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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Para recordar que Siria existe

No controlamos nada de lo que nos sucede, pero sí podemos controlar cómo respondemos a lo que nos sucede

Una familia en Alepo toma el té en lo que queda de un edificio afectado por el terremoto.
Una familia en Alepo toma el té en lo que queda de un edificio afectado por el terremoto.
Rosa Montero

Qué impotente desolación producen las grandes catástrofes naturales, como el terremoto de Siria y Turquía. Las ciudades en ruinas, los gritos que se oyeron durante días de las personas enterradas vivas, el creciente cómputo de los miles de muertos, de las decenas de miles de heridos, de los desaparecidos que ni siquiera se contabilizan. El horror existe, el horror es esto, un Mal tan sin sentido que, de haber un Dios, tendría que ser por fuerza sobrecogedoramente indiferente, como argumenta, entre otros, el filósofo norteamericano Paul Draper.

Justamente los dioses empezaron a morir en la Edad Moderna a raíz del terremoto de Lisboa del 1 de noviembre de 1755. Hasta entonces se pensaba que estas hecatombes naturales eran un castigo divino por los pecados cometidos, pero Lisboa no sólo era una ciudad muy religiosa, sino que el seísmo sucedió a las nueve de la mañana de un día de fiesta y las iglesias, llenas de feligreses, se derrumbaron todas, mientras que muchos lupanares resistieron. La ciudad quedó destruida y hubo entre 60.000 y 90.000 muertos. Esta brutalidad telúrica produjo un tremendo impacto en los pensadores de la época, y en especial Voltaire se hizo eco de la dificultad de creer en un Dios benefactor y justo. Sí, ante tanto dolor la única explicación es el sinsentido del mundo.

De modo que aquí estamos, microbios ciegos y pataleantes en la piel de la Tierra, recibiendo una nueva lección de humildad. Pero lo alucinante, y lo que me conmueve, es que somos unos microbios muy tenaces, y tan arrogantes que nos hemos empeñado en darle forma y destino al caos. Porque no controlamos nada de lo que nos sucede, pero sí que podemos controlar cómo respondemos a lo que nos sucede. Y hay respuestas buenas, y respuestas pésimas. Por ejemplo: estas catástrofes nos demuestran que no sólo matan los terremotos. Matan, sobre todo, la pobreza, la injusticia, el abuso político, la corrupción. Es inconcebible que en un país en donde se han producido 50 grandes terremotos en los últimos 100 años no se hayan tomado medidas preventivas, tanto en la construcción como en estrategias de seguridad, cosa que Japón y otros países han hecho. Un estremecedor artículo de Ece Temelkuran, publicado hace un par de semanas en EL PAÍS, explicaba que, durante los 21 años del régimen de Erdogan, sismólogos e ingenieros dieron innumerables avisos que fueron silenciados por los medios progubernamentales. Y que las ayudas no podían llegar a las ciudades porque los aeropuertos y las carreteras, “construidos por empresas sin más mérito que ser partidarias de Erdogan”, habían quedado destruidos. Y todo es aún mucho peor en el caso de Siria, ese pobre país triturado por la guerra y abandonado por la comunidad internacional, hasta el punto de que apenas si recibió ayuda humanitaria. El primer convoy de la ONU sólo llegó cuatro días después del terremoto, y lo más terrible es que hasta el sexto día no se empezaron a repartir los primeros suministros específicos para los afectados. “Hemos fallado a la gente en el noroeste de Siria”, admitió Martin Griffiths, el jefe humanitario de Naciones Unidas, en una frase que se queda muy corta para expresar nuestra desidia.

Al final, como digo, es un problema de pobreza. Pobreza económica, pero también democrática y política, de salud, de seguridad y de educación, y todo ello suele ir unido. Vivimos en un mundo injusto y desigual, una obviedad a la que estamos tan habituados que no nos chocan las vertiginosas diferencias sociales que hacen que, entre dos personas humanamente iguales, haya un universo o más bien un infierno de distancia. Pero nuestra tenacidad de microbios también se aplica para el bien común. Por eso en Turquía ha habido una respuesta solidaria emocionante y masiva de la gente de a pie, y por eso son muchas las personas que han luchado y luchan para mejorar el mundo. Por cierto, ha habido grandes logros, como la abolición de la esclavitud o el consenso universal de que la tortura es una abominación (lo cual es un claro avance, aunque la tortura y los esclavos sigan existiendo). Ojalá este gran sufrimiento causado por una Naturaleza indiferente nos sirva a nuestro nivel microbiano para algo. Por ejemplo, para doblegar el despotismo de Erdogan y para recordar que Siria existe.

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