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Manuel Vilas: “Escribo mejor desde que dejé de beber”

El de Barbastro es una de las voces fundamentales de la literatura presente en español. Acaba de ganar el Premio Nadal por ‘Nosotros’, una novela en la que reivindica el placer como pilar del amor duradero. Pasa por un momento de serenidad tras haber confesado pulsiones suicidas en obras pasadas.

Manuel Vilas, recientemente galardonado con el Premio Nadal, posa en su casa de Madrid.
Manuel Vilas, recientemente galardonado con el Premio Nadal, posa en su casa de Madrid.Ximena y Sergio
Jesús Ruiz Mantilla

Manuel Vilas (Barbastro, 60 años) dice que la poesía probablemente le arruinó la vida. Pero que eso ya, a estas alturas, da igual, tal y como confiesa en el prólogo de Una sola vida (Lumen), su última antología. No tiene remedio, por fortuna, porque, si no, nos hubiéramos perdido a una de las voces más singulares de la literatura en español. No se lamenta Vilas de su condición porque la vocación lo haya llevado a fracasar como escritor, ni a dar tumbos sin oficio ni beneficio. Más bien porque esa pulsión lo ha conducido a obsesionarse con la belleza que puede desprender un neumático o un tenedor, ese imán que no siempre se encuentra en las puestas de sol y que los poetas escarban entre las escombreras, bien para hallar esperanza o para certificar derrumbes. Vilas lleva así toda la vida, cuando el alcohol ahogaba y disparaba sus versos y su narrativa o ya después, sobrio, cuando ha podido disfrutar del éxito desde que publicara la magistral Ordesa (Alfaguara). Antes había comenzado a darse a conocer en los años noventa con El rumor de las llamas, a los que siguieron Autopista, Resurrección, Gran Vilas, El hundimiento o Roma, y paralelamente, en narrativa, obras como España, Aire nuestro, Los inmortales, El luminoso regalo y ya después, en otra etapa, las extraordinarias Ordesa y Alegría. Después llegó Los besos y ahora Nosotros, premio Nadal de este año, una novela gótica con sol y humedecida por el Mediterráneo en la que nos cuenta que la condición básica del gran amor se basa en el placer. Este es Vilas, a tumba abierta, sin tapujos, lírico y bestial, como van a comprobar.

¿Cree que es mejor escritor desde que dejó de beber?

Hombre, sí. Ordesa ya la escribí sin alcohol. En junio de 2014 dejé de beber y la había empezado en mayo. La escribí un mes borracho y el resto, toda la novela, completamente sobrio.

¿Antes se perdía y desde entonces se encontró?

Sí, esto me lo dijo Fernando Marías, que en paz descanse: “Ya verás cómo dejar de beber trae buena suerte”. Casi como una profecía. Él lo comentaba en el terreno literario. Lo que quieres, lo que buscas, saldrá mejor, porque ese rumor falso del alcohol, esa especie de ilusión eufórica que crees trasladar es mentira. Falsa. Por tanto, sí. En mi caso, escribo mejor desde que dejé de beber.

Esa euforia, ¿en qué consistía?

Yo la llevaba de serie. Creía que estaba provocada por el alcohol. Pero al dejarlo supe que ese amor a la vida lo tenía dentro.

Tal y como escribe usted en el prólogo de Una sola vida, su último volumen poético.

Mi euforia se basa en la pasión por la vida. Y lo ves con mayor claridad. No te proporciona esa clarividencia el alcohol. Ese es un descubrimiento maravilloso.

Y más barato.

Y más barato. Y vives más. Eres más juicioso.

"El capitalismo ha conseguido una precisión tremenda por medio del precio de las cosas", afirma el escritor.
"El capitalismo ha conseguido una precisión tremenda por medio del precio de las cosas", afirma el escritor.Ximena y Sergio

En ese prólogo también afirma que la poesía puede haber arruinado su vida, pero ya da igual.

Eso lo puedo extender a toda mi obra. La literatura te proporciona una existencia alternativa, ves todo en ese plano. Buscas belleza en todas partes, como Irene, la protagonista de Nosotros. Una pasión. En la materia, en cualquier cosa, un hálito de belleza. Esto te puede arruinar la vida porque te crea una obsesión muy intensa.

¿Porque, si no encuentra lo que busca, se defrauda?

