Todas las armas
Tenemos una capacidad de autoengaño fabulosa; sabemos inventar mil argumentos para eludir nuestra responsabilidad
Hace muchos años, quizá más de 20, vi en una película norteamericana cuyo título he olvidado una escena espeluznante: un satélite sacaba un vídeo cenital de un campamento de terroristas en el desierto. Allá abajo salía un hombre de una jaima, y se le veía con tal claridad que los receptores del vídeo, en un despacho a miles de kilómetros de distancia, reconocían en él a un archienemigo y lo pulverizaban con un misil. No guardo en la memoria nada más del filme, pero sí recuerdo que esa escena produjo un gran impacto y fue muy comentada, por el vertiginoso salto bélico-tecnológico que suponía. Hoy esa precisión letal casi nos parece una chuminada; ahora la artimaña carnicera que nos tiene pasmados y horrorizados es esa habilidad para reventar tropecientos buscas y walkie-talkies al mismo tiempo y a distancia.
Siempre me he preguntado qué brillantísimos y torcidos cerebros hay detrás del desarrollo de nuevas y más brutales formas de matar. Cómo puedes dedicar tu vida a descubrir de qué modo infligir más daño a otros seres humanos. ¿Quién inventó la bomba de neutrones, por ejemplo, que solo mata a los seres vivos y deja intactos los edificios y demás bienes materiales? (Leo en Wikipedia que fue Samuel Cohen: ya no se me olvida). ¿Y las bombas de racimo, que multiplican tan bárbaramente la carnicería que las han prohibido en 123 países? Me imagino al científico o científica en cuestión regresando a casa por la noche la mar de satisfecho y diciendo a la familia: hoy he tenido un día estupendo, he descubierto una fantástica manera de matar tres veces más con la misma carga explosiva y por el mismo dinero. Aunque, como bien mostró la película Oppenheimer, esos tipos siempre pueden aquietar sus escrúpulos diciéndose que solo están haciendo ciencia y que además, en definitiva, pertenecen al bando de los buenos. Los humanos tenemos una capacidad de autoengaño fabulosa; sabemos inventar mil argumentos para eludir nuestra responsabilidad, como demostraron los miles de individuos implicados en el Holocausto que sostenían que habían estado simplemente obedeciendo órdenes. Es la banalidad del Mal, como decía la gran Hannah Arendt.
Me pregunto a qué nivel de exterminio podemos llegar con esta banal irresponsabilidad, con esta indiferencia. Porque, para peor, ahora entra en la ecuación la inteligencia artificial. La ONU acaba de decir que uno de los mayores peligros de la IA es su uso militar. Quizá dentro de poco tengamos que abandonar los móviles, las tabletas, los ordenadores, porque todos ellos pueden convertirse en potenciales bombas. Pero tampoco podremos usar marcapasos o reguladores de insulina. ¿Y qué decir del riesgo de los coches inteligentes? ¿O de los aviones? Quizá debamos hacer una regresión a un mundo pretecnológico. Me estoy poniendo un tanto apocalíptica, pero es que el numerito de los buscas de Hezbolá me ha dejado tiritando.
Y el problema no es solo el desarrollo de mil y un sofisticados modos de matar, sino también la proliferación de las mil y una borricas formas de asesinar. Porque otra noticia que me dejó bisoja fue el nuevo supuesto intento de cargarse a Trump. Me parece alucinante que el agresor tuviera en su poder una AK-47 con mira telescópica, que no sé lo que es pero suena fatal, tras haber sido declarado culpable en 2002 por manejar nada más y nada menos que una ametralladora. En Estados Unidos, ya se sabe, las armas corren como el agua: hay 120 por cada 100 ciudadanos, lo que le convierte en el país con más armas de fuego por habitante del mundo, doblando con amplitud al segundo, que es Yemen (en España hay 6 por cada 100 personas, y ya son muchas). Y lo peor es que es una lacra que parece ir en aumento por todo el planeta. Según Amnistía Internacional, más de 600 personas mueren cada día a consecuencia de este tipo de armas. En el mundo circulan más de 1.000 millones de unidades. Y lo más alucinante es que el 85% está en manos de particulares, y solo un 13% en arsenales militares y un 2% en los cuerpos policiales. La facilidad de acceder a estas máquinas de matar, legal o ilegalmente, es un verdadero cáncer social. Las armas, en fin, nos entusiasman. Son una especie de juguete feroz, un falso espejismo de control y poder que nos llevará a la ruina. Entre unas cosas y otras, se diría que la humanidad entera está empeñada en descubrir, desarrollar y obtener formas más eficaces de exterminarnos los unos a los otros. Acabaremos consiguiéndolo.
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