No es mundo para los ajolotes
Mientras el enigmático anfibio capaz de regenerarse una y otra vez sobrevive en acuarios y centros de investigación de todo el mundo, los científicos no logran encontrarlo en su hábitat natural, en Xochimilco, el gran humedal de Ciudad de México. Las especies invasoras, la contaminación, el turismo y el cambio climático tienen la culpa

Basilio lanza la atarraya con un impulso maestro que la extiende en el aire antes de caer y hundirse en el agua. Ahora golpea con la pértiga de madera a ambos lados del canal para que los peces salgan de su escondite entre juncos y vayan a los medios. Cuando recoge la red, eso es lo que ha atrapado, una tilapia o un par de carpas infantiles, pero no es lo que anda buscando, sino ajolotes, ese extraño anfibio mexicano que se asoma al abismo de la extinción: el equipo científico que lo acompaña en la trajinera anotará otro cero en sus cuadernos de campo. El amanecer ha sido mágico en los canales, con una niebla dublinesa sobre el agua contra la que luchaba medio sol naranja en el horizonte. Qué frío hacía hasta que el astro se hizo fuerte en el cielo sur de la Ciudad de México. Una y otra vez, las redes suben vacías.

El ajolote o axolotl en lengua náhuatl es un anfibio tan singular que bien podría figurar en la bandera de México, en lugar del águila y la serpiente. Méritos tiene sobrados: es el animal más estudiado del mundo, más que la drosófila melanogaster, esa mosca que aletea en miles de laboratorios. De todas las curiosidades que presenta la fauna planetaria, las capacidades de regeneración del ajolote las envidiaría cualquier ser humano. Si le cortan una pata, otra nueva habrá crecido en unas horas, idéntica y sin señales del trauma. Lo mismo con cualquier parte de su escurridizo cuerpo. En sus viajes naturalistas por México, el alemán Alexander von Humboldt tuvo su primer encuentro con el ajolote a principios del siglo XIX, pero fue el zoólogo francés Auguste Duméril quien lo describió a la perfección años después: le parecía un animal que se rebelaba contra Dios. Y tanto que sí. Duméril se esmeraba en cortarle el matojillo de branquias que corona su cabeza cada mañana, y al otro día el bicho ya las había renacido. El zoólogo conocía que esas branquias eran propias de la edad larvaria de cualquier anfibio, sin ellas se haría adulto. Pero el animal se negaba a crecer.
Al francés no le faltaba razón, pero las indagaciones de aquellos años no acertaban a resolver lo que ahora saben los científicos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM): la magia regenerativa del ajolote se debe a que es un animal que permanece siempre en estado larvario, como los fetos, que van formando cada parte del cuerpo. Se debe a las células madre, que tienen esa capacidad. Puede vivir de cuatro a seis años en cautividad, en libertad no se tiene certeza. Ahora se sabe también que sometido a una fuerte ansiedad se transforma en salamandra. Crece. En el laboratorio que comanda Luis Zambrano en el Instituto Biológico de esta universidad hay un ejemplar así. Ha perdido la diadema de branquias y afilado su cola, que ya no tiene la crin transparente. No se espera que sobreviva mucho más del año.
En este centro mexicano, como en otros cientos por todo el mundo, se estudian las rarezas del ajolote, por ver si sus asombrosas cualidades puedan servir a la medicina, combatir los signos de la vejez o encaminar al ser humano hacia la vida eterna, que en estos tiempos se podría cifrar en 150 años, por ejemplo. Y por eso, Basilio Rodríguez, el remero contratado por la UNAM, echa una y otra vez sus redes en Xochimilco, el gran humedal de la capital mexicana que fue manantial y despensa de los pueblos mesoamericanos antes del desembarco español en el siglo XVI. Desde entonces hasta los primeros años de Basilio, el ajolote (que puede medir entre 15 y 35 centímetros de largo) era parte de la dieta endémica. Las atarrayas arrastraban decenas de especies que iban a la cazuela. “El ajolote es terso, suave, jugoso, muy rico y ni huesos tiene, nomás un cartílago que también se come, así solito, en el comal, con un poco de sal y una tortilla”, se rechupetea los dedos el remero.

