Un viaje redondo por el Alentejo portugués
De la medieval Marvão a las playas de la Costa Vicentina, una ruta en coche que contempla dehesas de alcornoques, se detiene en hoteles coquetos y visita una bodega muy especial
Ultimamente, cuando arranco mi coche, como si fuera un caballo con querencia, se me va hacia Portugal. Yo lo dejo, claro, porque también me tira cruzar esa frontera inexistente y encontrarme de pronto en un lugar tan familiar y tan diferente a la vez, tan mío y tan ajeno.
Cuando dejo atrás Extremadura, entro en el Alentejo y se aparecen las murallas del castillo de Marvão, encaramado a 900 metros sobre una cresta de cuarzo, sé que voy por buen camino. En plena sierra de San Mamede, Marvão era un pueblo medieval de cuento, inexpugnable y desafiante. Su propio espíritu indómito (lo llamaban el nido de águilas) y su orografía lo anclaron al pasado, y la sensación al pasear por sus calles empedradas es la de estar en una villa museo a la que se viene de visita pero en la que no se vive. Por eso, en vez de dormir rodeado de murallas, es buena idea pasar la noche acompañado de obras de arte en la Quinta do Barrieiro, en pleno campo, a unos 15 kilómetros de Marvão, y que sean los pájaros en lugar de los turistas los que le despierten a uno a la mañana siguiente. Esta antigua hacienda de campo donde se producía corcho es hoy un hotel rural con arte donde las esculturas de metal, piedra y madera de la artista Maria Leal da Costa son parte del paisaje, salpicadas por el monte y ocultas en el bosque, en un recorrido cultural que oxigena los pulmones y el cerebro a la vez.
Repuesto de cuerpo y alma, me dirijo hacia el norte hasta la cercana Castelo de Vide, para perderme por la que fue posiblemente la última judería de la península Ibérica. El testimonio de los sefardíes que huyeron desde España y encontraron refugio aquí se encuentra no solo en la antigua sinagoga, convertida hoy en museo, sino en las estrechas calles empedradas, las casas bajas con arcos ojivales tan pequeños que hay que doblar la espalda para entrar y en los símbolos judíos de piedra que aún adornan algunas de las casas.
La siguiente parada la dicta el día de la semana. Es sábado y hoy Estremoz, unos 80 kilómetros al sur, se convierte en un inmerso mercado que toma la plaza de Rossio, a la sombra de la catedral. Junto con el mercado de productores locales, los puestos alternan jarrones y muebles de antiguas casas nobles con modestos aperos de labranza, juguetes viejos y, por supuesto, porcelana y azulejos portugueses. Buscar tesoros abre el apetito y eso, en el Alentejo, es muy buena noticia. Al lado está Gadanha, un restaurante que es también tienda de delicatessen y un lugar en el que es tan fácil perderse en sus platos como en sus estanterías. Después de un milhojas de bacalao y jamón ibérico y un arroz cremoso de queso y champiñones, emprendo camino dejando atrás este pueblo flanqueado por canteras en las que se apilan gigantescos bloques de mármol de vetas ocre por el que Estremoz es famoso.
A media hora de aquí está Évora, la capital del Alentejo interior y ciudad elegida por la mayoría de turistas como centro de operaciones desde donde explorar esta región portuguesa. El templo romano de Diana, con sus estilizadas columnas corintias, único en Portugal, la señorial plaza de Giraldo, con su impresionante fuente barroca flanqueada por casas nobles con soportales, e incluso la macabra Capela dos Ossos (capilla de los huesos), con sus paredes alicatadas hasta el techo de huesos y calaveras humanas, son razones suficientes para hacer noche en esta ciudad. Sin embargo, sus más de 55.000 habitantes hacen que su tamaño exceda la tranquilidad que me pide el cuerpo en este periplo alentejano. Tranquilidad como la que se encuentra a 15 kilómetros de Évora, caminando prácticamente solo en el Crómlech de los Almendros, entre 95 monolitos megalíticos dispuestos en elipses concéntricas. Un verdadero Stonehenge alentejano y uno de los monumentos prehistóricos más importantes de Europa.
