El duelo de Luis García Montero por Almudena Grandes en verso: “No me quejo de verte morir entre mis brazos”
El autor saca a la luz los poemas que escribió durante los últimos meses de vida de su esposa. Entre la serenidad y la ausencia, nos recibe en su casa de Malasaña para hablar de ‘Un año y tres meses’
“No pensé nunca que Almudena fuera a morir antes que yo…”. Luis García Montero confiesa su asombro ante las imprevisiones sin que en su voz uno advierta reproches. Solo una cuestión biológica. Ella era más joven. No mucho, solo dos años separaban al poeta, que hoy tiene 63, de su esposa, que murió con 61. Pero lo suficiente como para que, si se atenían a las cuentas, él se iría primero.
Lo que sí sabía era que la muerte de su mujer no le iba a provocar un terremoto metafísico. “No soy creyente y me siento incapaz de consolarme con un más allá”, asegura. También que la vida se juega en el terreno de la realidad y que después, sobre ese minifundio de la desolación, queda la memoria. “Para mí, la muerte, más que una cuestión sobrenatural, se parece a un animal doméstico. Como el perro de mi hijo. Algo ajeno con lo que aprendes a convivir y se hace parte de tu vida cotidiana”.
El estoicismo como elección consciente puede ser un arma de consuelo. Pero en el caso de García Montero, hay más. La poesía. Es decir, el cuajo de su propia identidad: su salvavidas. Un equivalente en aquellos a quienes engancha la corriente del vacío a una vitrina de ansiolíticos. A ella se aferró cuando diagnosticaron el cáncer que se llevó a Almudena Grandes y es lo que ha dado lugar a un nuevo poemario. Lo ha compuesto en pleno proceso de dolor desde que escuchó el veredicto de los médicos hasta su viudedad (en noviembre del año pasado). Se titula Un año y tres meses (Tusquets) y es un diario doliente que oscila entre la seca luz alumbrada a base de ciertos atisbos de esperanza y el pozo sin fondo, pero sereno, de una nueva y corriente soledad.
“Supongo que este modo de sentirse / definitivamente hundido / es una forma de estar enamorado / para empezar de nuevo / una vida distinta / con el amor de siempre”, escribe García Montero en un poema que titula precisamente con las tres palabras que le dan cierre. En este y en otros tantos, se plantea cómo iba a pasar del nosotros con que construyeron una relación amorosa al simple yo. Es decir, al otro lado de sí mismo, pero sin ella.
Conforme pasan los años, la muerte va convirtiéndose en una presencia más habitual en su vida. “Y así radicalizas el sentimiento”, comenta. “Cuando llega tan cerca, uno puede perder el sentido porque se va algo de ti, pero la más estricta realidad contiene su simbolismo. Entras al baño y resulta muy difícil no sorprenderte si compruebas que al lado de la ducha solo queda una toalla en un perchero. Pasas por delante de su despacho y un ordenador que estaba siempre encendido no arranca, y en esa habitación siempre habitada no queda nadie. Te pones a pensar qué vamos a cenar y debes hacerlo en singular. Ves la televisión en el sofá, pero compruebas que es inmenso. Hay una parte de ti muy dañada. Pero en todo, sin embargo, pervive Almudena, como una forma de resistencia para volver a darle sentido a la vida”.
¿Cómo? “Con la alegría como forma de evitar la renuncia”, afirma el poeta mientras ocupa uno de esos sofás de su casa madrileña. Allí, sin aclimatarse del todo a su nueva vida, rodeado de sus hijos, Irene, Elisa y Mauro, insiste en lo que hace unos meses confesó en este periódico a Luz Sánchez-Mellado. También lo ha escrito en el poema que cierra el libro Un año y tres meses. “Estos días finales que ya son, / ahora recordados, / los más felices de mi vida”.
Y uno no puede más que volver a preguntarle si está seguro… ¿No será que lo toma como una forma exacerbada, incluso eufórica, de consuelo?
