Aún lejos de mil
Lo más grave que le puede suceder a una sociedad libre y democrática es tener miedo a opinar en voz alta. Y a eso hemos llegado
Empecé a escribir artículos dominicales en diciembre de 1994. No aquí, en otro sitio, en el que permanecí 8 años hasta que sus responsables se negaron a publicarme uno, sobre la religión. No me aguanté; me largué sin más. Y unos meses después, en febrero de 2003, aterricé en esta página de El País Semanal, a la que no he faltado una sola vez, exceptuando los meses de agosto, en los que libro. El entonces director de este diario, Jesús Ceberio, me había sondeado con anterioridad, pero, como tiendo a ser leal, y nada había ocurrido todavía con la otra revista, agradecí su gentil ofrecimiento y lo decliné. Pero volví a agradecérselo y sí lo acepté cuando me enfadé con ese otro sitio y me fui. Así que llevo usufructuando este privilegiado rincón desde febrero de 2003, es decir, casi 19 años.
Tengo la costumbre de numerar mis piezas, y sé que allí escribí 409 (contando la que no vio la luz), y que esta de hoy es la 900 en EPS. La amable y competente Belinda Saile, que con infinita paciencia las recibe por fax, escaneadas o fotografiadas, me preguntó, al observar que me aproximaba a esta cifra, si escribiría algo al respecto. Le contesté que no, que ya lo había hecho con la columna 800 y que mejor aguardar a la 1.000. Pero como para alcanzarla faltarían unos dos años más, e ignoro si voy a durar ese tiempo sin moverme ni en el mundo (aprovecho para desearle a Almudena Grandes una rápida y total recuperación de la dolencia de que nos habló), me decido a “celebrar” estas 900, que en realidad son 1.309 si les sumo las de la anterior etapa.
Cuando recopilé en libro (Mano de sombra) las primeras 104 de aquella antigua colaboración, dije que tenía la sensación de haber opinado demasiado. Figúrense ahora. Como he confesado en varias ocasiones, a menudo me siento cansado, o creo que estoy abusando de los lectores, que probablemente desearían encontrar los domingos una cara nueva, una firma más joven y vigorosa, o más dócil ante los biempensantes de hoy. 27 años de cumplimiento semanal son excesivos, también lo son 19 en este lugar.
Admito que con frecuencia me siento a la máquina preguntándome de qué puedo hablar ya, porque debo de haber dado mi personal opinión sobre casi todo (no la tendría sobre el volcán de La Palma ni sobre la renovación del poder judicial, al ser profano en esas materias y no ser vulcanólogo ni jurista). Por desgracia o por suerte, vivimos en una época particularmente enloquecida e idiota, en la que abundan los disparates, las pésimas decisiones (Trump, Bolsonaro, el Brexit), los ataques a la libertad y las injusticias (bueno, las dos últimas cosas han existido siempre), y me veo a menudo impelido a señalarlos, procurando razonar y argumentar por qué me lo parecen. No lo consigo a veces, sin duda. Pero eso no me preocupa mucho, porque a estas alturas creo haberme ganado cierto derecho a la arbitrariedad, a las manías y al enfurruñamiento que tanto ofende a algunos hoscos de natural. Cuando uno ha vivido lo suficiente, pocas cosas lo irritan más que asistir a la repetición y a la copia, esto es, a la presentación de algo antiquísimo como “novedad”. Y esto sucede sin cesar, no sé si debido a la secular y deliberada desmemoria española o a la absoluta ignorancia propiciada y fomentada por todo Gobierno español.
Me consta que a bastantes lectores les parezco un cascarrabias, y de eso no me voy a defender. Pero también sé que a otros los “consuelo” o “reconforto” con mis palabras, y que agradecen ver impreso lo que ellos piensan y —me cuentan— no se atreven a expresar ni entre sus amistades, por temor a ser rechazados si lo hacen. A eso hemos llegado, sí: a lo más grave que le puede ocurrir a una sociedad libre y democrática, porque es algo propio de las dictaduras: a tener miedo de opinar en voz alta. Yo estoy seguro de no tenerlo, porque poco puedo ya perder. Si me brean en las redes, me da igual, porque no me entero y no existen para mí; si en este diario dejan de publicarme un artículo o me lo intentan censurar un día, me iré sin más; si se hartan y prescinden de mí, qué se le va a hacer; si caigo fatal a políticos, yo no me trato con ellos; si los lectores no me aguantan unánimemente, me percataré de ello y me retiraré. Les guardo gratitud infinita a los que me han tolerado hasta hoy, y también a los directores de EL PAÍS que me han permitido utilizar esta tribuna. En fin, lo único que me cabe aducir es que siempre he escrito lo que pensaba y no lo que “quedaba bien”. Y lo mismo que critiqué a Aznar, Acebes, Esperanza Aguirre, Iglesias o Rajoy, critico ahora a Ayuso, Sánchez, Casado, Almeida o Colau. No tengo en cuenta las siglas, sólo los hechos y las declaraciones de cada individuo. Si eso hoy resulta insoportable, más me vale callar. O no, y hacerme, cada domingo, más y más insoportable para quienes aspiran a una prensa monolítica y más igual a sí misma de lo que ya lo es.
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