Sí, al ir detrás continuamente de un hechizo, un misterio, una voz…

Hasta en la mermelada de ciruelas…

Por ejemplo. Hasta en una mermelada de ciruelas… Te entra esa obsesión. Vivir así siempre resulta muy agotador. Exprimir la realidad para sacar el oro que esconda.

¿Incluso en el dinero? Eso le obsesiona a usted, más allá de la metáfora.

Sí, total. Porque el dinero es precisión. Si uno quiere saber qué tiene delante, pregunta cuánto vale. Si un amigo te cuenta que se ha comprado un piso en la playa, ¿qué le preguntas? Cuánto te ha costado. El capitalismo ha conseguido una precisión tremenda por medio del precio de las cosas. Una casa, unos zapatos, un reloj. La novela trata de reflejar el amor bajo el peso del capitalismo.

Pero también utiliza el dinero como un exabrupto contra la hipocresía. Contra el puritanismo que nos hace creer lo mal que queda hablar de esas cosas cuando todo el mundo piensa sin parar en ellas.

Ah, bueno, sí. Lo que no puede contener una novela es hipocresía. Ya se nos imponen en las convenciones sociales para que el engranaje funcione, pero en una novela uno espera hallar la verdad sin límites ni cortapisas retóricas. Cuando utilizo el dinero y hablo de cuánto cuestan las cosas lo hago para atacar esa hipocresía. Sobre todo, en España. En otros lugares no ocurre tanto.

¿Dónde?

En Estados Unidos, por ejemplo. Aquí, el capitalismo nos parece inhumano, pero en la intimidad todo el mundo hace sus cuentas. Cada uno mantiene su propia charla con el capitalismo. Luego lo atacamos, esa faz feroz que lleva. La izquierda lo disfraza al darle un tinte social.

¿Y sabe cómo se hace eso?

¿Cómo?

Con dinero.

Exacto. Calmamos los efectos del capitalismo con dinero. Invirtiendo en sanidad y educación. En realidad, siempre hablamos de eso aunque no lo verbalicemos.

Usted, o su generación quizás, se ha quitado la máscara en ese aspecto. Es decir, ha dejado de hablar tanto de ideales o utopías y más de cuestiones prácticas.

Lo hago como principio de realidad.

Pero hasta el punto de escribir en un poema que le hace feliz una transferencia bancaria, pocos se atreven.

Sí, sí, claro. Nos pasa a todos. ¡Joder, me han ingresado 750 euros! Ya puedo comer. Bueno, pues al contar esto puedes parecer un neoliberal. Cuando yo lo planteo en una novela…

Ya, en una novela resulta bastante más común. Pero en un poema no. Ahí no entra tanto, al menos de una manera tan nítida.

Sí, sí. Yo lo he llevado a la poesía.

¿Es eso lo que le distingue?

Para mí representa un principio de veracidad, una labor moral. Mostrarse honesto con lo que ves y sientes. Si una transferencia bancaria me produce eso, ¿para qué mentir? En un campo que bebe de una tradición tan pura no se podía tocar, puede llamar más la atención… Pero como yo no distingo mucho. Para mí, en la casa de la literatura conviven poesía y narrativa juntas.

Reivindica el término pobreza. ¿Para qué?

Lo hago incluso para la clase media guion baja. Que hoy son pobres. Yo vengo de esa clase media baja con el susto de quien no llega a fin de mes. Eso no se te borra en la vida. Si lo has vivido de niño y tus padres te han trasladado ese susto… aunque te vaya razonablemente bien, lo llevas encima. Imagino que tendré un trauma ahí y por eso voy preguntando cuánto valen las cosas. También por ser de pueblo, ¿no? Por otra parte, me considero muy austero.

A ver, ¿cuánto se ha gastado hoy?

Nada. Hoy he comido en casa, un poco de verdura. Unos garbanzos en lata y dos huevos. No llega a 2,50. Yo pienso todo esto. En la materialidad que lleva dentro. Tirar comida es un delito total. Y a veces cuesta transmitírselo a tus hijos. Cuidar las cosas. Una mesa, una ventana, plegar la ropa, aparcar los zapatos debajo de la mesilla.

¿Le separa eso mucho de sus hijos?

Me une más a mi padre, como una liturgia. Cada vez más. No desaparece.

¿Y esa otra obsesión con los relojes?

