Vende menos comer que correr
No estará de más recordar a nuestras élites que el mundo no lo gobiernan los estadistas, sino los estómagos | Columna de Ignacio Peyró
Es muy posible que los políticos hayan dejado de comer, pero que me aspen si han dejado de beber: sólo en política he visto a un hombre salir del trabajo, acercarse a la barra y pedirse no uno sino dos gin-tonics. Que la política da sed lo han sabido todos: el Yeltsin que sólo lo dejó al quinto bypass y aquel Pitt el Joven que daba más tumbos que sus proyectos de ley. Será que la vida pública —o la partidista— pide tanto que para algunos el alcohol se convirtió en el agarradero más humano: por experiencia, creo que hay que desconfiar del político que no bebe alguna copa, pues si no bebe alguna copa es que tiene algún vicio menos confesable y, en general, peor. En cuanto a la diplomacia, Adlai Stevenson lo resumió bien: protocol, geritol, alcohol.
En España, cambiar la hora de los plenos de las cuatro de la tarde a las nueve de la mañana nos dejó sin muchos minutos de elocuencia debida al pacharán, como a los diputados les dejó sin unas siestas meritorias. Somos más puritanos que antes. La cámara engorda. Vende menos comer que correr. Los ministros ni siquiera fingen ya esos posados con delantal que parecían hacerles humanos y normales. El actual ayuno político, en todo caso, va contra una tradición netamente nuestra de caldos reconstituyentes en el Senado y de pinchos “constitucionales” en José Luis. Hemos tenido hasta un partido —el socialista— nacido entre los vapores tabernarios de Casa Labra, famosa por su bacalao y un valdepeñas marrullero. A los padres de la patria, además, nunca les ha venido mal ser identificados con un plato, ya fuera la sopa trufada de Giscard o el foie lionés de Herriot. González daría un uso diplomático al jamón igual que Aznar intentó convertir a Chirac al ribera. Hasta la Thatcher se invitaba a whiskys. No sólo la liberalidad ha merecido alabanza: Suárez hizo virtud de esas tortillas muy sequitas, que tomaba envueltas en el humo de un ducados.
Ser sorprendido a la salida de un restaurante bueno mete más miedo hoy a un político que ser sorprendido a la salida de una sauna. La austeridad no gusta en economía, pero gusta en quienes la dirigen: Rubalcaba tuiteó una pechuga y Peter Mandelson, factótum del Nuevo Laborismo, dio brillo a un trago monacal: el canarino, una infusión de corteza de limón. Hace apenas una generación, el socialismo hispánico podía llenar de langostinos de Sanlúcar la barcaza que recorre el Sena. Hoy, quien coleccione menús institucionales va a encontrarse la misma dorada “con verduritas” timoratas. ¡Y pensar que el chuletón —en el XVIII inglés— llegó a ser bandera de las libertades nacionales!
Dicen que Vázquez Montalbán franqueó a la izquierda el salvoconducto para ir sin remordimiento a los buenos restaurantes, pero preguntarse si la cocina es de izquierdas o derechas encuentra hoy la respuesta más equilibrada: todos están a dieta. En Francia, Sarkozy, de derechas, tomaba queso desgrasado; Hollande, de izquierdas, subastó buena parte del “lago de vino” que era la bodega del Elíseo. Joven periodista en el Congreso, me fascinaba seguir un Madrid donde las restauraciones políticas y las hosteleras siempre fueron de la mano: el Hevia de Aznar y Zaplana, el Errota Zar del PNV, un Currito al que el felipismo fue siempre muy afecto. Con sus riñones y sus espejos de chartreuse, Casa Manolo era de todos y de nadie. Y aunque llegué tarde al esplendor de El Amparo, quise comer allí —ya en época de Arturo— en honor del socialismo de intelectualidad y morro fino de Guerra en los ochenta.
Siempre han causado curiosidad las gollerías que hacían las delicias de las clases dirigentes: Carlos I parece menos emperador y más persona si tenemos en cuenta su pasión por los melones, como Felipe II por las alcachofas o Juan Carlos I por los huevos fritos. En sus recetarios, Thebussem recomendaba a los gobernantes “puré de verdadero patriotismo y croquetas de buena fe política”. En tiempos de inflación, no estará de más recordar a nuestras élites que el mundo no lo gobiernan los estadistas, sino los estómagos. Un tal Winston Churchill lo sabía.
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