El año que vestimos irrealmente: el surrealismo se adueña de las tendencias
La moda responde con imaginación a estos tiempos convulsos. Es el nuevo elogio del movimiento artístico que surgió en el período de entreguerras.
El vestido tenía que ser virginal. Parecerlo, al menos, como la pieza de ajuar que era, pero también como atuendo simbólico, susceptible de redimir a su infame destinataria: Wallis Simpson, de fama desestabilizadora de casas reales. La alegre divorciada estadounidense había acordado con Vogue una sesión fotográfica a mayor gloria de su reinserción social, retratada por Cecil Beaton en los idílicos jardines del Château de Condé, en el valle del Loira, luciendo las inmaculadas galas prenupciales pocos días antes de su boda con el abdicado Eduardo VIII de Inglaterra. Salió mal, claro. La prenda estrella de la función resultó cualquier cosa menos inocente, con aquella langosta carmesí en medio de la falda, el extremo de la cola estratégicamente situado a la altura del pubis. Salvador Dalí hizo el dibujo, motivo de evidente connotación sexual ya recurrente entonces en su obra. En la sedería francesa Sache lo estamparon sobre organza color marfil. Y Elsa Schiaparelli le dio forma, un vestido de corte vals, la cintura ceñida por una banda del mismo tono que el crustáceo, el bajo rematado en volante, bordados aquí y allá como hojas de perejil, el aliño de todas las salsas. Dalí quiso rematar la faena salpicándolo de mayonesa. Schiaparelli, en un rapto de cordura, se lo impidió. Por qué la Simpson accedió a ponérselo, aun consciente de lo que significaba, nunca quedó claro; quizá porque, para provocadora, ella. Lo único seguro es que la moda ganó definitivamente su lugar en el surrealismo aquel delirante día de mayo de 1937.
La duquesa de Windsor continuó frecuentando a Schiaparelli como clienta hasta el mutis por el foro de la diseñadora, en 1954, e incluso mantuvo la amistad con Dalí, pero jamás volvió a ponerse el vestido de la langosta. Terminaría donándolo al Museo de Arte de Filadelfia, en cuyo excelso archivo textil duerme el sueño de los justos desde 1969, solo alterado cuando se lo llama a exposición. Ahora mismo luce despierto en el Museo de Artes Decorativas de París, pièce de résistance de la muestra Shocking! Los mundos surrealistas de Elsa Schiaparelli, una muy oportuna retrospectiva que, hasta finales de enero de 2023, conecta los puntos socioculturales entre el tan creativamente excitante como políticamente convulso periodo de entreguerras y los días extraños que nos están tocando vivir. “Hoy, el diálogo entre moda y arte se da por sentado, pero esta conversación no hubiera sido posible sin figuras como Schiaparelli”, concede Marie-Sophie Carron de la Carrière, conservadora jefa del museo y comisaria de la muestra junto a su director, Olivier Gabet. “Al evitar los círculos de sociedad, proclives al embotamiento de los sentidos, fue libre para explorar sus fuentes de inspiración, sobre todo gracias a la amistad que cultivó con los artistas de la época”, continúa la historiadora. “Esa artista italiana que hace ropa”, la refería desdeñosa su archienemiga Coco Chanel.
“Tener la oportunidad de trabajar con Bébé Bérard, Jean Cocteau, Salvador Dalí, Vertès y Van Dongen, y fotógrafos como Hoyningen-Huene, Horst P. Horst, Cecil Beaton y Man Ray, resultó emocionante. Nos ayudábamos, nos jaleábamos, mucho más allá de la aburrida realidad de hacer un vestido para venderlo”, escribió Schiaparelli en sus memorias, Shocking Life (1954, reeditadas en 2007 por Victoria & Albert Publishing). Ese querer trascender el mero ejercicio mercantil de la moda era, claro, lo que sacaba de quicio a la más pragmática y decididamente materialista mademoiselle Gabrielle. Y eso que Chanel compartía círculo de amistades vanguardistas con su némesis transalpina, que se puso de parte del arte en cuanto volvió de Estados Unidos para quedarse en París, ya divorciada, tras la Primera Guerra Mundial. Su primera colección, en 1927, incluía trampantojos y efectos ópticos de alcance artístico como el plisado que Jean Dunand, arquitecto de interiores por excelencia del art déco, emuló dibujando franjas con pintura de laca en la falda de un vestido. Para entonces, Schiaparelli era íntima de dadaístas y surrealistas, de Tristan Tzara y Marcel Duchamp, de André Breton y Louis Aragon, y, en especial, de Man Ray, para el que ejerció de algo más que musa.