Esa obsesión es mía. Hay catedrales del tiempo que son de alta gama. Lo que contrapone Shakira en su canción, aquí, en mi novela, ocurre igual. Me hace mucha gracia. Frente al Cartier que Irene regala a su marido van pasando después sus amantes con relojes de 100 euros. Calcula qué tipo de persona tiene delante por sus relojes.

Objetos sobre la mesa de trabajo de Manuel Vilas.
Objetos sobre la mesa de trabajo de Manuel Vilas. Ximena y Sergio

Quiénes consultan la hora en el móvil, entonces, ¿qué le parecen?

Eso es muy milenial. A mí me sigue gustando la idea de que la medición del tiempo atesore belleza con un reloj.

¿Será porque pertenece a una generación en la que un momento culminante en su vida llegaba al regalarle uno por la primera comunión?

A mí me regalaron dos. Un Duward y un Thermidor. Eso era importantísimo. El primer reloj. Y se convertía en el más trascendental. Probablemente venga de ahí. Dentro del reloj se encontraba la parte del adulto que ya va a medir el tiempo. Un paso de la infancia a la madurez.

¿Cree que antes de hacer la primera comunión no sabíamos medir el tiempo?

Nos lo medían, ¿no? Andaba depositado en los adultos, que decidían a qué hora merendábamos, nos levantábamos… En ese sentido, te quitaban una preocupación. La llegada del tiempo a tu vida es un agobio. El uso de razón, en alguna medida, consistía en disponer de las horas. El niño antes vive una intemporalidad maravillosa.

Así que, en el fondo, ¿nos fastidiaban cuando nos regalaban ese primer reloj?

Pues sí, claro. Con él llegaba una responsabilidad. Además, debías aprender a medirlo.

De una determinada manera. Circular. ¿Ya no es necesario? ¿Ahora es lineal el tiempo?

En un teléfono móvil, además, va acompañado de diversas funciones. De alguna manera, lo vulgariza. Un reloj le da protagonismo.

Categoría.

Exacto. Porque es muy importante en nuestras propias vidas que no quede sumido entre otras muchas cosas.

Placer, dice, es una palabra prohibida. Usamos paz, descanso… O felicidad si subimos el tono.

Toda la novela está basada en el placer como fundamento de la vida. Buscaba la asociación íntima entre amor y placer. A veces preferimos conectar ese sentimiento con la lealtad, la complicidad, pero la idea de que el placer es fundamental en el amor no es la más reconocida.

¿No hay que tener claro eso desde el minuto uno?

Sí, hombre. Me refiero a darle un protagonismo muy intenso. Empezar y acabar por ahí. No es lo que socialmente se valora más en el amor. Antes se destaca la comprensión, la lealtad, la generosidad con el otro… Son los valores más aquilatados. Si confiesas que colocas el placer antes que esos términos, te acusan de…

¿Frívolo?

Eso, frívolo sería la palabra.

Cuando, por el contrario, colocar el placer como motor del amor, ¿no es de una profundidad y un riesgo tremendos?

Eso es la novela, de eso trata. La profundidad de esta novela reside en reconocerlo.

¿Lo ha descubierto con la madurez en el amor?

He trabajado desde ámbitos no autobiográficos, aunque, sin duda, existen. Yo estaba obsesionado aquí con inventar la historia de un amor perfecto. Una pasión de dos personas triunfando sobre cualquier circunstancia…

"La voluptuosidad es muy importante. Tocarse, besarse, comerse una lubina con champán y sin sentido de culpa…", dice Manuel Vilas.
"La voluptuosidad es muy importante. Tocarse, besarse, comerse una lubina con champán y sin sentido de culpa…", dice Manuel Vilas.Ximena y Sergio

El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos, que decían en Casablanca.

Esa frase reconoce que la pasión puede contra cualquier orden colectivo. Es una reivindicación de la libertad.

¿Va, además, contra esa idea de que en el amor lo que prima es el sufrimiento?

También. No hemos venido aquí a sufrir. Eso es una superstición. Socialmente no está superado. Deberíamos sufrir una revolución emocional para no padecer el amor. La voluptuosidad es muy importante. Tocarse, besarse, comerse una lubina con champán y sin sentido de culpa…

Y el Mediterráneo… Pasó usted recientemente una temporada en Roma. ¿Qué descubrió allí?

La belleza.

