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Palos de ciego
Columna
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El Nobel: ni más ni menos

El más maravilloso premio es cuando el lector encuentra placer en un libro y lo usa para vivir de una manera más rica

Javier Cercas

Poco antes de la concesión del Nobel de Literatura 2021 a Abdulrazak Gurnah, un periodista brasileño me informó de que en su país hay gente muy enfadada con la Academia Sueca porque nunca ha premiado a ningún compatriota, y me preguntó si no pensaba que algún escritor brasileño merecía el Nobel. Mi respuesta fue más o menos la siguiente: tal vez concedemos demasiada importancia al Nobel, y estoy seguro de que Guimarães Rosa no tenía ninguna necesidad de que le dieran ese premio para ser uno de los mayores novelistas del siglo XX.

Todavía no he cambiado de opinión. El Nobel es un premio magnífico, sin duda el más prestigioso del mundo. Añado a esta obviedad una segunda: la literatura no es atletismo; no hay forma humana de precisar sin posibilidad de error si un escritor es mejor que otro, como sí la hay de precisar si un atleta corre o salta más que otro. El único jurado literario infalible es el tiempo, que da unas sorpresas tremendas. Dante, Shakespeare y Cervantes, sin ir más lejos, no eran escritores muy importantes en su época, y dudo mucho que los académicos suecos se hubiesen animado a premiarlos (de haberlo hecho, como mínimo se hubiera organizado un escándalo parecido al que se organizó cuando el galardón recayó en Bob Dylan): Dante ni siquiera escribió su obra capital en la lengua de prestigio en su época —el latín—, los dramas de Shakespeare apenas se consideraban literatura —no pasaban de ser entretenimiento— y Cervantes fue un escritor irrelevante hasta que arruinó su ya maltrecha reputación cometiendo el error más letal que puede cometer quien aspira a conquistar la estima de la sociedad literaria: escribir un best seller —el Quijote—. Esto, sobra decirlo, no significa que el Nobel se equivoque siempre: sus aciertos están a la vista. Es verdad que Alfred Nobel dejó dicho que su galardón debía concederse a escritores cuyas obras estuvieran escritas “en una dirección ideal”, cosa que no se sabe muy bien lo que significa (nada bueno, me temo). En todo caso, esa alarmante declaración de intenciones explica que penda sobre el Nobel la sospecha eterna de ser un premio subordinado a razones extraliterarias, de carácter humanitario —no por nada Nobel inventó la dinamita—, y que algunos hayan maliciado que el galardón de este año se ha concedido, como escribe Xavi Ayén, “por la condición de negro, emigrante y africano de Gurnah, como un tributo a la corrección política”. Lo cual explica a su vez que, interrogado sobre la posibilidad de que le vayan a conceder el Nobel a él, César Aira contestara: “No me lo darán porque para ello necesitan una justificación no literaria, nunca se limitan a decir ‘porque este tipo hace buenos libros”. La respuesta es extraña, sobre todo viniendo de un hombre tan inteligente como Aira: quiero decir que es extraño que al escritor argentino no se le haya ocurrido la posibilidad de que, simplemente, la Academia Sueca no considere sus libros lo bastante buenos como para distinguirlos con el Nobel… En fin, yo estoy contra los que dan demasiada importancia al Nobel, pero también contra los que intentan desmerecerlo. Aunque contra los que estoy sobre todo es contra los que lo rechazan, como hizo Jean-Paul Sartre, con gran aplauso de sus palmeros de entonces y de los papanatas de siempre; a mí me parece que hay que aceptar los premios con humildad y alegría, salvo si los concede el Ku Klux Klan, entre otras razones porque quien rechaza un premio es porque quiere dos: el que ya le han dado y el que le dan los medios y los papanatas por rechazarlo.

Dicho lo anterior, no me resigno a callar una tercera obviedad, la última: el Nobel es maravilloso, pero el más maravilloso de todos los premios —y desde luego el único que cuenta— es el que el escritor se concede a sí mismo cuando halla la palabra que buscaba, cuando escribe una frase o un párrafo o una página aceptable, cuando el lector —que es el verdadero protagonista de la literatura— encuentra placer en un libro suyo y lo usa para vivir más, de una manera más rica, más compleja y más intensa. Para eso está la literatura, y no hay premio en el mundo capaz de sustituir a ese.

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