De camino a la bella Monsaraz hay que desviarse a São Pedro do Corval para comprar la mejor cerámica
Un tesoro escondido
Para hacer noche es perfecta Évora Monte, una freguesia (parroquia) amurallada y con castillo de apenas 700 habitantes situada en lo alto de una montaña. A menudo son estos lugares menos transitados donde surgen los mejores encuentros. Las ganas de hacer de la escocesa Vicky y el sudafricano Mitch, dueños del coqueto hotel The Place, han logrado traer aquí una exposición de dibujos de Nelson Mandela. La lámina de sus manos encadenadas, expuesta en la antigua cárcel del pueblo, que conserva los barrotes en la ventana, cobra aún más fuerza. Fuera, en las calles empedradas, aparecen adoquines pintados a mano por una artista local como casitas en miniatura en todo un ejemplo de street art rural. Un obrero que encala una pared me llama y, mostrando un manojo de llaves, me indica que le siga. Abre la pequeña puerta de la Santa Casa da Misericórdia y allí aparece una impresionante capilla cubierta de azulejos con un retablo dorado y una misteriosa Virgen vestida de blanco. Esta iglesia, siempre cerrada con llave, es un tesoro que el viajero puede tener (o no) la suerte de descubrir en este lugar cargado de sorpresas.
Continúo rumbo a Monsaraz, y en el camino merece la pena parar en São Pedro do Corval para curiosear en algunas de sus 35 tiendas de cerámica y docenas de talleres de artesanos, pues este pueblo es el mayor productor de cerámica de todo Portugal. Ahora sí, con los platos y fuentes tintineando en la parte trasera del coche, seguimos camino hacia el pueblo más bonito del Alentejo. Monsaraz es la puerta medieval de la región, de nuevo en lo alto de un monte y abrazado por murallas y un castillo cuyas paredes oscuras contrastan con el blanco de las casas y sus iglesias. Fue un pueblo frontera (su defensa estuvo a cargo de los templarios), marcada de forma líquida por el río Guadiana, que circula lento por la llanura alentejana. En el horizonte, el sol reflejando en la plácida superficie del lago Alqueva. A diferencia de Marvão, esta es una villa viva. En el coqueto restaurante O Gaspacho prometen el mejor gazpacho de Portugal y lo acompañan de embutidos de la región. En la Igreja de Santiago, reconvertida en galería de arte, me encuentro de nuevo con la obra de Maria Leal da Costa. En la tienda y café gourmet Casa Tial, un francés de gusto exquisito vende mermeladas, conservas, miel y licores artesanos de la zona, y en la Fábrica Alentejana de Lanifícios la holandesa Mizette Nielsen teje exquisitas mantas y alfombras en su antiguo telar de madera. Colores amarillos, ocres y marrones que son los mismos que el campo otoñal alentejano me ha venido regalando a lo largo del camino.
El arte del tapete
La siguiente parada es Arraiolos, famoso por sus tapetes bordados con lana sobre tela de yute. El pueblo es normalmente solo lugar de paso en visitas fugaces a las tiendas y al centro de interpretación de tapetes. Pero decido quedarme, cautivado por el añil desteñido dibujando el contorno de sus casas encaladas, su castillo de murallas circulares y por la iglesia del Salvador sobre la que revolotean bandadas de estorninos. También por la posibilidad de hospedarse en el antiguo convento dos Lóios, convertido hoy en pousada. Se dice que hay un pasadizo que une el castillo y el convento, pero no hace falta excavar para encontrar tesoros: la misma capilla del convento es una joya impoluta del siglo XVI, totalmente cubierta de azulejos donde ensimismarse cada día camino del desayuno.
Seguimos ruta alternando colinas, campos de cereales y dehesas donde los alcornoques medio desnudos dan pistas de una industria, la del corcho, de la que Portugal es el mayor productor del mundo. También hay viñas, algunas explotadas en bodegas familiares con aires de hacienda antigua y otras como la bodega Herdade do Freixo, que esconde bajo tierra una maravilla arquitectónica que bien podría haberla firmado el mismo Frank Lloyd Wright. En este Guggenheim subterráneo del vino, el arquitecto portugués Frederico Valsassina incorporó una espiral hipnótica para descender a 40 metros de profundidad. Vino y arquitectura en un maridaje perfecto.