No han sido los guisos de los lugareños ni otras tropelías asociadas con creencias sagradas lo que ha extenuado la presencia del anfibio en la naturaleza. No. La culpa es la de siempre, una trinidad de causas se reparte la casi extinción del animalillo: la destrucción de su hábitat (donde antes había huertas ahora se urbaniza y se riegan campos de fútbol), la calidad del agua, que se ha ido perdiendo con plantas de tratamiento, agricultura química, botellas y plásticos por todos lados; y por último el cambio climático, que ha subido algún grado la temperatura. El ajolote se estresa cuando se rebasan los 19 grados. Para rematar el cuadro, hay que citar la introducción de especies invasoras, como la tilapia, que no se come al ajolote, pero sí sus huevos, hasta 600 puede poner una hembra. El ajolote tampoco es manco, explica la bióloga Vania Mendoza, a bordo de la trajinera: “En la cadena trófica se compara con el tiburón, es un cazador nocturno, come todos los crustáceos más pequeños que él y sus depredadores solo son las culebras de agua y algunas aves, como las garzas, pero las tilapias engullen más cosas, de ahí la ventaja de supervivencia”.
Mendoza es la coordinadora del censo que cada tantos años emprende la UNAM en el hábitat natural del Ambystoma mexicanum lanzando las redes por Xochimilco. En 1998, las mediciones arrojaron 6.000 ajolotes por kilómetro cuadrado, pero al arrancar el nuevo siglo las predicciones eran ya de lo más pesimista, como confirmaron los siguientes censos, que no llegaron a una decena de ejemplares. Este año, todavía no han dado con ninguno. Pero nadie tira la toalla. “No damos por extinguido un animal hasta que no pasan 10 años sin avistamientos”, explica Zambrano. Faltan también las pruebas de ADN que harán Mendoza, Viviam Crespo y Paola Cervantes, todas en el equipo censador. “Eso nos dirá si hay o ha habido ajolotes en un radio de 60 metros, no es muy preciso”, dice la coordinadora, pero sirve para la esperanza.

En México hay 17 especies de Ambystoma, de varios colores, amarillos, verdosos y el negruzco, endémico de Xochimilco, uno de los más curiosos (y el más famoso). Están por lagos y ríos y se extienden hasta Estados Unidos y Canadá, pero “la mayoría de las 17 especies está en peligro de extinción”, asegura Zambrano. Apenas tres se salvan de ese veredicto y de otras dos no se tienen datos precisos. “El Ambystoma es un neoténico obligado, es decir, si se transforma [en salamandra] se muere pronto”, explica el jefe del laboratorio. El de Xochimilco no suele transformarse por más estrés que sufra, eso le confiere cualidades valiosas para la investigación científica.
¿Quiere esto decir que el mundo está condenado a perder los ajolotes? No necesariamente; de hecho, el animal es cada día más común en los hogares. Se reproduce con facilidad en cautiverio, de modo que el negocio está asegurado. Por 100 o 500 pesos (entre 5 y 25 euros) puede comprarse un ejemplar para adornar el acuario del salón y desde luego para mantenerlos en estudio en cientos de laboratorios. A medida que sucumbe en su hábitat natural, la fama del muñequito del lodo se extiende por varios continentes. En Japón es el símbolo de una sopa y en Corea del Sur beben los vientos por él. La sonrisa bobalicona del anfibio está por todos lados, adorna camisetas y gorras, llaveros y cerámica, imanes, toallas y balones de playa. En las calles de México, ajolotes confeccionados de todos los colores se venden en puestos de recuerdos. Hay uno especialmente vistoso, el albino, medio amarillito medio rosado, que Zambrano presume que se extendió por los laboratorios debido a las facilidades de investigación que ofrece: si le inyectan contrastes fluorescentes para observar las reacciones en su cuerpo, no se necesita microscopio, se aprecia a simple vista. Y se ha extendido el albinismo como preferencia en los acuarios de salón. Son muy graciosos, la verdad.
“La gente confunde la conservación con las peceras”, lamenta Zambrano, que lleva años tratando de que el hábitat de Xochimilco se restaure para albergar al ajolote de nuevo, sin tilapias ni químicos. Los estudios efectuados cifran en unos 600 millones de pesos (unos 30 millones de euros) las modificaciones que precisa Xochimilco para ello, pero todavía no encuentran la voluntad política suficiente, más bien trabas urbanísticas, como la construcción de puentes que están troceando los humedales. No pierden la fe, quizá en esta Administración cambien las cosas, se dicen cada mañana. Mientras tanto, el programa para salvar al ajolote lleva en marcha tres años, con todo lujo de impedimentos burocráticos, cabe añadir. Por 600 pesos (menos de 30 euros) se puede adoptar un Ambystoma por un mes, ponerle nombre y visitarlo en el laboratorio de Zambrano, donde Horacio Mena González gobierna las bañeras azules que albergan 140 ejemplares. Algo más de dinero servirá para extender la adopción seis meses o un año. Quien no disponga de tanto puede invitar al ajolote a cenar una noche por 200 pesitos. El año pasado, la universidad recaudó así cuatro millones.

