino, entre casas bajas y olivos, acaba en un gran portón de hierro. Andrés Maldonado, de 33 años, lo abre y saluda, mientras a sus pies se acumulan piezas de forja. Son restos de lo que antes fue este lugar, situado en el municipio cordobés de Cabra, en el que durante años su padre, Enrique Maldonado, esculpía todo tipo de piezas de metal. Ahora es su hijo, Andrés, quien usa sus manos y la contundencia con la que golpean sus brazos para dar forma a cuchillos de autor únicos que se han colado en las cocinas de algunos cocineros como Ángel León, Enrique Sánchez y María Lo.
Nacido “casi en el taller”, Maldonado se pasea por el espacio vestido con una camiseta en la que luce una moto que ocupa casi todo su pecho. Del perchero de la puerta aún cuelga una blazer de cuando tenía cuatro años y ya andaba por esta especie de nave en la que su padre echó las horas hasta su jubilación. Él, que de niño trasteaba construyéndose espadas de pletina, decidió que necesitaba algo que le motivara más y donde pudiera volcar su creatividad. Así fue como intentó, con la única ayuda de un barbero del pueblo, vivir de hacer navajas de afeitar. Nunca consiguió “una que fuese funcional y segura”. El siguiente paso fue probar, por consejo de amigos, con los cuchillos. Comenzó con los de monte, que aún sigue fabricando, vendiéndolos en ferias medievales a las que acudía para dar a conocer su labor. “Me llevaba mi yunque y me sirvió para ir avanzando, pero me di cuenta de que no era tan estimulante, así que decidí ampliar mercado y tirar por los de cocina”, comenta.
En la fragua que preside el espacio, Maldonado caldea el acero. Después lo saca y lo forja enérgicamente con un martillo, golpeándolo sobre el yunque de forma casi rítmica. Huele a carbón y las chispas salen disparadas sin control hacia todas direcciones, iluminando la sala. Es el primer paso de una secuencia que seguirá después con otros como el templado y el lijado, y que culminará con la realización del mango. Los modelos que más guerra le dan —y también con los que más disfruta— son los de Damasco, con patrones que él mismo diseña y fabrica a mano sin la ayuda de plantillas, soldando previamente 20 láminas de acero. “Muchas veces es más complejo que hacer el cuchillo. Estos patrones no los puede hacer una máquina y las variaciones son infinitas”, asegura. Es aquí donde la creatividad no tiene límites y expresa, como muestra, uno de sus propósitos personales: hacer un patrón de Damasco con La noche estrellada, de Van Gogh.
Una pequeña libreta, repleta de dibujos de cuchillos y un lenguaje simbólico que solo Maldonado conoce, contiene todo el conocimiento de este artesano prácticamente autodidacta, formado a base de cabezonería, persistencia y tutoriales. Tuvo que intentarlo muchas veces hasta que consiguió piezas funcionales y ergonómicas que comenzó a vender a cocineros. A uno de ellos, Enrique Sánchez, le regaló el cuchillo y ahí comenzó la locura, tras mostrarlo en su programa de Canal Sur. Después se cruzó en el camino Ángel León. Se propuso fabricarle uno de cobre y hierro y cuando lo consiguió, pese a los diferentes puntos de fusión, se lo llevó a Aponiente, el restaurante del chef con tres estrellas Michelin en El Puerto de Santa María. “Solo les he regalado piezas a ellos. El resto no me hizo falta”, dice. Con el tiempo recibió el encargo de un cuchillo para Martín Berasategui —”un cebollero, con cobre”— y otro para la ganadora de MasterChef 10, María Lo.
El suyo es un oficio prácticamente inexistente en España. A diferencia de lo que ocurre en países como Francia y Estados Unidos, Maldonado asegura que aquí él es uno de los pocos que viven exclusivamente de hacer cuchillos. Cree que desde que comenzó, en 2018, habrán salido de sus manos entre 400 y 500 piezas que vende a una media de 600 euros. “Lo máximo que me han llegado a pagar en España son 1.200″, cuenta. Su nombre también figura entre los creadores seleccionados por la tienda especializada estadounidense Eating Tools, donde un yanagiba —cuchillo específico para hacer sashimi de pescado— se cotiza a casi 4.000 euros.
En las piezas que fabrica por encargo nada es casual. Al hacerlo, tiene en cuenta si su destinatario es hombre o mujer, si se quiere para coleccionismo o para uso en cocina, si la persona es diestra o zurda, o si desea un cuchillo oriental, con el filo en uve solo en uno de los lados, u occidental, en los dos. Sea como sea, siempre se rige, eso sí, por cuatro principios innegociables: ergonomía, equilibrio, geometría y funcionalidad. Y una vez garantizados, deja volar la imaginación. Entre cajas, rebusca para mostrar los materiales con los que realiza los mangos: cuernos de toro, de caribú —con su número de registro—, de búfalo o una tibia de jirafa. Aunque puntualiza que para los cuchillos de cocina no suele usar hueso. En su defecto hay piezas de resina y maderas exóticas tratadas o la iron wood, proveniente del desierto de Sonora. “Se trabaja muy bien. Se parece a la de olivo. Es dura y queda espectacular”, asegura, mientras su perro Frodo se pasea en busca de atención.
Aunque sea una de las herramientas más importantes en cocina y “si se cuida” es “para toda la vida”, Maldonado piensa que el motivo por el que no hay mucha gente dispuesta a pagar por un buen cuchillo es que existe un profundo desconocimiento sobre él. Incluso entre los profesionales con restaurantes de alta cocina. “Me han llegado piezas de algunos con el filo romo”, asegura. Un cuchillo bien afilado, advierte, puede incluso cambiar el sabor de los alimentos, y no entiende cómo “quien más quien menos sabe hacer esferificaciones, pero no sabe distinguir entre un yoko y un cebollero”. Para conservarlo, él aconseja secarlo después de su uso con papel de cocina, aclarándolo inmediatamente en el caso de que se corten alimentos ácidos como el tomate para que no se queden en el filo.
Enrique Maldonado, el padre de Andrés, aún trastea con piezas de forja y, a ratos, se arranca con la guitarra, mientras su hijo lija cuidadosamente un cuchillo acabado. Después de seis años con el negocio en marcha, admite que ha encontrado el equilibrio y ese punto de comodidad que da tener un flujo constante de trabajo. Entre sus planes más inmediatos está el de conseguir el título de maestro de la American Bladesmith Society, una certificación de referencia que, asegura, nadie tiene actualmente en España y que solo poseen cuatro personas en Europa. Eso y fabricar una catana. “Es algo que siempre he querido hacer”, afirma, mientras sonríe.
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