“La seguridad no siempre es posible”, responde García Montero. Muchos animales eligen morir solos. Por mero pudor. Es algo que escribió antes de fallecer, el 16 de febrero de 2021, su gran amigo Joan Margarit. Tituló su libro póstumo Animal de bosque (Visor). Poco antes, ya consciente de su final, le había confesado que se sentía contento por quedarse los últimos meses solo con lo que más quería. “Yo no he llegado a tanto porque no era quien me iba a morir”, asegura García Montero. “Busqué otro sentido, pero te aseguro que experimenté la alegría de cuidar a la persona que quería. Pueden ser, de verdad, momentos muy felices. Dice Savater que no se atreve a utilizar la palabra felicidad. Pero sí creo en la alegría como un sustituto digno de ella”.
En una sociedad sorda a los abrazos, el cuidado se convierte en una reivindicación pertinente. “Las relaciones no se fundan en una historia de dominio, sino de respeto y de conciencia de cuidado, mostrarse conscientes de que en la vulnerabilidad hay que saber ser, al tiempo, cuidado y cuidar”, asegura. “En toda nuestra vida, los cuidados tienen que ver también con lo compartido, si sentimos dolor es porque hemos podido disfrutar ese amor a lo que la vida nos ha dado. Hemos tenido mala suerte, de acuerdo, debemos asumirlo, pero no debemos reducir el sinsentido a la propia experiencia”.
Mientras, a lo largo de todo aquel trance, García Montero acudía a su botiquín poético. Lo mismo hizo en la exaltación de su enamoramiento. Entonces escribió Completamente viernes, el poemario que depositó en su ataúd el día en que fue enterrada la escritora en el cementerio civil de Madrid. Un año y tres meses cierra el ciclo que comenzó entonces y que también ha dado luz a otros poemas de amor en su obra posterior, reunidos en la antología Almudena.
La raíz de Completamente viernes anda en los estantes de su biblioteca. Lo muestra sin que le abandone una sonrisa que armoniza con cierta tristeza. Sabe que ambos sentimientos pueden ir de la mano como equilibrio purificador. De ellos entresaca los ejemplares de libros de poesía que le regalaba a su entonces novia. Obras de sus amigos con una sorpresa final. En cada última hoja en blanco, García Montero le dedicaba un poema propio.
“Cuando nos conocimos y enamoramos, fui escribiendo Completamente viernes. Yo quise ahondar en lo que significaba la poesía amorosa. Para mí es muy importante porque la intimidad y las relaciones suponen un compromiso social. Me obsesioné con lo que conllevaba decir ‘te quiero’. Ser hombre o ser mujer llevan dentro un significado social. Para transformar la historia primero necesitas transformar la vida, y en esa reflexión mía, Almudena tuvo un papel muy importante”, recuerda. Venía de publicar otro libro antagónico, Habitaciones separadas. “Era una obra de crisis y pensé: ya está bien, tengo que escribir otro reivindicando la alegría, la felicidad. No quería identificar la poesía con eso de la pérdida y el dolor”.
Conocer a Almudena Grandes conllevó un cambio de planes. “Yo me había planteado Completamente viernes como un libro político y literario, pero nos encontramos, surgió el amor y a eso se añadió lo biográfico. Aquel aspecto complicó un tanto las cosas porque a veces la biografía limita mucho”. Pero pudo adaptar su pulsión más íntima con la mirada pausada y nutritiva de la tradición. “Dialogué con la poesía para analizar qué expreso cuando digo soy yo, cuando pronuncio eso: ‘Te quiero’. Desde entonces, en todos mis libros han ido apareciendo poemas de amor. En ese sentido, aunque en No puedes ser así hay uno que sale del día en que le detectan el cáncer titulado ‘En otra caverna (Habitación 5427)’. Un año y tres meses es un libro que cierra el ciclo de Completamente viernes”.