Que la diseñadora tuvo mucho que ver en la práctica del fotógrafo antes como sujeto que como objeto es un hecho probado tiempo ha. Lo admitió el propio Man Ray, que empezó disparando para las seminales casas de costura parisienses (Poiret, Vionnet, Chanel) como trabajo alimenticio y acabó incorporando la moda a su discurso creativo tras descubrir el potencial de la vestimenta para representar otras realidades —o alterar la existente— con Schiaparelli. La serie de fotografías que hizo en el llamado Pabellón de la Elegancia durante la Exposición Internacional de las Artes Decorativas y las Industrias Modernas de 1925, con los maniquíes del polifacético André Vigneau vestidos por Jeanne Lanvin en un alarde de extraña humanidad, se publicó incluso con honores en Minotaure, boletín oficial del surrealismo entre 1933 y 1939. Al movimiento, la verdad, le vino que ni pintado aquel acercamiento a la indumentaria como expresión psicológica y vehículo de la imaginación, por no hablar de su habilidad para hacer fetichismo del cuerpo. “La magna realidad del siglo está en la moda”, proclamaron Breton y Aragon en 1928.
Un vestido de noche en plan exoesqueleto. Un sombrero que es un zapato, el tacón fucsia que parece pisar el aire. Unos guantes con uñas encarnadas, esmaltadas en rojo. Un collar de aspirinas, enhebradas como cuentas. Pocas disciplinas como la moda, en efecto, para convertir lo familiar en extraño y conquistar la fantasía para la realidad. Ejercicio del subconsciente, no sorprende que fueran esas mujeres a las que Breton y compañía solo querían como amantes inspiradoras quienes le sacaron mayor y mejor partido: Dora Maar, que además de expandir los horizontes de la fotografía de moda y belleza ideó textiles para Lanvin, Patou, Chanel y Vionnet; Méret Oppenheim, genuina agente provocadora como orfebre y diseñadora de artefactos a vestir y calzar; Elsa Triolet, heroína de la novela francesa que comenzó creando collares fabulosos; Leonor Fini, pintora de la subversión andrógina a la que Schiaparelli encargó el diseño del frasco de su primer perfume, Shocking… Hasta el sombrero zapato de la diseñadora italiana en el que colaboró Dalí no hubiera sido posible sin Gala. Todo, o casi, lo que la moda ha etiquetado como surrealista a partir de ahí se lo debe a ellas, del estampado labial en la colección del escándalo de Yves Saint Laurent (1971, replicado por Vaccarello, actual director creativo de la firma, en la primavera/verano 2014) a la camisa plana (primavera/verano 1998) o la chaqueta de pelucas (primavera/verano 2009) de Maison Martin Margiela, pasando por cualquiera de los trampantojos de Gaultier, las ensoñaciones burlonas de Viktor & Rolf o la dismorfia de Thom Browne.
“El impacto emocional del surrealismo debe ser visceral, urgente incluso. Creo que Breton se refiere a eso cuando habla de la lucha por resolver dos realidades opuestas. En el estudio siempre estamos a vueltas con las contradicciones: cómo hacer algo barroco y minimalista a la vez, masculino pero femenino, suave pero duro… Los extremos se necesitan”, dice Daniel Roseberry, director artístico de Schiaparelli desde 2019. Aunque asegura no sentir el peso del legado de la fundadora de la marca, el creador estadounidense —más cercano al trabajo de Oppenheim, la verdad— ya no se resiste a tirar de archivo: para la línea de prêt-à-porter de esta temporada, por ejemplo, ha recreado el maxiabrigo con incrustaciones de porcelana del otoño/invierno 1938-1939, los jerséis de punto con trampantojos de 1927 y el sombrero zapato del otoño/invierno 1937-1938. No es el único, que el momento está plagado de guiños surrealistas: el salón del mueble andante de Moschino, las siluetas victorianas streetwear de Marc Jacobs, las formas fundidas dalinianas de Marques’Almeida, la subversión de los objetos cotidianos de Jonathan Anderson lo mismo en Loewe que en su propia firma, la concatenación de fantasías sexuales a lo Man Ray de Charles Jeffrey Loverboy… “Como movimiento artístico, el surrealismo fue la respuesta al clima de desconfianza en la autoridad y la lógica racional que condujeron a la Primera Guerra Mundial.
Los paralelismos con la actual situación de crisis institucional y política, potenciada por el miedo y la incertidumbre tras la pandemia y una nueva guerra en Europa, son más que evidentes. De ahí que la fantástica incongruencia del surrealismo resulte tan apropiada ahora mismo”, explica Caroline Elenowitz-Hess, historiadora de la moda. Con lo que se está pareciendo en términos socioculturales, políticos y económicos este inicio de los años veinte del siglo XXI a los primeros años de la década de 1930 del pasado, vestir surrealista va a resultar hasta sensato.
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