Los esfuerzos de recaudación de la UNAM están destinados a las chinampas. Así se las llama a las huertas prehispánicas que los pueblos originarios del actual valle de México levantaron en medio del lago, a base de clavar estacas en el agua formando una muralla que luego colmaban de lodo y a sembrar. El paisaje hoy en día es todavía asombroso, lo mismo al amanecer que al caer la tarde. Las canoas de los campesinos trasladan lechugas, repollos, cilantro, rojizos nabos o una preciosa carga de flor de calabaza como rayos de sol. Un espectáculo idílico que ha dado como resultado un atasco de turistas.
Los casi 282 kilómetros cuadrados de humedal protegido y rodeado de pueblos y mercados componen una postal impensable en la gran capital mexicana. En esas huertas nutren sus cocinas los restaurantes más afamados de la ciudad y algunos chinamperos se esfuerzan por mantener técnicas de cultivo tradicionales y sostenibles. Uno de ellos es Carlos Sumano, que compró una chinampa (hay cientos abandonadas) y la sembró de vegetales y flores. No entra un químico en esa tierra, que no es más grande que un campo de fútbol. Sumano es experto en planificación para el desarrollo agropecuario y trabaja también en el laboratorio de Zambrano. Están tratando de convencer a los chinamperos que procedan con sus huertas como lo ha hecho Sumano, es decir, rodearlas de un pequeño foso inaccesible a las tilapias pero que deje correr el agua hacia los canales centrales, de modo que los ajolotes introducidos allí puedan reproducirse y volver a conquistar Xochimilco. Las subvenciones pueden ayudar, pero no es fácil para un agricultor renunciar a los sistemas productivos actuales, mucho más rentables.

Al ajolote le gustan las aguas frescas y el silencio, y eso es mucho decir en México. Al paso de la barca se oye música a todo volumen en algunas chinampas que hoy viven del turismo, de exhibir, precisamente, los ajolotes en sus acuarios. En algunas de estas huertas hoy reconvertidas para el solaz, se celebran bodas, bautizos y quinceaños. Al acabar la fiesta, ¿cuántas botellas y vasos habrán ido a parar al agua? El espectáculo de las trajineras de colores, unos kilómetros de canales más allá, es abrumador: centenares de barcazas donde abrevan los turistas, con grupos de mariachis a bordo y canoas que se acercan para vender de todo. El ruido, la fiesta y la bronca están asegurados cualquier fin de semana. No es mundo para ajolotes. De tarde en tarde, algunos políticos hacen el payaso en una ceremonia de introducción de ejemplares aunque incumpla todos los requisitos de manipulación del animal. Antes de que se acabe el escándalo en los medios de comunicación se habrán muerto los ajolotes introducidos en un hábitat que ya no es apto para su especie.
Amanece en la barcaza de Basilio. El equipo científico va despojándose de la ropa de abrigo a golpes de sol. A ver si hoy hay suerte con las redes, un día más para completar el censo de 2014-2025, que ya no será pírrico, sino nulo, quizás. Los cables eléctricos se atraviesan por el cielo de los canales y en ellos se posan las aves. Vuelan cientos de pelícanos que hacen de Xochimilco parada y fonda en su ruta migratoria. Coca-colas y otros plásticos tiemblan bajo los juncos, donde antes vivían los ajolotes.
Cuenta la mitología mexicana que Xólotl, hermano gemelo de Quetzalcóatl y dios del fuego, el rayo y los espíritus, se negó a ser sacrificado, la suerte que corrieron el resto de los dioses a cambio de la creación de un nuevo universo. En su huida, Xólotl se encarnó en pavo, después en perro, en maguey y en maíz, hasta que, desesperado, se tiró al lago en forma de ajolote. Aquel animalito sagrado cuyo nombre significa monstruo del agua vive hoy parecida persecución y nadie parece capaz de salvarlo. Basilio echa otra vez las redes al agua y observa como un pescador antiguo las burbujas que emergen del lodo. Si son chiquititas y juntas podría ser el respirar del ajolote, el Peter Pan de los anfibios. Pero son grandes, las que saca el remo cuando embiste el cieno del cauce.
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