En todos ellos, alterna varias miradas para adentrarse en sí mismo. “Preguntarse por la poesía es la manera de dialogar con el propio yo. Cuando vives una relación amorosa, la mirada del otro te crea y aprendes a reconocerte en ella. También conviene colocarse en el lugar del lector para invitarlo a pensar en su sentimiento y que este trascienda. Así se produce un proceso de conocimiento de uno mismo. También hay que emplearse en la construcción de un nosotros, que no es la suma de un yo más otro yo, sino la consecuencia de la transformación de esas dos identidades singulares en otra plural”.
Para ello, también han contado de manera cómplice con sus lectores. Cuando Almudena murió, un barrido colectivo de dolor proyectó en las redes sociales La ausencia es una forma de invierno. Termina así: “Pues todo se me olvida / si tengo que aprender a recordarte”. El poema sufrió una mutación producto de la fatalidad. “Aquí la ausencia fue invadida por la conciencia de la muerte”.
No pudo comentarlo con ella. Pero la reflexión nos lleva a otros dos versos de Completamente viernes, cuando en el poema Resumen, García Montero escribe: “Por eso no medito el cuerpo que te doy. / Por eso cuido tanto las cosas que te digo”. Escribir es eso, precisamente: tener cuidado con las cosas que se dicen… “Tomarse en serio, como decía Machado, que la verdadera libertad no está en soltar lo que pensamos, sino en pensar lo que decimos. Hacernos dueños de las palabras y no sustituir con mentiras y silencios lo que es una conversación”, dice el poeta. Porque, como escribió Friedrich Hölderlin, eso somos: una conversación. Una cita que lleva García Montero a otro de sus libros, La intimidad de la serpiente.
En todo ello pesa y planea su propia poética, su más puro pensamiento. La reflexión de que, bien mediante el amor, bien mediante el idealismo de lo posible, nos lleva continuamente al deseo de crear una comunidad en la que medie constantemente el diálogo.
Pero también a la conciencia de saber mantenerse fiel al arrastre de un sentimiento cuando encuentras el amor fuera de tu lugar. Ambos se conocieron cuando estaban con otras parejas. Y en eso regresa a Margarit, que fue arquitecto y que supo lanzar por ello la potencia de una metáfora como esta: Quién por amor no ha perdido una casa… “Curioso, también porque fue casi el único de mis amigos que no ha había llegado a tanto. Pero la intención resuena clara. Hay cosas por las que merece la pena cambiar de vida, de lugar, asumir pérdidas. También saber que no te importará la violencia de las presiones, que uno tiene derecho a consolidarse, resistir y, al mismo tiempo, construir una historia basada en el respeto”.
A pesar de todo, también García Montero reconoce haber fracasado en muchos aspectos casi voluntariamente: “He roto tantas cosas en mi vida…”, escribía en Crimen en la noche de un sábado. Muchos descalabros vinieron tras una marea de dudas. Pero también los aciertos. “Creo que aprender a dudar de uno mismo es fundamental, cualquier postura dogmática está de más. La duda ofende, dicen. Esta frase no me gusta, más bien prefiero lo contrario”.
Dudar, a él, le provoca confianza. “Debes vivir con una identidad abierta en contraposición con el mundo de hoy, donde la identidad se cierra y se convierte en obsesión, en instinto. Se vuelve unidimensional. Conviene romper las fronteras de una identidad cerrada para dejar que entre la vida, que irrumpa el aire. A veces, cuando no se puede abrir la ventana, a lo mejor conviene romper los cristales. Me considero responsable de muchas cosas. Para mí, la papelera es fundamental en mi mesa de trabajo, he roto muchos bocetos de poemas”. Eso en lo que se refiere a la escritura. Pero, además… “He tenido un compromiso político y para ello me he visto obligado a dejar atrás muchas seguridades porque mantenerlas suponía traicionar mi propia conciencia. Uno no puede defender posiciones en las que no cree o donde ha descubierto las cicatrices”.
Lo dice un hombre que ocupa un cargo público desde 2018: la dirección del Instituto Cervantes. En él, García Montero ha demostrado su habilidad diplomática, su altura de miras en discursos de inclusión mediante un idioma que pertenece a 500 millones de hablantes. Pero ningún día ha dejado de lado su vocación poética.