En el parque natural del Suroeste Alentejano y Costa Vicentina se suceden acantilados y playas para surfear
Es hora de emprender rumbo al oeste en dirección a la costa, pero antes una parada en São Lourenço do Barrocal. No es un pueblo pero podría serlo: tiene casas, silo, capilla, viña y campos. Este alojamiento es la vanguardia del turismo rural, un retiro único creado por José António Uva, que transformó la finca de su familia, respetando la estructura original, en un hotel donde el lujo minimalista se alía con el entorno. Patios, lavanda, cuadra de caballos, piscina, spa, una tienda donde se vende aceite y vino producido en la finca y bicicletas con las que recorrer las 700 hectáreas de terreno y detenerse a la sombra de olivos milenarios y menhires prehistóricos.
Encuentro con el Atlántico
Ahora sí, llegamos al Alentejo litoral. Nada en Comporta, la inventora del boho chic portugués, hacía presagiar años atrás que este pequeño pueblo de pescadores llegaría a convertirse en referencia de estilo, portada de revistas de moda y reclamo de celebrities. Entre campos de arroz y una espectacular playa, Comporta se mueve con soltura entre hoteles y tiendas de diseño. En este paraíso de influencers no hay sonrisa ni plato que no se inmortalice en Instagram. En Ilha do Arroz, las cazuelas rebosantes de arroz caldoso y las jarras de fina sangría blanca se beben sobre la misma arena de la playa. Hoteles como el flamante Quinta da Comporta insisten en la idea de la exclusividad, con su piscina infinita al filo de los campos de arroz y la bellísima estructura de vigas de madera y cristal que alberga su lujoso spa.
A tan sólo unos seis kilómetros de aquí, el muelle de Carrasqueira sobre el estuario del río Sado, con sus modestas casitas de pescadores sobre palafitos, es toda una postal de lo que era esta costa hace poco más de una década.
En busca de ese litoral alejado de los focos me dirijo hacia el sur siempre pegado al mar. Comienza el festival de la naturaleza del Portugal más indómito, con acantilados majestuosos, playas casi salvajes intercaladas por bosques de pinos y eucaliptos, arrecifes, estuarios, marismas y pueblos pequeños con sabor a Atlántico. En heredades como Tres Marias, en medio de un campiña de Vila Nova de Milfontes rodeada de alcornoques y campos de maíz cerca del mar, el tiempo parece no pasar. Al igual que en pueblos como Zambujeira do Mar, con su capilla de Nossa Senhora do Mar asomándose a imponentes acantilados que solo se retiran para hacer un hueco a la playa de Zambujeira. El hotel boutique Casas da Lupa, con sus coquetas cabañas con alberca privada y los cruasanes y bizcochos horneados cada mañana por Conceição, hacen que uno se plantee seriamente si seguir el viaje o acabarlo aquí mismo. Estamos en el territorio del parque natural del Suroeste Alentejano y Costa Vicentina, el seguro de vida de un litoral bellísimo donde los bosques y las playas escoltadas por dunas y acantilados ganaron la batalla a la especulación. De aquí y hasta el cabo de San Vicente se suceden playas épicas batidas por olas sobre las que cabalgan surfistas venidos de todo el mundo.
Odeceixe nos dice que el Alentejo llega hasta aquí y desde este punto todo es Algarve, pero este mismo espíritu libre del litoral alentejano no cambia y se extiende por la Costa Vicentina hasta el final de la Península. Desde lo alto de los acantilados de la playa de Arrifana se ven a vista de pájaro las figuras diminutas saliendo del agua. En la playa de Amoreira, el mar se vuelve templado en lagunas formadas entre las hileras de rocas fosilizadas y, más al sur, en la playa de Amado, cuando se acaba el día sus atardeceres rojísimos invitan a beberse hasta el último rayo de sol.
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