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Las copas y las letras
Columna
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Una carta desde Roma

“Se come muy poco: nadie tiene la avidez de pedir una pasta y un segundo. Es así como caben en sus trajes” | Columna de Ignacio Peyró

EPS Ignacio Peyró
Ignacio Peyró

Querido X.: hace 10 días que estoy instalado en Roma y las cosas han ido tan bien —o tan rápido— que voy necesitando una semana de reposo en Castel Gandolfo. Me he venido a vivir al centro y ya te puedes hacer una idea de cómo es, con monjas de todas las escuderías, turistas con la cara de congestión que produce ver tanta belleza y unos adoquines que se pusieron cuando el que tomaba las decisiones era Agripa. Sobre este último punto, no obstante, existe controversia: hay quien sostiene que los adoquines solo pueden ser cortesía del colegio de traumatólogos. Boutades aparte, si a Roma —según se dice— llegas llorando y te marchas llorando, no he experimentado su dureza más allá del pasmo ante lo que deben ser las complejas leyes de aleatoriedad que gobiernan el paso de los autobuses. De las elecciones y la Meloni mejor te cuento, en privado, otro día.

Los gourmets de la ciudad afirman que Roma no tiene mejor mes que octubre, con sus ocasos magentas y solemnes, bandadas de estorninos contra la paz del crepúsculo y el frío necesario para, ante las ruinas de los foros, poder meditar sobre el destino de los imperios. Por mi parte, todavía cogí un par de días de calor romano en los que uno se ponía la chaqueta más o menos como la lubina entra en el papillote, pero ya se está mejor, y hay un esquinazo de varias semanas entre el verano y el otoño en el que parece que las autoridades te fueran a multar si, a eso de las siete de la tarde, no te dejas ver con un gelato o con un aperitivo. Pero si las noches —el turista se recoge pronto— tienen sus insinuaciones y misterios, es por las mañanas cuando Roma asienta su superioridad de belleza como un rugido: algo tan banal como el paseo hasta el trabajo se convierte en una inmersión inevitable en cuanto los hombres hemos entrevisto del arte y el poder, la piedad y la opulencia. Es en ese momento, cuando media humanidad italiana pide su capuchino con cruasán en los bares, que uno celebra vivir en una ciudad con más palacios que tintorerías. No creas, por supuesto, que ando libre de contradicción: hace casi 2.000 años que los romanos alzaron el acueducto de Segovia, y aquí anda uno aún luchando por tener agua caliente. Pero es hermoso doblar la esquina, pensar que vas a ver el palacio Farnese y que aparezca otro palacio.

Más flexibles que antes con la imaginación teológica, los romanos guardan en cambio sus anatemas para quien añada ilícitos —nata, piña— a la pasta o la pizza. La consecuencia de este conservadurismo es que se come muy bien y, además, se come muy poco: nadie tiene la avidez de pedir una pasta y un segundo, de modo que se opta por uno de los dos. Es así como caben en sus trajes. Pero no me malentiendas: junto a mi trabajo habrá dos o tres docenas de comedores regionales —de Basilicata, Las Marcas, Toscana, los Abruzos— con sus asados del día, sus camareros gesticulantes y sus vinos decentes de la casa. Un paraíso a escala oficinista. Para estos hosteleros, además, no hay mejor mercadotecnia que tener a su mesa a un señor con mejillas de bien alimentado, así que ya imaginarás —benvenuto, Dottore!— cómo me tratan. Como ves, la vida pasa en paz y sin sorpresas, salvo por ese taxista que escuchaba a Isabel Pantoja y un hecho que me ha dejado atónito: hay botellas de brandi Fundador por todas partes.

Ruskin, que amó Italia como nadie, critica a todos aquellos “que no piden más de este mundo ni del otro si arrancan un racimo de la parra con sus propias manos y una muchacha de ojos negros les sirve el falerno”. Yo soy menos ambicioso: me basta con pasar media tarde de sábado cambiando perspectiva —café Canova o café Rosati— en la plaza del Popolo. Pero sí, comparto ese “frenesí suave” que el italoamericano Luigi Barzini detectó en todo extranjero incauto que se pasa a este lado de los Alpes: “El sortilegio de Italia estaba haciendo efecto y, en lugar de adquirir conocimientos, empezó a sentirse feliz”. Con un fuerte abrazo, Ignacio

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.

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