Esta le ha ayudado a diseñar una estrategia sensible y abierta, que ha marcado una impronta propia. Las obligaciones, asimismo, le han ayudado a sobrellevar el golpe. “Yo he formado mi identidad, sobre todo a través de mi vocación poética. Con una pérdida grave el mundo no tiene sentido, dejas de confiar en la vida, de sentir interés por entender la realidad, te invade la tentación de rendirte, ahí entra la necesidad de resistir y debes acogerte a aquello que te vincula a la vida. Por eso me agarré a la poesía, que ha dado siempre sentido a todo lo que hago”.
En cada momento trató de ser honesto consigo mismo y los suyos para trazar un testimonio digno. “La poesía me ha enseñado que no es lo mismo la sinceridad que la verdad. Mucha gente dice de verdad lo que siente y no está siendo fiel a ella. Puedes transmitir un bulo porque crees que es cierto y hacerlo muy sinceramente. Pero ese impulso del ‘te digo lo que pienso’, quizás sea erróneo. Lo explicó Camus: no puedo afirmar que estoy en posesión de la verdad. Lo que me comprometo es a no mentir”.
Todo esto tiene que ver con la dialéctica literaria, cree el poeta. “Existe un espacio creativo que es la ficción. No creo en los dogmas, creo en los acuerdos para construir convivencia. El proverbio de Machado: ‘Tu verdad, no. La verdad, y vente conmigo a buscarla’. Un poema puede ser una confesión espontánea, pero para convertirse en un hecho literario debe trascender y adquirir un significado humano que llegue al lector y este pueda habitarlo y entenderlo más allá de una simple coyuntura”.
También en el proceso de abordar un poemario así, como el último, entra en juego la delicadeza de la incertidumbre. Andar a tientas entre lo que uno ve y uno cree, que no siempre son puntos de partida compatibles. Por eso, Un año y tres meses comienza con cuidado, con cierto pudor. Es lo que se desprende de su primer poema, El misterio y el secreto. “El anuncio de la enfermedad se convierte en una incógnita, la metáfora del mar en Jorge Manrique. Una realidad te viene encima, te invita al sentimiento de derrota y sin embargo permanece la necesidad de encontrar fuerzas para soñar”. Las Coplas a la muerte de su padre se cruzan con el Góngora que clama: dejadme llorar a orillas del mar. Entre los límites de la realidad, con la muerte acechando, García Montero les lanza un órdago: “Dejadme llorar, no… Dejadme soñar, digo, porque quiero mantener la esperanza”.
Pero poco a poco esta se iba desvaneciendo. En algún momento, perdía fuerzas. Después recuperaba su lucidez, pero había ocasiones en que salía por la puerta y le dejaba ahí, tirado. Aunque García Montero, ante todo, fiel a esa revelación antidogmática que consiste en sacarle el jugo de la trascendencia al lenguaje, ensayó en palabra poética cada etapa de su experiencia. Lo hizo entre el cuidado y la desesperación, la tristeza y el consuelo.
“El tiempo corre más que yo…”, escribe. También observa que el hecho de que todo ande en su sitio, en medio de la bomba que es una enfermedad como esa en el seno familiar, resulta el mayor desorden que se pueda imaginar. “Eso me lleva a pensar en Lorca. En su Romance sonámbulo, el que comienza con ‘Verde que te quiero verde’, dice: ‘El barco sobre la mar y el caballo en la montaña’. De pronto, en un absoluto desatino, lo raro es encontrar orden. Lo llamativo y raro era que hubiera cosas que siguieran manteniendo ese equilibrio en la casa y en la vida, comprender que el mundo iba a seguir en marcha sin ella, que uno se diluye pero todo sigue su curso”.