¿En el sentido que nos la presenta Paolo Sorrentino en La gran belleza?

Sí. Y de Fellini. En el sentido de que hemos venido al mundo para formar parte de una película de las suyas, con fiesta, pasión, risas, celebración, esperpento.

¿Un esperpento luminoso, alejado del español, más lúgubre?

Sin miseria, el esperpento felliniano es gozoso.

¿Su descubrimiento de Roma ha devaluado la fascinación que siente por Estados Unidos?

No, son los dos países que más me fascinan. Estados Unidos, por su energía. Ese paisaje humano nos ha impactado desde que Lorca escribió Poeta en Nueva York. Provoca muchísimo literariamente. Pero también rechazo, perplejidad, incomodidad. Puede resultar devastador. La miseria allí es salvaje. Los homeless ya no piden. En Europa la miseria lleva aparejada la mendicidad; allí son como zombis, ni piden dinero, van metidos en su túnel.

Una novela que usted tituló España, ¿la volvería a escribir ahora igual?

No podría. La escribí con mucha rebeldía.

¿Reniega de eso?

Yo era un iconoclasta rabioso entonces, un punk, un verso libre de los Sex Pistols y la tradición vanguardista. Bebía de la tradición buñuelesca, como aragonés, en el sentido de salvajada, la de Un perro andaluz o La edad de oro, imposibles de hacer hoy. Una celebración del caos. También quería provocar desde el título. Vivimos en un país cuyo principal problema es su propio nombre. Sin articular esto desde un punto de vista político, simplemente lingüístico. ¿Cuál es nuestro problema para empezar? La palabra. La palabra España.

Un amigo mío dice: “Si España España, ¡que ­Españe!”.

Yo sigo con el tema. En Nosotros hablo de eso a través del soneto de Quevedo, Amor constante, más allá de la muerte. Si me dejaran salvar una página de nuestra literatura, sería esa. Para demostrar que hemos sido capaces de alumbrar grandes obras.

Tenía usted una gran preocupación en Ordesa por saber qué opinarían de esa obra suya sus padres, a los que retrata.

Era una preocupación metafísica e imposible de resolver porque ya han muerto.

Sin embargo, en Alegría habla más de su relación con sus hijos. ¿Qué les pareció?

Para ellos es una obra de ficción. Quizás más adelante lo entiendan de otra forma. ¿Qué quería yo? Mi padre me llevaba a muchos sitios y no me acuerdo bien qué coño hacíamos. Lo rellené con otras cosas. En Alegría cuento a mis hijos qué hicimos concretamente un día en Chicago el pequeño de ellos y yo. Para que quedara rigurosamente registrado, con precisión, para que lo sepa.

¿Y que se le salten las lágrimas?

Bueno, que me recuerde y no tenga que inventarse nada. Esto me hubiera gustado con mi padre.

Sí recuerda bien que iban a los sitios donde hubiera sombra para el coche.

Sí, eso sí. Y yo creía que venía de una familia disfuncional. No me quería morir sin contar la relación que tenía mi padre con su coche. Pero luego he descubierto que a muchos les pasaba igual, que no iban a ciertos lugares porque no había sombra para aparcar. Me di cuenta de que vivíamos en un país disfuncional y no éramos tan raros. Eso hablaba bien de nosotros. Cuidábamos las cosas.

Al leer Alegría, preocupaban también mucho sus pulsiones suicidas. ¿Siguen ahí?

Sí, las tuve. Pero se me han pasado. No sé por qué. Sigo con tendencia a la depresión, a veces caigo en pozos. Pero respecto a lo otro, creo que he sabido negociar bien conmigo y ya no me angustia tanto. En Alegría pesaba mucho mi divorcio y haber roto una familia.

Quizás cuando ocurre eso, llega un momento en que sacas la conclusión de que el sentido de culpa siempre quedará contigo. No podrás deshacerte de él, pero debes seguir…

Eso es. Al escribir Alegría todavía no lo sabía y creí que se podía arreglar. Al no ser capaz, caía en el hoyo. Ahora lo sé y esas tendencias han desaparecido. Venían de haber roto una familia. Aquella vida en común de los cuatro se fue a tomar por culo. El tiempo ha pasado, es inevitable. Ya no me angustia tanto. Como la idea de la prescripción judicial del delito. Ya no puede haber condena y te quedas tranquilo.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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