Crudo… Tanto que le provocaba gritar. Sin que te escuchen: “La muerte es miserable”, clama una y otra vez en Últimos pasos. “Vengo de vomitar una tarde de whisky, / escondido de mí, / escondido de ella”. Un desahogo. “A veces no se puede más y lo que evitas es que el otro te vea hundirte. ‘Muerte, muerta seas, muerta y miserable, malandante…’, me retrotrae al Arcipreste de Hita y a la vez al mexicano Jaime Sabines”. Pero se imponía volver a ser prácticos. Afrontar con un resquicio de clarividencia las cuentas pendientes. “Uno de los dos muertos debe seguir de pie”, escribe en Asuntos familiares. “Llega un momento en que se deben tomar decisiones: un libro por publicar, una herencia. Ahí prima la idea de que quizás me gustaría cambiar el papel y ser yo el que se despidiera. Es una imagen muy becqueriana: aunque estés vivo, andas muerto por dentro y sabes que durante mucho tiempo serás un cadáver viviente”.
Un resquicio del nosotros que se consuela con el último suspiro solidificado en la memoria de un abrazo. “No me quejo de verte morir entre mis brazos”, escribe García Montero en el último poema. “Fue así, en el dormitorio en casa, ya muy mal, con los cuidados paliativos. Estaba yo junto a ella cuando expiró. La abracé y dejó de respirar. Así murió. Su tía, que es enfermera, estaba abajo con mis hijos, la llamé y le dije: ‘Mira a ver. Yo creo que se ha acabado”.
Con esa naturalidad que puede ahuyentar el espanto apareció la aceptación. Como antes le había ocurrido a ella. “No estoy seguro de cuándo comenzó a tomar conciencia de que se iba a morir. Una cosa es un misterio y otra un secreto. Una cosa es lo que compartimos y otra lo que sentimos. Fue muy optimista durante mucho tiempo. Pero puede que lo que dijera escondiera sus dudas. Cuando acabó el primer ciclo de quimio, pensamos que iba bien. Fue siempre optimista, pero en una revisión le dijeron que encontraron huellas en el hígado y el endometrio. Yo siempre fui menos optimista, pero me adaptaba a lo suyo. No sé hasta qué punto estaba convencida de que saldría o nos lo decía por ayudarnos. Empezó a sentir un deterioro más fuerte en septiembre u octubre. Las conversaciones últimas ya las tuvimos en noviembre, cuando ya hablábamos como si las cosas fueran a terminarse”.
Un día le comunicaron que quizás había que pensar en paliativos y calmar las cosas desde casa. Almudena le dijo: “Al fin y al cabo, después de tantas vueltas a la vida, al futuro, todo es mucho más simple”. Y ahí, cree su marido, empezó a aceptar la muerte con sencillez. “Acabó la novela”. Todo va a mejorar se titula y la publicará Tusquets el 11 de octubre. ¿Podía ocurrírsele un título más testimonial? Imposible. “Siguió escribiendo hasta el final. Acababa una parte y revisaba en conjunto, la dejó muy rematada. Hubo artículos que a mí me dictaba de viva voz, hasta que no se sintió con energía para pensar las cosas y me pidió que llamara al periódico: ‘Diles que lo dejo, pero que no es definitivo. Hace poco releí la columna de El País Semanal en que anunció que no iría a la Feria del Libro y he tenido la sensación de que fue su despedida”.
“Cuando sumas lo que ha pasado parece que es mucho más, y al contar lo que te queda en el futuro, mucho menos. Aunque sea más largo tendrá menos sentido”. Es entonces, además, cuando uno también se convierte en un deseo difuso en mitad del lento regreso a la casa vacía. No se trata de un anhelo fantasmal, sino de una impotente rabia corpórea. Entonces, asusta el monólogo y el eco despiadado de su sombra. “Eres tú quien se convierte en un espectro. En la casa, muchas cosas siguen igual, como una manera de mantener el recuerdo. Otras no, ahí están, con la tensión de la ausencia. Acabas por comprender que habita entre nosotros esa pérdida con una forma de presencia. Al día siguiente, sigues enamorado. Pero ya es todo radicalmente distinto, aunque con el amor intacto de siempre”.
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